Ruth Rendell - Un Beso Para Mi Asesino

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El libro arranca con la muerte de un policía en el atraco a un banco en el que inocentemente se ve envuelto y además, con un triple crimen perpetrado en una mansión. Casos aparentemente inconexos en cuya resolución se ve implicado el inspector jefe Wexford y que se verán seguidos de desconcertantes hechos que, como piezas de un complejo puzzle, tendrán que ser encajados adecuadamente para llegar al culpable.

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– Entiendo. Sigue, por favor.

– Mamá dijo que había oído ruidos arriba y Davina respondió que debía de ser la gata. Después se oyó mucho ruido, más del que Queenie suele hacer. Fue como si algo se cayera al suelo. He estado pensando en ello desde entonces y creo que tal vez fuera un cajón del tocador de Davina al abrirlo. Harvey se levantó y dijo que iría a mirar.

«Seguimos comiendo. No estábamos preocupadas, entonces no. Recuerdo que mi madre miró el reloj y dijo algo respecto a que le gustaría que Joanne llegara media hora más tarde los martes porque tenía que cenar demasiado deprisa.

Entonces oímos un disparo y después otro. Fue un ruido terrible.

»Nos levantamos de un salto. Mi madre y yo; Davina siguió sentada donde estaba. Mi madre soltó un grito. Davina no dijo nada ni se movió… bueno, agarró la servilleta con la mano. Se aferró a su servilleta. Mamá se quedó mirando fijamente hacia la puerta y yo aparté mi silla y me precipité a la puerta -o creo que lo hice, quise hacerlo- quizá sólo me quedé allí de pie. Mamá dijo: "No, no" o algo así. Me detuve, estaba allí de pie, paralizada. Davina volvió la cabeza hacia la puerta. Y entonces él entró.

»Harvey había dejado la puerta medio abierta, bueno, un poco abierta. El hombre la acabó de abrir de una patada y entró. He intentado recordar si alguien gritó pero no lo recuerdo, no lo sé. Debimos de hacerlo. Él… disparó a Davina en la cabeza. Sostenía el arma con las dos manos, como hacen en las películas. Después disparó a mamá.

»No recuerdo con claridad lo que ocurrió a continuación. Me he esforzado por recordarlo, pero algo me lo impide; supongo que es normal cuando has vivido algo así, pero me gustaría poder recordar.

»Tengo la impresión de que caí al suelo. Me agazapé en el suelo. Sé que oí que se ponía en marcha un coche. Ése, el otro, había estado en el piso de arriba, creo que era el que oímos. El que me disparó estuvo abajo todo el rato, y cuando nos disparó, el otro salió deprisa y puso el coche en marcha. Eso es lo que creo.

– ¿Puedes describir al que te disparó?

Wexford contenía el aliento, esperando que ella dijera, temiendo que ella dijera que no podía recordarlo, que también esto había sido absorbido y destruido por la impresión. Su rostro se había contraído, casi deformado, con el esfuerzo por concentrarse, el recuerdo de sucesos casi intolerablemente dolorosos. Pareció desaparecer, como si se hubiera aliviado un poco. El alivio la calmó, como cuando se suspira.

– Puedo describirle. Puedo hacerlo. Me he obligado a mí misma a hacerlo. Lo que pude ver de él. Era… bueno, no demasiado alto pero corpulento, de complexión fuerte, muy rubio. Quiero decir que tenía el pelo rubio. No pude verle la cara, llevaba una máscara.

– ¿Una máscara? ¿Te refieres a una capucha? ¿Una media en la cabeza?

– No sé. No sé. He intentado recordarlo porque sabía que me lo preguntaría pero no lo sé. Pude verle el pelo. Sé que lo tenía rubio, corto y espeso, pelo rubio bastante espeso. Pero no habría podido verle el pelo si hubiera llevado una capucha, ¿no? ¿Sabe cuál es la impresión que tengo?

Él negó con la cabeza.

– Que era una máscara como la que la gente lleva cuando hay contaminación. O incluso una de esas máscaras que llevan los leñadores cuando están utilizando una sierra de cadena. Pude verle el pelo y la barbilla. Pude verle las orejas, pero eran orejas corrientes, ni grandes ni de soplillo ni nada parecido. Y su barbilla también era corriente, tal vez tuviera un hoyuelo en ella, una especie de pequeño hoyuelo.

