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Ruth Rendell: Un Beso Para Mi Asesino

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Ruth Rendell Un Beso Para Mi Asesino

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El libro arranca con la muerte de un policía en el atraco a un banco en el que inocentemente se ve envuelto y además, con un triple crimen perpetrado en una mansión. Casos aparentemente inconexos en cuya resolución se ve implicado el inspector jefe Wexford y que se verán seguidos de desconcertantes hechos que, como piezas de un complejo puzzle, tendrán que ser encajados adecuadamente para llegar al culpable.

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Burden sabía que había cottages en la finca, casas donde se alojaba al personal que mantenía Davina Flory. Se hallarían cerca de Tancred House, a no más de cinco minutos a pie, pero no pasaron por delante de ninguna verja, de ningún sendero que se adentrara en el bosque, no vieron luces distantes, débiles o brillantes, en ninguna parte. Se hallaban a ochenta kilómetros de Londres, pero podía haber sido el norte de Canadá, podía haber sido Siberia. El bosque parecía interminable, hileras y más hileras de árboles, algunos de ellos de más de doce metros de altura, otros a medio crecer pero aun así bastante altos. Cada vez que doblaban un recodo y creían que tras la curva habría un claro, un cambio, que verían la casa por fin, sólo encontraban más árboles, otro pelotón de este ejército de árboles, inmóviles, silenciosos, expectantes.

Se inclinó hacia delante y dijo a Pemberton, con voz que sonó alta en el silencio:

– ¿Cuánto hemos recorrido desde la verja?

Pemberton lo comprobó.

– Casi cuatro kilómetros, señor.

– Es mucho, ¿no?

– Casi cinco kilómetros según el mapa -dijo Vine.

Éste tenía una señal blancuzca en la nariz, donde la había apretado contra el cristal.

– Parece que tardamos horas -refunfuñó Burden.

Mientras atisbaba en los interminables bosquecillos, la infinita envergadura de las columnas como de catedral, la casa apareció a la vista, destacándose ante los ojos con un efecto de sorpresa.

El bosque se dividió, como si se corriera una cortina, y allí estaba, profusamente iluminada como para una obra de teatro, bañada en una abundancia de luz artificial, verdosa y fría. Era extrañamente dramático. La casa relucía, rielaba en una bahía de luz, destacando en un neblinoso pozo oscuro. La fachada estaba tachonada de luces, pero de color naranja, los cuadrados y rectángulos de ventanas iluminadas.

Burden no había esperado ver luz, sino una oscura desolación. Esta escena era para él como el primer fotograma de una película de personajes de cuento de hadas que vivían en un palacio remoto, una película sobre la Bella Durmiente. Debería haber habido música, una melodía suave pero siniestra, con cuernos y tambores. El silencio le hacía sentir a uno que faltaba algo esencial, que algo había ido desastrosamente mal. El sonido se había ido sin fundir las luces. Vio cerrarse el bosque otra vez cuando la carretera dobló otra curva. La impaciencia se apoderó de él. Quería bajar y correr a la casa, irrumpir en ella para encontrar lo peor, fuera lo que fuese lo peor, y se mantuvo en el asiento con mal humor.

Aquel primer vistazo había sido un breve anticipo, un avance. Esta vez el bosque desapareció, y los faros mostraron que el camino cruzaba un llano herboso en el que se erguían unos cuantos grandes árboles. Los ocupantes de los coches se sintieron muy al descubierto al empezar a cruzar este prado, como si fueran la escolta de una fuerza invasora a punto de realizar una emboscada. La casa que se hallaba al otro lado estaba iluminada con absoluta claridad, una elegante finca rural que parecía georgiana salvo por su tejado embreado y chimeneas únicas. Parecía muy grande y espléndida, y también amenazadora.

Un muro bajo dividía sus alrededores inmediatos del resto de la finca. Formaba ángulo recto con el camino en el que ellos estaban, partiendo el terreno abierto sin árboles. Justo antes de la abertura del muro había un desvío hacia la izquierda. Se podía seguir recto o girar a la izquierda en este camino que parecía conducir al costado y parte posterior de la casa. El muro ocultaba los focos.

– Sigue adelante -indicó Burden.

