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Ruth Rendell: Un Beso Para Mi Asesino

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Ruth Rendell Un Beso Para Mi Asesino

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El libro arranca con la muerte de un policía en el atraco a un banco en el que inocentemente se ve envuelto y además, con un triple crimen perpetrado en una mansión. Casos aparentemente inconexos en cuya resolución se ve implicado el inspector jefe Wexford y que se verán seguidos de desconcertantes hechos que, como piezas de un complejo puzzle, tendrán que ser encajados adecuadamente para llegar al culpable.

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A Martin por supuesto le conocían, y a Michelle Weaver y Wendy Gould entre otros. Sharon Fraser sólo podía decir esto: tenía la impresión de que todos los clientes del banco que faltaban eran hombres.

El detalle más sensacional proporcionado por los testigos fue el de Michelle Weaver. Dijo que había visto al chico con acné soltar su pistola justo antes de huir del banco. La había arrojado al suelo y se había escapado.

Al principio, a Burden le costó creer que ella esperaba que se tomara en serio su afirmación. Parecía extraño. El acto que la señora Weaver describía, lo había él leído en alguna parte, o se lo habían contado, o lo había sacado de alguna lectura. Era una técnica clásica de la Mafia. Incluso le dijo que debían de haber leído el mismo libro.

Michelle Weaver insistió. Ella había visto el arma resbalar por el suelo. Los otros se habían arremolinado en torno a Martin, pero ella era la última de la hilera de gente a la que el pistolero había hecho poner contra la pared, o sea que era la que estaba más lejos de Martin, quien se hallaba a la cabeza.

Caleb Martin había soltado el arma con la que hizo su valiente intento. Su hijo Kevin la identificó posteriormente como de su propiedad y contó que aquella mañana su padre se la había quitado en el coche. Era un juguete, una burda copia, con varias inexactitudes de diseño, de un revólver militar y de policía, un Smith and Wesson modelo 10 con un cañón de doce centímetros.

Varios testigos habían visto caer el arma de Martin. Un contratista de obras llamado Peter Kemp se encontraba junto a él y dijo que Martin había soltado el arma en el momento en que recibió el impacto de la bala.

– ¿Podía ser el arma del sargento detective Martin lo que vio, señora Weaver?

– ¿Cómo dice?

– El sargento detective Martin soltó el arma que sostenía. Ésta resbaló por el suelo entre los pies de la gente. ¿Podría usted estar confundida? ¿Podría ser esa pistola lo que usted vio?

– Vi cómo el chico la arrojaba.

– Ha dicho que la vio resbalar por el suelo. ¿Había dos armas resbalando por el suelo?

– No lo sé. Yo sólo vi una.

– La vio en la mano del muchacho y después la vio resbalar por el suelo. ¿Vio realmente cómo se soltaba de la mano del muchacho?

Ya no estaba segura. Ella creía que lo había visto. Sin duda la había visto en la mano del muchacho y después había visto una pistola en el suelo, deslizándose por el lustroso mármol entre los pies de la gente. Se le ocurrió una idea que la hizo callar por un momento. Miró con firmeza a Burden.

– No me presentaría ante un tribunal para jurar que lo vi -afirmó.

En los meses que siguieron, la búsqueda de los hombres que habían perpetrado el atraco al banco de Kingsmarkham cobró alcance nacional. Poco a poco, todos los billetes robados aparecieron. Uno de los hombres se compró un coche y pagó en efectivo antes de que se dieran a conocer los números de los billetes que faltaban, y pagó seis mil libras a un vendedor de coches usados que no sospechó nada. Esto lo hizo el hombre mayor, el más moreno. El vendedor de coches proporcionó una detallada descripción de él y también, por supuesto, su nombre. O el nombre que el hombre le había dado. George Brown. A partir de entonces, la policía de Kingsmarkham se refería a él con el nombre de George Brown.

Del dinero restante, poco menos de dos mil libras salieron a la luz envueltos en periódicos en un contenedor de basura de la ciudad. Las seis mil libras que faltaban jamás se hallaron. Probablemente se habían gastado en pequeñas cantidades. Con eso no se corría un gran riesgo. Como dijo Wexford, si le das a la cajera del supermercado dos billetes de diez para pagar, ella no comprueba los números. Lo único que tienes que hacer es ser prudente y no volver allí.