– Daisy, hiciste muy bien. Hiciste muy bien fijándote en todo esto antes de que te disparara.

Al oír estas palabras la muchacha cerró los ojos y contrajo el rostro. Wexford comprendió que era demasiado pronto para hablar del disparo, del ataque a ella. Comprendió el terror que debía de evocar en ella, que ella también habría podido morir en aquella habitación de muerte.

Una enfermera asomó la cabeza por la puerta.

– Estoy bien -dijo Daisy-. No estoy cansada, no me estoy excediendo. De veras.

La cabeza se retiró. Daisy tomó otro sorbo del vaso de la mesilla de noche.

– Vamos a hacer un retrato del hombre basándonos en lo que has podido decirme -dijo Wexford-. Y cuando estés mejor y hayas salido de aquí, te pediré si quieres volver a contar todo esto en forma de declaración. También, con tu permiso, lo grabaremos en cinta. Sé que será duro para ti, pero no digas que no ahora, piénsalo.

– No tengo que pensar -replicó ella-. Haré la declaración.

– Entretanto, me gustaría volver y hablar contigo otra vez mañana. Pero antes, me gustaría que me dijeras una cosa. ¿Joanne Garland llegó a ir a tu casa?

Daisy pareció reflexionar. Se quedó muy quieta.

– No lo sé -respondió por fin-. Quiero decir, no la oí llamar a la puerta ni nada. Pero después de que me dispararan pudieron ocurrir toda clase de cosas sin que yo me enterara. Estaba sangrando, quería llegar al teléfono, me concentré en la tarea de arrastrarme hasta el teléfono y llamarles a ustedes, la policía, a una ambulancia, antes de morir desangrada; realmente pensé que iba a morir desangrada.

– Sí -dijo él-, sí.

– Ella pudo haber ido después de que ellos, los hombres, se marcharan. No lo sé, es inútil que me pregunte a mí porque no lo sé. -Vaciló, y luego dijo con voz baja-: ¿Señor Wexford?

– ¿Sí?

Por un momento Daisy no dijo nada. Bajó la cabeza y el abundante cabello castaño oscuro cayó hacia delante, cubriéndole la cara, el cuello y los hombros como un velo. Levantó la mano derecha, aquella mano delgada, blanca y de largos dedos, y se peinó el pelo, tomó un mechón y lo apartó. Alzó la mirada hacia Wexford, con expresión tensa, intensa, el labio superior curvado de dolor o incredulidad.

– ¿Qué será de mí? -le preguntó-. ¿Adonde iré? ¿Qué haré? Lo he perdido todo. Todo lo que importa.

No era el momento de recordarle que sería rica, que no todo había desaparecido. Lo que para muchos significa que la vida vale la pena le quedaba en abundancia. Jamás había visto a nadie creer ciegamente en el adagio que dice que el dinero no hace la felicidad. Pero permaneció callado.

– Debería haber muerto. Habría sido mejor para mí morirme. Tenía un miedo horrible a morirme. Creí que moría cuando la sangre me salía a borbotones y estaba aterrada… oh, estaba tan asustada… Lo curioso es que no me dolía. Me duele más ahora que entonces. Se diría que algo que te entra en la carne tiene que doler terriblemente, sin embargo no sentía ningún dolor. Pero habría sido mejor que me muriera, ahora lo sé.

– Sé que me arriesgo a que me consideres de esos que reparten los viejos placebos. Pero no te sentirás así siempre. Pasará -dijo Wexford.

Ella le miró fijamente, y dijo con voz bastante imperiosa:

– Entonces, le veré mañana.

– Sí.

Ella le tendió la mano y él se la estrechó. Sus dedos estaban fríos y muy secos.

9

Wexford se fue pronto a casa. Tenía la sensación de que ésa podía ser la última vez que llegara a casa a las seis en mucho tiempo.

Dora estaba en el vestíbulo, colgando el teléfono, cuando él entró.

Ella dijo:

– Era Sheila. Si hubieras llegado un segundo antes habrías podido hablar con ella.

Una réplica sardónica acudió a sus labios pero se contuvo. No había motivo para mostrarse desagradable con su esposa. Ella no tenía la culpa de nada. En realidad, en aquella cena del martes, ella había hecho todo lo posible para facilitar las cosas, para apagar el tono de rencor y suavizar el sarcasmo.

– Van a venir -dijo Dora en tono neutro.

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