Ruth Rendell - Un Beso Para Mi Asesino

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El libro arranca con la muerte de un policía en el atraco a un banco en el que inocentemente se ve envuelto y además, con un triple crimen perpetrado en una mansión. Casos aparentemente inconexos en cuya resolución se ve implicado el inspector jefe Wexford y que se verán seguidos de desconcertantes hechos que, como piezas de un complejo puzzle, tendrán que ser encajados adecuadamente para llegar al culpable.

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Todo esto Vine logró descifrarlo de las oscuridades y digresiones de Littlebury. Mientras hablaba, no cesaba de asentir como un mandarín chino.

– Viajo mucho, voy de un lado a otro. Paso una considerable cantidad de tiempo en la Europa del Este, un fecundo mercado desde que cesó la Guerra Fría. Déjeme que le cuente una cosa muy graciosa que ocurrió cuando cruzaba la frontera entre Bulgaria y Yugoslavia…

Una anécdota sobre el tema perenne de la ineptitud burocrática amenazaba. Vine ya había soportado tres y le interrumpió bruscamente.

– Respecto a Andy Griffin, señor. ¿Fue empleado suyo en otro tiempo? Estamos ansiosos por conocer su paradero durante los días anteriores a su muerte.

Al igual que la mayoría de narradores de anécdotas, a Littlebury no le gustó que le interrumpieran.

– Sí, bueno, a eso iba. Hace casi un año que no he visto a ese tipo. ¿Son conscientes de ello?

Vine asintió, aunque no lo era. Si ponía reparos podría tener que oír más aventuras de Preston Littlebury en los Balcanes durante aquel año.

– ¿Usted le dio empleo?

– En cierto modo. -Littlebury hablaba con cuidado, sopesando cada palabra-. Depende de lo que entienda por «dar empleo». Si se refiere a si le tenía en lo que creo que en lenguaje común se llama «nómina», la respuesta ha de ser un no rotundo. No era cuestión, por ejemplo, de darle de alta de la Seguridad Social o de dedicarme a efectuar ciertos ajustes en el Impuesto sobre la Renta. Si, por el contrario, se refiere a trabajos ocasionales, a un papel de hombre para todo, debo decirle que está en lo cierto. Durante un corto período de tiempo Andrew Griffin recibía lo que lo llamaré un emolumento elemental.

Littlebury juntó las yemas de sus dedos y miró con ojos brillantes a Vine por encima de ellos.

– Realizaba tareas menores como lavarme el coche y barrer el patio. Sacaba a pasear a mi perrito, actualmente fallecido. En una ocasión, recuerdo, me cambió una rueda que se me pinchó.

– ¿Alguna vez le pagó en dólares?

Si alguien le hubiera dicho a Vine que este hombre, este epítome del refinamiento y la pedantería, o como él mismo sin duda lo habría expresado, de la civilización, utilizaría la frase favorita del presidiario, no lo habría creído. Pero eso fue lo que Preston Littlebury hizo.

– Podría haberlo hecho.

Fue pronunciado de la manera más taimada que Vine jamás había oído. Ahora, pensó, el hombre probablemente empezaría a efectuar aquellas otras revelaciones: «Para ser totalmente honesto con usted» era una de ellas; «Para decirle la absoluta verdad» era otra. Littlebury sin duda no tendría ocasión de utilizar el mayor embuste del acusado: «Juro por la vida de mi esposa y de mis hijos que soy inocente». De todos modos, él no parecía tener ni esposa ni hijos y su perro había muerto.

– ¿Lo hizo, señor, o no lo hizo? ¿O no puede recordarlo?

– Hace mucho tiempo.

¿De qué tenía miedo? No mucho, pensó Vine. No demasiado para que el fisco se enterara de sus transacciones secretas. Muy probablemente traficaba en dólares. A los países de la Europa oriental les gustaban más que las libras esterlinas, mucho más que sus propias monedas.

– Encontramos un número de billetes de dólares… en posesión de Griffin.

– Es una moneda universal, sargento.

– Sí. O sea que alguna vez pudo haberle pagado en dólares, señor, pero no lo recuerda.

– Es posible que lo hiciera. Una o dos veces.

Sin sentirse tentado ya a ilustrar cada contestación con una historia divertida, Littlebury de pronto pareció molesto. Se quedó sin palabras. Ya no le brillaban los ojos y sus manos se movían nerviosas en su regazo.

