Ruth Rendell - Un Beso Para Mi Asesino

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El libro arranca con la muerte de un policía en el atraco a un banco en el que inocentemente se ve envuelto y además, con un triple crimen perpetrado en una mansión. Casos aparentemente inconexos en cuya resolución se ve implicado el inspector jefe Wexford y que se verán seguidos de desconcertantes hechos que, como piezas de un complejo puzzle, tendrán que ser encajados adecuadamente para llegar al culpable.

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Wexford se sentó en el asiento del pasajero.

– ¿Qué hora dijo que era cuando llegó a casa anoche?

– Las ocho y veinte, ocho y veinticinco, es lo más aproximado que puedo calcular. No creo que tengan ninguna razón para que sea exacto en cuanto a la hora. -Su tono de voz mostraba cierta impaciencia-. Sé que estaba en casa cuando el reloj dio la media.

– ¿Conoce a la señora Bib Mew, que trabaja en la casa?

Gabbitas pareció divertido.

– Sé a quién se refiere. No sabía que se llamaba así.

– La señora Mew salió de allí en su bicicleta a las ocho menos diez, anoche, y llegó a su casa, en Pomfret Monachorum, hacia las ocho y diez. Si usted llegó a casa a las ocho y veinte, es probable que se cruzara con ella en el camino. Ella también utilizó el camino secundario.

– No me crucé con ella -dijo Gabbitas escueto-. Ya se lo he dicho, no me crucé con nadie, no vi a nadie.

Habían atravesado el pinar y llegado al cottage donde él vivía. La actitud de Gabbitas, cuando hizo entrar a Wexford, se había vuelto ligeramente más amable. Wexford le preguntó dónde había estado el día anterior.

– Podando árboles cerca de Midhurst. ¿Por qué?

Era una casa de soltero, ordenada, funcional, de aspecto un poco pobre. La sala de estar en la que hizo entrar a Wexford estaba dominada por objetos que la convertían en una oficina, un escritorio con un ordenador, archivador metálico gris, montones de ficheros. Unas estanterías llenas de enciclopedias casi cubrían una pared. Gabbitas apartó de una silla un montón de carpetas y libros de ejercicios y se la ofreció a Wexford. Éste insistió:

– ¿Y vino a casa por el camino secundario?

– Ya se lo he dicho.

– Señor Gabbitas -dijo Wexford bastante malhumorado-, debe de haber visto suficiente televisión, si no lo sabe por ninguna otra fuente, para comprender que la finalidad de un policía al preguntarle dos veces lo mismo es, francamente, eliminarle como sospechoso.

– Lo siento -dijo Gabbitas-. De acuerdo, lo sé. Sólo es que… bueno, a una persona que cumple con la ley no le gusta mucho que se piense que ha hecho algo malo. Espero que se me crea.

– Sí, es posible. Eso es muy idealista en el mundo en que vivimos. Me pregunto si ha estado pensando mucho en este asunto, hoy. Mientras permanecía en la soledad del bosque cerca de Midhurst, por ejemplo. Sería natural pensar en ello.

Gabbitas dijo escuetamente:

– Sí, he estado pensando en ello. ¿Quién puede evitar pensar en ello?

– Acerca del coche en el que llegaron los que perpetraron esta… esta matanza, por ejemplo. ¿Dónde estaba aparcado mientras ellos se hallaban en la casa? ¿Dónde estaba cuando usted regresó a casa? No huía por el camino secundario, pues usted se habría cruzado con él. Daisy Flory efectuó su llamada al 999 a las ocho y veintidós, unos minutos después de que ellos se marcharan. Se arrastró tan deprisa como pudo porque tenía miedo de morir desangrada -Wexford observaba el rostro del hombre mientras hablaba. Estaba impasible pero tensó un poco los labios-. O sea que el coche no pudo huir por el camino secundario o usted lo habría visto.

– Es evidente que debieron irse por el camino principal.

– Da la casualidad de que había un coche patrulla en la B 2428 a esa hora y se le avisó que bloqueara el camino y observara todos los vehículos a partir de las ocho y veinticinco. Según los agentes que iban en ese coche, ningún vehículo de ninguna clase pasó hasta las ocho y cuarenta y ocho, cuando llegó nuestro convoy con la ambulancia. También se puso un control en la B 2428 en la dirección de Cambery Ashes. Quizás esto se hizo demasiado tarde. Hay algo que tal vez pueda usted decirme: ¿existe alguna otra salida?

