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Ruth Rendell: Un Beso Para Mi Asesino

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Ruth Rendell Un Beso Para Mi Asesino

Un Beso Para Mi Asesino: краткое содержание, описание и аннотация

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El libro arranca con la muerte de un policía en el atraco a un banco en el que inocentemente se ve envuelto y además, con un triple crimen perpetrado en una mansión. Casos aparentemente inconexos en cuya resolución se ve implicado el inspector jefe Wexford y que se verán seguidos de desconcertantes hechos que, como piezas de un complejo puzzle, tendrán que ser encajados adecuadamente para llegar al culpable.

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Se volvió.

Después, todo sucedió muy deprisa. El hombre que había cerrado la puerta, que había corrido el cerrojo de la puerta, ordenó con aspereza:

– Todos contra la pared. Rápido.

Martin se fijó en su acento, que era inconfundiblemente de Birmingham. Él así lo creyó. Cuando el hombre habló, alguien gritó. Siempre hay alguien que grita.

El hombre, que tenía el revólver en la mano, dijo con su voz nasal y sin inflexión:

– No ocurrirá nada si hacen lo que se les dice.

Su compañero, un muchacho, en realidad, que también iba armado, avanzó por el pasillo de cordón color turquesa y soportes cromados hacia los dos cajeros. Había un cajero tras una ventanilla a su izquierda y otro tras una ventanilla a su derecha: Sharon Fraser y Ram Gopal. Martin retrocedió hasta la pared de la izquierda con todos los demás que formaban la cola; todos estaban en aquel lado, amenazados por el revólver del hombre.

Estaba seguro de que la pistola que empuñaba el muchacho de la mano enguantada era de juguete. No una reproducción como la que él llevaba en su bolsillo, sino de juguete. El muchacho parecía muy joven, de diecisiete o dieciocho años, pero Martin sabía que, aunque él mismo no era viejo, lo era lo bastante para no saber si alguien tenía dieciocho o veinticuatro años.

Martin trató de memorizar todos los detalles del aspecto del muchacho, sin saber, sin soñar entonces, que cualquier memorización que pudiera realizar sería en vano. Observó el aspecto del hombre con similar atención. El muchacho tenía un curioso sarpullido en la cara. O quizás eran granos. Martin nunca había visto nada igual. El hombre era moreno y tenía las manos tatuadas. No llevaba guantes.

El arma que empuñaba el hombre también podía no ser de verdad. Era imposible decirlo. Al observar al muchacho, pensó en su propio hijo, no muchos años menor. ¿Kevin habría pensado en algo como aquello? Martin palpó la reproducción que llevaba en el bolsillo, vio que el hombre tenía la vista fija en él. Sacó la mano y la enlazó con la otra.

El muchacho había dicho algo a la cajera, a Sharon Fraser, pero Martin no entendió qué. Debían de tener algún sistema de alarma en el banco. Se confesó a sí mismo que no sabía de qué tipo. ¿Un botón que se oprimía con el pie? ¿En aquellos momentos estaba sonando una alarma en la comisaría de policía?

No se le ocurrió memorizar ningún detalle del aspecto de sus compañeros, aquellas personas que se apretaban como él contra la pared. En realidad, habría sido igual. Lo único que habría podido decir de ellos era que ninguno era viejo, aunque todos menos uno eran adultos. La excepción era un bebé que iba en brazos de su madre. Para él eran sombras, un público sin nombre, sin rostro.

En su fuero interno sentía una necesidad creciente de hacer algo, de actuar. Sentía una enorme indignación. Era lo que siempre sentía cuando se hallaba frente al delito o a un intento de delito. ¿Cómo se atrevían? ¿Quién se creían que eran? ¿Con qué derecho imaginado entraban allí a llevarse lo que no era suyo? Era la misma sensación que experimentaba cuando oía o veía que un país había invadido a otro. ¿Cómo osaban cometer semejante ultraje?

La cajera le estaba entregando dinero. Martin no creía que Ram Gopal hubiera disparado ninguna alarma. Estaba con la mirada fija, petrificado de terror o simplemente inescrutablemente sereno. Observaba a Sharon Fraser que oprimía las teclas del cajero automático que tenía a su lado del que salían billetes en paquetes de cincuenta y cien libras. Los ojos fijos contemplaban los paquetes que, uno tras otro, eran empujados por debajo de la barrera de cristal, mediante la cubeta de metal, hacia la ávida mano enguantada.

