Ruth Rendell - Un Beso Para Mi Asesino

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El libro arranca con la muerte de un policía en el atraco a un banco en el que inocentemente se ve envuelto y además, con un triple crimen perpetrado en una mansión. Casos aparentemente inconexos en cuya resolución se ve implicado el inspector jefe Wexford y que se verán seguidos de desconcertantes hechos que, como piezas de un complejo puzzle, tendrán que ser encajados adecuadamente para llegar al culpable.

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La voz le salió con esfuerzo, como si alguien le apretara la garganta con la mano.

Era un teléfono que había caído al suelo, había sido arrojado al suelo por algún movimiento involuntario que tiró de su cordón. Algo se arrastraba hacia Burden procedente de la parte más oscura, donde no había ninguna lámpara. Emitía un sonido quejumbroso. El cordón del teléfono lo rodeaba y el teléfono se arrastraba detrás, rebotando y resbalando sobre el roble pulido del suelo. Rebotaba y zangoloteaba como un juguete atado a una cuerda tirado por un niño.

Ella no era ningún niño, aunque no parecía mucho mayor, una muchacha joven que se arrastraba hacia él a gatas y se desplomó a sus pies, emitiendo los desconcertados gemidos ininteligibles de un animal herido. Estaba cubierta de sangre, que le apelmazaba el pelo, le manchaba la ropa, le resbalaba por los brazos desnudos. Levantó la cara y ésta estaba sucia de sangre, como si se la hubiera mojado y se hubiera pintado la piel con los dedos.

Burden vio con horror que le brotaba sangre de una herida en la parte superior del pecho, a la izquierda. Se puso de rodillas frente a ella.

La muchacha habló. Le salió un susurro confuso:

– Ayúdeme, ayúdeme…

4

Al cabo de dos minutos la ambulancia había partido, camino del hospital de Stowerton. Esta vez llevaba la luz encendida y la sirena puesta, que sonaba con estridencia a través de los oscuros bosques, los inmóviles bosquecillos.

Iba tan deprisa que el conductor tuvo que frenar y hacerse a un lado para esquivar el coche de Wexford, que entraba por la verja principal procedente de la B 2428; eran las nueve y cinco.

El mensaje le había llegado al lugar donde estaba cenando con su esposa, su hija y el amigo de ésta. Se trataba de un nuevo restaurante italiano de Kingsmarkham llamado La Primavera. Estaba en mitad del plato principal cuando sonó su teléfono y le salvó, de una manera particularmente drástica, como pensó después, de hacer algo que podría haber lamentado. Dio cuatro explicaciones rápidas a Dora, se despidió de una manera bastante superficial de los otros y salió del restaurante inmediatamente, dejando intacta su ternera Marsala.

Tres veces había intentado llamar a Tancred House, y siempre comunicaban. Cuando el coche, conducido por Donaldson, tomó la primera curva del estrecho camino boscoso, volvió a intentarlo y esta vez sonó y Burden respondió.

– El aparato estaba descolgado. Ha caído al suelo. Hay tres personas muertas por disparos. Debes de haberte cruzado con la ambulancia que se llevaba a una chica.

– ¿Está muy grave?

– No lo sé. Estaba consciente, pero parecía estar mal.

– ¿Has hablado con ella?

– Por supuesto -respondió Burden-. Tenía que hacerlo. Entraron dos en la casa, pero ella sólo vio a uno. Ha dicho que eran las ocho cuando ha sucedido, o poco después, las ocho y uno o dos minutos. No ha podido hablar nada más.

Wexford se guardó el teléfono en el bolsillo. El reloj del salpicadero del coche marcaba las nueve y doce minutos. Cuando le había llegado el mensaje, no estaba tanto de mal humor como preocupado y sintiéndose cada vez más infeliz. Sentado a la mesa en La Primavera ya había empezado a luchar contra estos sentimientos de antipatía, de clara repugnancia. Y cuando entonces revisó, por tercera o cuarta vez, el acre comentario que acudió a sus labios, que había controlado por Sheila, había sonado su teléfono. Ahora apartó el recuerdo de un encuentro doloroso. No habría tiempo para meditar sobre ello; todo debía ceder su lugar a la matanza perpetrada en Tancred House.