Cruzaron la abertura, entre postes de piedra con la parte superior curvada. Aquí empezaban las losas, un amplio espacio pavimentado con piedra de Portland. La piedra de un tono gris dorado, agradablemente irregular, demasiado junta para que creciera siquiera musgo entre una losa y otra. En el centro exacto de este patio había un gran estanque circular, y en el centro de éste, en una isla de piedra cargada de flores y plantas de hojas, hechas en mármoles diversos, verdes, rosados y gris bronce, un grupo de estatuas: un hombre, un árbol, una muchacha en mármol gris, que podría o no haber sido una fuente. Si lo era, en la actualidad no funcionaba. El agua estaba estancada, lisa.

En forma de E sin el travesaño central, o como un rectángulo al que le falta uno de los lados largos, la casa se erguía sin ningún adorno más allá de esta gran llanura de piedra. Ni una enredadera suavizaba su liso enlucido ni ningún arbusto crecía cerca que pusiera en peligro sus franjas de piedra rústica. Las lámparas de arco que había en este lado del muro mostraban todas las líneas finas y todos los diminutos surcos de su superficie.

Las luces estaban encendidas en todas partes, en las dos alas laterales, en la parte central y en la tribuna de arriba. Lucían tras cortinas corridas, rosa, naranja o verde según el color de las cortinas, y también brillaban en las ventanas sin cortinas. La luz de las lámparas de arco competían con estos colores más suaves pero no podían apagarlos por completo. Todo estaba inmóvil, no había viento, y daba la impresión de que no sólo el aire sino el propio tiempo se había detenido.

Aunque, como Burden se preguntó después, ¿qué había que pudiera moverse? Aunque hubiera soplado un fuerte viento, allí no había nada que mover. Incluso los árboles habían quedado atrás, y había otros miles tras la casa, perdidos en aquella cueva de oscuridad.

El convoy se acercó a la puerta principal, pasando por la izquierda del estanque y las estatuas. Burden y Vine abrieron sus respectivas portezuelas y Vine llegó primero a la puerta principal. A ésta se accedía mediante dos anchos escalones bajos de piedra. Si alguna vez había habido un porche, para entonces había desaparecido y lo único que quedaba a ambos lados de la puerta era un par de columnas lisas. La puerta principal era de un blanco reluciente, brillante a aquella luz como si la pintura todavía estuviera húmeda. La campana era de las que hay que tirar de una varilla de hierro forjado. Vine tiró de ella. El sonido que hizo cuando tiró de la varilla debió de resonar en toda la casa, pues el personal médico, que salía de su ambulancia a unos veinte metros de distancia, lo oyó claramente.

Hizo sonar la campanilla por tercera vez y luego llamó con la aldaba de latón. Los herrajes de la puerta relucían como el oro en la brillante luz. Recordaron la voz que había hablado por teléfono, la mujer que había pedido ayuda, y aguzaron el oído. No se oía nada. Ni un gemido, ni un susurro. Silencio. Burden hizo sonar la aldaba y sacudió la tapa del buzón. A nadie se le ocurrió pensar en una puerta trasera, en cuántas puertas traseras podía haber. A nadie se le ocurrió que una pudiera estar abierta.

– Tendremos que entrar por la fuerza -dijo Burden.

¿Por dónde? Cuatro anchas ventanas flanqueaban la puerta principal, dos a cada lado. Dentro podía verse una especie de vestíbulo exterior, un invernadero con laureles y azucenas en macetas en el suelo de mármol blanco jaspeado. Las hojas de azucena relucían a la luz de dos candelabros. Lo que había más allá, tras un arco, no se alcanzaba a ver. Parecía un lugar cálido y tranquilo, parecía civilizado, un lugar amable bien amueblado, el hogar de gente rica aficionada al lujo. En el invernadero, adosada a la pared, había una consola de caoba y dorada con una silla colocada de modo negligente a su lado, una silla alta y estrecha con el asiento de terciopelo rojo. De un jarrón chino que había sobre la mesa se derramaban los largos zarcillos de una planta colgante.

Burden se apartó de la puerta principal y echó a andar por la llanura de losas de piedra del amplio patio. La luz era como de la luna pero muy ampliada, como si ésta se reflejara en algún espejo celestial. Luego, dijo a Wexford que la luz empeoraba el efecto. La oscuridad habría sido natural, él se habría movido con más comodidad a oscuras.

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