El muchacho tomaba el dinero con la mano izquierda, recogiéndolo con rapidez y metiéndolo en una bolsa de lona que llevaba atada a la cintura. Seguía apuntando a Sharon Fraser con la pistola, la pistola de juguete. El hombre amenazaba a los demás, incluido Ram Gopal. Era fácil hacerlo desde donde se hallaba. El interior del banco era pequeño y todos estaban muy juntos. Martin percibió el llanto de una mujer, sollozos ahogados, suaves gemidos.

Su indignación amenazaba con desbordarse. Pero todavía no, todavía no. Se le ocurrió que si la policía tuviera autorización para llevar armas, él podría estar entonces tan acostumbrado a ellas que sabría distinguir si una pistola era auténtica o falsa. El muchacho se había colocado frente a Ram Gopal. Sharon Fraser, una joven y rolliza muchacha, a cuya familia Martin conocía algo -su madre había ido al colegio con la esposa de él- estaba sentada con los puños apretados y sus largas y rojas uñas se le hundían en las palmas. Ram Gopal había empezado a pasar paquetes de billetes por debajo de la barrera de cristal. Casi había terminado. En unos momentos, todo habría acabado y él, Martin, no habría hecho nada.

Contempló al hombre corpulento que retrocedía hacia las puertas. Importaba poco, seguían amenazados por su pistola. Martin deslizó la mano hasta su bolsillo y palpó la enorme arma de Kevin. El hombre lo vio pero no hizo nada. Tenía que abrir aquella puerta, correr los cerrojos, para poder escapar.

Martin se había dado cuenta enseguida de que la pistola de Kevin no era de verdad. Mediante el mismo proceso de reconocimiento y razonamiento, ya que no por experiencia, supo que la pistola de aquel muchacho tampoco era de verdad. El reloj de pared que había sobre los cajeros, tras la cabeza del muchacho, indicaba que eran las nueve y cuarenta y dos. ¡Con qué rapidez había sucedido todo! Sólo media hora antes él se hallaba en aquel garaje. Sólo cuarenta minutos antes había encontrado la reproducción en la cartera de su hijo y la había confiscado.

Se metió la mano en el bolsillo, sacó la pistola de Kevin y gritó:

– ¡Tirad las pistolas!

El muchacho volvió la cabeza lentamente y le miró. Una mujer ahogó un sollozo. La pequeña y frágil pistola que empuñaba el muchacho pareció temblar. Martin oyó que la puerta principal golpeaba la pared al abrirse. No oyó marcharse al hombre, al hombre que llevaba la pistola de verdad, pero sabía que se había marchado. Una ráfaga de aire barrió el banco. La puerta de cristal se cerró de golpe. El muchacho se quedó mirando a Martin con ojos extrañamente impenetrables, quizá drogados, sosteniendo su pistola como si en cualquier momento pudiera dejarla caer, como si estuviera realizando una prueba para ver hasta qué punto podía dejarla suspendida de un dedo antes de que cayera.

Alguien entró en el banco. La puerta de cristal se abrió hacia adentro. Martin gritó:

– ¡Atrás! ¡Llame a la policía! ¡Enseguida! Se ha producido un atraco.

Dio un paso al frente, hacia el muchacho. Sería fácil, era fácil, el verdadero peligro había pasado. Apuntaba con su pistola al muchacho y éste temblaba. Martin pensó: «¡Lo habré hecho yo, yo solo, Dios mío!».

El muchacho apretó el gatillo y una bala le atravesó el corazón.

Martin cayó. No se dobló, sino que se desplomó en el suelo como si las rodillas le hubieran flaqueado. Le salió sangre por la boca. No emitió ningún ruido más que una débil tos. Su cuerpo se doblegó, como en una película, a cámara lenta; con las manos agarró el aire, pero con movimientos débiles y elegantes, y poco a poco se derrumbó hasta quedar completamente inmóvil, con la vista fija hacia arriba sin ver el techo abovedado del banco.

Por un momento todo quedó en silencio; luego, la gente empezó a gritar y chillar. Se agolparon en torno al hombre agonizante. Brian Prince, el director del banco, salió del despacho de atrás y con él salieron algunos miembros del personal. Ram Gopal ya estaba al teléfono. El bebé prorrumpió en desesperado y desgarrador llanto mientras su madre chillaba y farfullaba y rodeaba con sus brazos al niño. Sharon Fraser, que conocía a Martin, se acercó a él y se arrodilló a su lado, llorando y retorciéndose las manos, pidiendo a gritos justicia.

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