Vine estaba inspirado y preguntó rápidamente:

– ¿Tiene usted una cuenta bancaria en Kinhgsmarkham, señor?

– No, no la tengo. -Lo dijo con aspereza. Vine recordó que vivía en Londres, aquello no era más que un retiro ocasional o de fin de semana. Pero sin duda se quedaba allí algunos lunes y necesitaba dinero en efectivo…-. ¿Quiere preguntarme alguna otra cosa? Tenía la impresión de que esta investigación se refería a Andrew Griffin, no a mis asuntos pecuniarios personales.

– Los últimos días de su vida, señor Littlebury. Francamente, no sabemos dónde los pasó. -Vine le mencionó las fechas pertinentes-. Desde un domingo por la mañana hasta un martes por la tarde.

– No los pasó conmigo. Yo me encontraba en Leipzig.

La policía de Manchester confirmó la muerte de Dane Bishop. El certificado de defunción indicaba que la causa de la muerte había sido un fallo cardíaco provocado por una neumonía. Tenía veinticuatro años y vivía en una dirección de Oldham. La razón de que no hubiera acudido al aviso de Wexford había sido su falta de antecedentes. Sólo había un delito contra él y había tenido lugar unos tres meses después de la muerte de Caleb Martin: robo en una tienda de Manchester.

– Haré que acusen a ese Jem Hocking de asesinato -dijo Wexford.

– Ya está en la cárcel -medio objetó Burden.

– Aquello no es lo que yo considero una cárcel. No una auténtica cárcel.

– No pareces tú -dijo Burden.

20

– Si la señorita Jones hubiera muerto, es decir, la señorita Davina Jones -dijo Wilson Barrowby, el abogado-, no cabe duda de que su padre, el señor George Godwin Jones habría heredado la finca, en realidad lo habría heredado todo.

»No existen otros herederos. La señorita Flory era la más joven de su familia. -Esbozó una sonrisa triste-. En verdad, sabemos que era «la menor de nueve», y era cinco años más joven que su hermano más joven y no menos de veinte años más joven que su hermana mayor.

»No había primos hermanos. El profesor Flory y su esposa eran ambos hijos únicos. No eran una familia prolífica. El profesor Flory podría haber esperado tener dieciocho o veinte nietos. De hecho, tuvo seis, y uno de ellos era Naomi Jones. Sólo uno de los hermanos de la señorita Flory tenía más de un hijo y de estos dos el mayor murió de niño. Entre los cuatro sobrinos supervivientes de la señorita Flory hace diez años, tres no eran mucho más jóvenes que ella y el cuarto sólo tenía dos años menos que ella. Esa sobrina, la señora Louise Merritt, murió en febrero en el sur de Francia.

– ¿Y sus hijos? -preguntó Wexford-. Los sobrinos nietos.

– Los sobrinos nietos no heredan si no hay testamento ni si éste existe como en este caso, a menos que sean mencionados específicamente en ese testamento. Sólo hay cuatro, los hijos de la señora Merritt, que viven en Francia, y el hijo y la hija de un sobrino y sobrina mayores. Pero como les he dicho, no heredan. Según los términos del testamento, como creo que ya sabe usted, lo dejó todo a la señorita Davina Jones con la estipulación de que el señor Copeland tuviera un usufructo vitalicio de Trancred House y pudiera vivir allí de por vida, y lo mismo en el caso de la señora Naomi Jones, a quien debía permitírsele vivir allí hasta su muerte. Creo que también sabe usted que además de la casa, los terrenos y los muebles y joyas extremadamente valiosos, existía una fortuna de casi un millón de libras, una gran suma en estos días. También están los royalties de los libros de la señorita Flory, que ascienden a unas quince mil libras al año.

A Wexford le pareció suficiente. Justificaba su descripción hecha a Joyce Virson de que Daisy era «rica». Hacía esta visita aplazada al abogado de Davina Flory porque hasta entonces no había creído por completo que los asesinos de Tancred fueran en cierto sentido «alguien de dentro». Gradualmente, había visto que el robo, al menos el robo real de las joyas, tenía poco que ver con estas muertes. El motivo estaba más cerca del hogar. Se hallaba en algún lugar de esta telaraña de relaciones, pero ¿dónde? ¿Había en algún lugar por alguna razón un pariente que se había escapado de la red de Barrowby?

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