– ¿Por el bosque quiere decir? Un jeep quizá podría salir si el conductor conociera el bosque. Si lo conociera como la palma de su mano. -El tono de Gabbitas era de extrema duda-. No estoy seguro de que yo pudiera hacerlo.

– Pero usted no hace tanto tiempo que vive aquí, ¿verdad?

Como si le pareciera que se le pedía una explicación y no una respuesta, Gabbitas dijo:

– Doy clases un día a la semana en el Sewingbury Agricultural College. Acepto trabajos particulares. Soy arboricultor, entre otras cosas.

– ¿Cuándo llegó aquí?

– El pasado mayo. -Gabbitas se llevó la mano a la boca, se frotó los labios-. ¿Cómo está Daisy?

– Está bien -respondió Wexford-. Se pondrá bien… físicamente. Su estado psicológico es otra cosa. ¿Quién vivía aquí antes de que viniera usted?

– Unos que se llamaban Griffin. -Gabbitas lo deletreó-. Una pareja y su hijo.

– ¿Su trabajo se limitaba a la finca o realizaban trabajos externos como usted?

– El hijo era mayor. Tenía un empleo, no sé de qué. En Pomfret o Kingsmarkham, creo. Griffin, creo que su nombre de pila era Gerry, o quizá Terry, sí, Terry, se ocupaba de los bosques. Su esposa se dedicaba a sus labores. Creo que a veces trabajaba en la casa.

– ¿Por qué se fueron? No era sólo un trabajo lo que abandonaban, también era una casa.

– Él se estaba haciendo viejo. No tenía sesenta y cinco años pero estaba envejeciendo. Creo que el trabajo era demasiado para él; se jubiló antes de tiempo. Tenían una casa adonde ir, un sitio que habían comprado. Es todo lo que sé de los Griffin. Sólo les vi una vez, cuando me dieron este trabajo y me enseñaron la casa.

– Supongo que los Harrison sabrán más cosas.

Por primera vez, Gabbitas sonrió realmente. Tenía el rostro atractivo y amistoso cuando sonreía y sus dientes eran espectaculares.

– No se hablaban.

– ¿Quién? ¿Los Harrison y los Griffin?

– Brenda Harrison me dijo que no se hablaban desde que Griffin la había insultado unos meses antes. No sé lo que le dijo o hizo, ella no me contó nada más.

– ¿Cuál fue el verdadero motivo de que se fueran?

– No lo sé.

– ¿Sabe dónde está la casa a la que se mudaron? ¿Dejaron alguna dirección?

– A mí no. Creo que dijeron por Myringham. No muy lejos. Recuerdo claramente Myringham. ¿Quiere un café? ¿Un té o algo?

Wexford declinó la invitación. También declinó la oferta de Gabbitas de llevarle en coche hasta donde estaba el suyo, aparcado frente a la sala de coordinación.

– Es de noche. Será mejor que lleve una linterna. -Añadió-: Ése era su sitio, de Daisy. Esos establos eran como una especie de santuario privado para ella. Su abuela los hizo construir para ella. -Gabbitas era como un genio de las noticias bomba, pequeñas revelaciones-. Daisy pasaba horas allí sola. Haciendo sus cosas, lo que fuera.

Se habían adueñado de su santuario sin siquiera pedirle permiso. O, si habían pedido permiso y se lo habían concedido, no había sido cosa de la propietaria de los establos. Wexford anduvo por el sinuoso sendero que atravesaba el pinar, ayudado por la linterna que Gabbitas le había prestado. Se le ocurrió cuando apareció a la vista el bulto oscuro, la parte posterior no iluminada, de Tancred House que todo aquello probablemente pertenecía a Daisy Flory. A menos que hubiera otros senderos, pero si los había, los artículos periodísticos y las necrologías no los habían mencionado.

Todo aquello había ido a parar a ella por los pelos. Si la bala hubiera entrado unos centímetros más abajo, la muerte le habría arrebatado su herencia. Wexford se preguntó por qué estaba tan seguro de que su herencia sería una desventaja para ella, que cuando se enterara de lo que algunos llamarían su buena suerte, retrocedería.

Hinde había comprobado los artículos reseñados en la lista que había hecho Brenda Harrison con la compañía de seguros de Davina Flory. Un collar de azabache, un collar de perlas que, a pesar de lo que Brenda pudiera imaginar, probablemente no eran auténticas, un par de anillos de plata, un brazalete de plata y un broche de plata y ónice no estaban asegurados.

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