Ruth Rendell - Un Beso Para Mi Asesino

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El libro arranca con la muerte de un policía en el atraco a un banco en el que inocentemente se ve envuelto y además, con un triple crimen perpetrado en una mansión. Casos aparentemente inconexos en cuya resolución se ve implicado el inspector jefe Wexford y que se verán seguidos de desconcertantes hechos que, como piezas de un complejo puzzle, tendrán que ser encajados adecuadamente para llegar al culpable.

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De todos modos, a él no le explicarían nada, sino que o le dirían que había muerto o que se mantenía «estable» o que estaba «cómoda». En cualquier caso, la agente de policía Rosemary Mountjoy se encontraba con ella, se sentaría ante la puerta de la habitación hasta la mañana siguiente y sería relevada a las ocho por la agente Anne Lennox.

Subió rápidamente la escalera para ver si Dora todavía estaba despierta. La luz que entró por la puerta abierta no le dio en la cara sino en una franja amplia sobre el brazo que estaba fuera de las sábanas, la manga de su camisón, la mano más bien pequeña con uñas redondeadas y rosadas. Estaba sumida en un profundo sueño y su respiración era regular y lenta. Podía dormir fácilmente entonces, a pesar de lo que había sucedido aquella noche, a pesar de Sheila y el cuarto miembro de su grupo al que él ya llamaba «ese miserable». Ella le exasperaba de un modo irrazonable. Se retiró y cerró la puerta, volvió a bajar y en la sala de estar buscó en el revistero el Independent on Sunday de dos días atrás.

La sección de reseñas todavía estaba allí, entre el Radio Times y alguna revista gratuita. Lo que buscaba él era la entrevista de Win Carver y el gran retrato a doble página que él recordaba. En la página once. Se sentó en un sofá y lo encontró. Tenía aquel rostro ante sí, el rostro que había visto una hora antes muerto, cuando Sumner-Quist lo había levantado agarrándole un mechón de pelo como un verdugo que sostuviera una cabeza recién cortada.

El texto comenzaba como una sola columna a la izquierda. Wexford miró la fotografía. El retrato era el de una mujer que sólo toleraría verse a sí misma con aquel aspecto si hubiera tenido un éxito abrumador en campos distantes del triunfo de la juventud y la belleza. No eran arrugas lo que había en aquel rostro sino las profundas mellas del tiempo y los dobleces de la edad. En un nido de arrugas sobresalía la nariz picuda y los labios se curvaban en una media sonrisa irónica y amable a la vez. Los ojos todavía eran jóvenes, oscuros, iris ardientes y blancos claros en la maraña de pliegues.

El titular decía: Davina Flory, el primer volumen de cuya biografía publica St. Giles Press al precio de 16 libras. Volvió la página y vio una fotografía de cuando era joven: una chiquilla con vestido de terciopelo y cuello de encaje, diez años más tarde una muchacha crecida con un jersey de cuello cisne, sonrisa misteriosa, pelo cortado a lo chico y uno de aquellos vestidos sin cintura con un cinturón en la cadera.

Las letras bailaban ante sus ojos. Wexford bostezó ostensiblemente. Estaba demasiado cansado para leer el artículo aquella noche; dejó el periódico abierto sobre la mesa y volvió a subir al piso de arriba. La noche transcurrida parecía inmensamente larga, un corredor de acontecimientos con Sheila y aquel miserable en la abertura del túnel, distantes pero presentes.

Mientras el lector recurría a una revista, el no lector acudía a un libro en busca de ayuda.

Burden entró en su casa al oír a su hijo gritar. Cuando llegó arriba, el ruido había cesado y Mark se consolaba en brazos de su madre. Burden oyó que ella le decía, en ese tono didáctico que tenía ella tan tranquilizador, que el diplodocus, el reptil de dos crestas, hacía dos millones de años que no existía y que, en cualquier caso, no se sabía que nunca hubiera habitado en armarios de juguetes.

Cuando ella entró en su dormitorio Burden se encontraba en la cama, sentado con el ejemplar de La menor de nueve que le había regalado a ella por su cumpleaños sobre las rodillas.