La casa iluminada apareció a través de los árboles, fue tragada por la oscuridad y reapareció cuando Donaldson ascendió por el sendero y cruzó la amplia extensión vacía. Vaciló ante la abertura del muro bajo, pero después aceleró y siguió adelante hasta el patio delantero. Una estatua que probablemente representaba la persecución de Dafne por Apolo se reflejaba en las aguas oscuras de un estanque poco profundo. Donaldson condujo hacia la izquierda y avanzó entre los coches.

La puerta principal estaba abierta. Vio que alguien había roto uno de los cristales de una ventana del ala izquierda u occidental de la casa. Tras la puerta principal, desde un invernadero lleno de azucenas, con un biombo en cada extremo en lo que le pareció se llamaba estilo Adam, se abría un arco hasta el gran vestíbulo donde había sangre en el suelo y las alfombras. La sangre formaba un mapa de islas sobre el roble claro. Cuando Barry Vine se acercó a él, vio el cuerpo del hombre al pie de la escalinata.

Wexford se aproximó al cuerpo y lo miró. Era un hombre de unos sesenta años, alto, delgado, con el rostro agraciado, las facciones finamente delineadas y del tipo que suele llamarse sensible. Su rostro estaba entonces amarillento como la cera. Tenía la boca abierta. También sus ojos, azules, estaban abiertos y miraban fijo. La sangre había teñido de rojo su camisa blanca y manchado su chaqueta oscura. Iba vestido de manera formal, con traje y corbata, y le habían disparado dos veces de frente y de muy cerca, en el pecho y en la cabeza. Esta era una maraña de sangre, con una pegajosidad amarronada que le apelmazaba el espeso cabello blanco.

– ¿Sabes quién es?

Vine negó con la cabeza.

– ¿Debería saberlo, señor? Presumiblemente se trata del propietario del lugar.

– Es Harvey Copeland, ex miembro del Parlamento por los municipios del sur y esposo de Davina Flory. Claro que hace poco que estás aquí, pero habrás oído hablar de Davina Flory, ¿no?

– Sí, señor. Por supuesto.

Con Vine nunca se sabía si era cierto o no. Mostraba siempre la misma cara inexpresiva, la misma actitud imperturbable, la misma impasibilidad.

Entró en el comedor, preparándose, pero aun así lo que vio le hizo contener el aliento. Nadie, jamás, se endurece por completo. Él jamás conseguiría contemplar escenas semejantes con indiferencia.

Burden se encontraba en la habitación con el fotógrafo. Archbold, como agente encargado del lugar de los hechos, medía y tomaba notas, y habían llegado dos técnicos de la oficina del forense. Archbold se levantó cuando entró Wexford y éste le hizo señas de que prosiguiera.

Cuando hubo dejado descansar su mirada por unos breves momentos en los cuerpos de las dos mujeres, dijo a Burden:

– La muchacha, dime todo lo que ha dicho.

– Que había dos. Eran cerca de las ocho. Llegaron en coche.

– ¿De qué otro modo se puede llegar aquí?

– Oyeron ruidos en el piso de arriba. El hombre que está muerto en la escalera fue a investigar.

Wexford dio la vuelta a la mesa y se quedó junto a la mujer muerta cuya cabeza y cabello colgaban sobre el respaldo de la silla. De allí pudo obtener una vista diferente de la mujer que estaba enfrente. Miró lo que quedaba de una cara, cuya mejilla izquierda estaba sobre un plato lleno de sangre, sobre el mantel rojo.

– Ésa es Davina Flory.

– Suponía que lo era -dijo Burden-. Y no cabe duda de que el hombre de la escalera es su esposo.

Wexford asintió. Sintió algo insólito en él, una especie de temor reverente.

– ¿Quién es ésta? ¿No tenían una hija?

La otra mujer debía de tener unos cuarenta y cinco años. Tenía el pelo y los ojos oscuros. La piel, blanca y consumida al estar muerta, probablemente había sido muy pálida en vida. La mujer estaba delgada e iba vestida con ropa estilo agitanado, prendas de algodón amplias y estampadas con abalorios y cadenas. Los colores que predominaban eran rojizos, pero no tan rojos como ahora.

– Tiene que haber producido un gran estrépito, todo esto.

– Alguien puede haber oído algo -indicó Wexford-. Tiene que haber otra gente en la finca. Alguien cuidaba de Davina Flory, su esposo y su hija. Estoy seguro de que he oído decir que hay un ama de llaves y quizás un jardinero que viven en casas por aquí cerca, cottages que pertenecen a la finca.

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