Justo antes de Navidad, Wexford fue al norte a entrevistar a un hombre que se hallaba en prisión preventiva en Lancashire. Fue lo usual. Si cooperaba y ofrecía información útil, las cosas podrían irle mucho mejor en su juicio. En realidad, era probable que le rebajaran siete años.

Se llamaba James Walley y dijo a Wexford que había hecho un trabajo con George Brown, un hombre cuyo nombre real era George Brown. Era uno de sus delitos pasados que tenía intención de pedir que fuera tenido en cuenta. Wexford visitó al auténtico George Brown en su casa de Warrington. Era un hombre bastante mayor, aunque probablemente más joven de lo que parecía, y cojeaba un poco, consecuencia de una caída de un andamio unos años atrás, al intentar penetrar en un bloque de pisos.

A partir de entonces, la policía de Kingsmarkham empezó a hablar del hombre al que buscaban como el conocido por el nombre de George Brown. Del chico con acné no había señales, ni rastro. En los bajos fondos era desconocido, igual podía estar muerto, a juzgar por lo que se oyó decir de él.

El conocido por el nombre de George Brown volvió a aparecer en enero. Se trataba de George Thomas Lee, arrestado en el transcurso de un atraco en Leeds. Esta vez fue Burden quien le visitó en la cárcel. Era un hombre menudo y estrábico, pelirrojo y con el pelo muy corto. La historia que contó a Burden fue la de un muchacho con granos al que había conocido en un pub de Bradford y que había alardeado de haber matado a un policía en algún lugar del sur. Mencionó un pub, después lo olvidó y mencionó otro, pero conocía el nombre completo del muchacho y su dirección. Seguro ya de que el motivo que se escondía tras todo esto era la venganza por alguna pequeña ofensa, Burden encontró al muchacho. Éste era alto y moreno, un técnico de laboratorio sin empleo con un historial tan inmaculado como su cara. El muchacho no recordaba haberse encontrado con el conocido por el nombre de George Brown en ningún pub, pero sí recordaba haber llamado a la policía cuando halló a un intruso en el último lugar donde había trabajado.

Martin había muerto de un disparo de un revólver Colt Magnum calibre 357 o 38. Era imposible saber cuál, porque aun cuando el cartucho era de calibre 38, el del 357 admite cartuchos de ambos calibres. A veces a Wexford le preocupaba esa arma y en una ocasión soñó que se hallaba en el banco observando dos revólveres que patinaban en círculos por el suelo de mármol mientras los clientes del banco lo contemplaban como espectadores de algún espectáculo. Magnums on Ice.

Él mismo fue a hablar con Michelle Weaver. Ésta era muy servicial, siempre estaba dispuesta a hablar, sin dar muestras de impaciencia. Pero habían transcurrido cinco meses y el recuerdo de lo que había visto aquella mañana en que murió Caleb Martin inevitablemente se iba desvaneciendo.

– No pude haber visto que la tiraba, ¿no cree? Quiero decir, debí de imaginármelo. Si la hubiera tirado, habría estado allí, y no estaba, sólo había la que tiró el policía.

– Sin duda sólo había un arma cuando llegó la policía. -Wexford le hablaba en tono de conversación, como si supieran lo mismo y compartieran información interna-. Lo único que encontramos fue el arma de juguete que el sargento detective Martin quitó a su hijo aquella mañana. No una copia, ni una reproducción, sino un arma de juguete.

– ¿Y fue realmente un juguete lo que yo vi? -Estaba maravillada-. Las hacen que parecen de verdad.

Otra entrevista conversacional, esta vez con Barbara Watkin, reveló no mucho más que su obstinación. Se mostró insistente en su descripción del aspecto del muchacho.

– Sé reconocer el acné. Mi hijo mayor padeció un acné terrible. No era lo que tenía ese muchacho. Se lo aseguro, era más como marcas de nacimiento.

– ¿Cicatrices de acné, tal vez?

– No era nada de eso. Imagine esas marcas rojas que tiene la gente, sólo que éstas eran del tipo morado, y como una erupción; tenía docenas de ellas.

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