Ella le besó, entró en una descripción detallada de la pesadilla de Mark, lo cual le distrajo un rato de la nota biográfica que había estado leyendo en la solapa posterior de la cubierta del libro. En aquel momento decidió no decirle nada de lo que había ocurrido. No se lo contaría hasta la mañana siguiente. Ella había sido una gran admiradora de la mujer muerta, seguía sus viajes y coleccionaba sus obras. La charla que habían mantenido en la cama la noche anterior había sido referente a este libro, la infancia de Davina Flory y las primeras influencias que ayudaron a formar el carácter de esta distinguida antropóloga y «geosocióloga».

– No puedes empezar a leer mi libro hasta que yo no lo haya terminado -dijo ella adormilada, dándose la vuelta y hundiendo la cabeza en las almohadas-. De todos modos, ¿no podemos apagar la luz?

– Dos minutos. Sólo para relajarme un poco. Buenas noches, cariño.

A diferencia de muchos escritores a partir de cierta edad, a Davina Flory no le importaba que apareciera publicada la fecha de su nacimiento. Tenía setenta y ocho años, nació en Oxford y había sido la menor de los nueve hijos de un profesor de griego. Educada en el Lady Margaret Hall, y posteriormente con un doctor en filosofía de Londres, se había casado en 1935 con un compañero de estudios en Oxford, Desmond Cathcarth Flory. Juntos habían emprendido la rehabilitación de los jardines de la casa de él, Tancred House, en Kingsmarkham, y habían iniciado la plantación del famoso bosque.

Burden leyó el resto, apagó la luz, permaneció contemplando la oscuridad y pensando en lo que había leído. Habían matado a Desmond Flory en Francia en 1944, ocho meses antes de que naciera su hija Naomi. Dos años más tarde, Davina Flory comenzó sus viajes por Europa y Oriente Próximo y se volvió a casar en 1951. Burden había olvidado el resto, el nombre del nuevo marido, los títulos de todas sus obras.

Nada de esto importaba. Que Davina Flory hubiera sido quien era no resultaba más importante que si hubiera sido lo que Burden llamaba «una persona corriente». Era posible que los hombres que la habían matado no tuvieran idea de su identidad. Muchos de los que Burden conocía en el ejercicio de su trabajo ni siquiera sabían leer. Para el asesino o los asesinos de Tancred House, ella había sido sólo una mujer que poseía joyas y que vivía en un lugar aislado. Ella, su esposo, su hija y nieta eran vulnerables y estaban desprotegidos y eso era suficiente para ellos.

Lo primero que vio Wexford cuando despertó fue el teléfono. Normalmente, lo primero que veía era el despertador Marks & Spencer, en forma de arco que o bien estaba sonando o bien a punto de hacerlo. No podía recordar el número de teléfono del Stowerton Royal Infirmary. La agente Mountjoy habría telefoneado si hubiera sucedido algo.

En el correo, sobre la esterilla, había una postal de Sheila. La había enviado desde Venecia cuatro días antes, mientras se encontraba allí con aquel hombre. La fotografía era de un lúgubre interior barroco, un pulpito y colgaduras sobre él, probablemente mármol pero con intención de que pareciera tela. Sheila había escrito: «Acabamos de visitar los Gesuiti, que es la iglesia favorita de broma de Gus en todo el mundo, aunque no hay que confundirla, dice, con los Gesuati. La alfombra de piedra produce un poco de frío en los pies y aquí te quedas congelada. Muchos besos, S.».

La hará ser tan pretenciosa como él. Wexford se preguntó qué significaba aquella postal. ¿Qué era una iglesia de broma y, puestos a preguntar, qué era una alfombra de piedra?

Con la sección de reseñas del Independent on Sunday en el bolsillo, fue al trabajo en coche. Ya habían empezado a sacar muebles y equipo para montar un centro de coordinación en Tancred House. La investigación se llevaría a cabo desde allí.

Hinde le dijo cuando entró que un fabricante de sistemas les ofrecía, sin cargo alguno, como gesto de buena voluntad, ordenadores, procesadores de texto con impresoras láser, accesorios de impresora, estaciones de trabajo, software y máquinas de fax.

– El director general es presidente de los tories locales -explicó Hinde-. Un tipo llamado Pagett, Graham Pagett. Ha llamado por teléfono. Dice que es su manera de llevar a cabo la política del gobierno de que luchar contra el crimen es cosa de cada individuo.

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