Ruth Rendell - Un Beso Para Mi Asesino

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El libro arranca con la muerte de un policía en el atraco a un banco en el que inocentemente se ve envuelto y además, con un triple crimen perpetrado en una mansión. Casos aparentemente inconexos en cuya resolución se ve implicado el inspector jefe Wexford y que se verán seguidos de desconcertantes hechos que, como piezas de un complejo puzzle, tendrán que ser encajados adecuadamente para llegar al culpable.

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La vida de Davina Flory no había sido suficientemente prolongada. La muerte le había sobrevenido de una manera no natural y con la máxima violencia. Wexford, que se hallaba quieto en la sala de coordinación, dejó los periódicos a un lado y examinó la lista impresa que Gerry Hinde le había hecho de las joyas que faltaban. No había muchas, pero las que había parecían valiosas. Después cruzó el patio para dirigirse a la casa.

Habían limpiado el vestíbulo. Apestaba al tipo de desinfectante que huele como una combinación de lisol y jugo de lima. Brenda Harrison estaba recolocando los adornos que habían sido situados en lugares incorrectos. Su rostro prematuramente arrugado tenía una expresión de intensa concentración, la causa sin duda de las arrugas. En la escalinata, tres escalones más arriba, donde la alfombra, quizá manchada para siempre, estaba cubierta con una lona, se hallaba sentada la gata persa llamada Queenie.

– Se alegrará de saber que Daisy se está recuperando -anunció Wexford.

Ella ya lo sabía.

– Uno de los policías me lo ha dicho -dijo sin entusiasmo.

– ¿Cuánto tiempo hace que usted y su esposo trabajan aquí, señora Harrison?

– Va para diez años.

Wexford se sorprendió. Diez años es mucho tiempo. Habría esperado más demostraciones afectivas hacia la familia después de tantos años, más sentimiento.

– ¿El señor y la señora Copeland eran buenos amos?

Ella se encogió de hombros. Estaba limpiando el polvo de una lechuza roja y azul del Crown Derby y la volvió a dejar sobre la pulida superficie antes de hablar. Después, dijo de modo pensativo, como si hubiera reflexionado bastante antes de hablar:

– No se mostraban superiores. -Vaciló, y añadió con orgullo-: Al menos, no con nosotros.

La gata se levantó, se estiró y caminó lentamente en dirección a Wexford, Se detuvo enfrente de él, se erizó, le miró ceñuda y, repentinamente, echó a correr escaleras arriba. Al cabo de unos momentos, comenzaron los ruidos. Parecía un caballo en miniatura galopando por el pasillo, con golpes, choques y reverberaciones.

Brenda Harrison encendió una luz, y después otra.

– Queenie siempre hace esto a esta hora -explicó.

– ¿Causa algún daño?

Una leve sonrisa movió sus facciones, ensanchó sus mejillas unos dos centímetros. Eso le indicó a Wexford que era una de esas personas que se divierten con las travesuras de los animales. Su sentido del humor se limita casi exclusivamente a los chimpancés que toman el té, los perros antropomórficos, los gatitos con gorra. Son los que mantienen los circos con vida.

– Podría subir dentro de media hora -dijo ella- y no notaría que ella ha estado allí.

– ¿Y siempre lo hace a esta hora?

Consultó su reloj: eran las seis menos diez.

– Más o menos, sí. -Le miró de reojo, sonriendo un poco-. Es más lista que el hambre, pero no sabe decir la hora.

– Quiero hacerle una pregunta más, señora Harrison. ¿Ha visto a algún extraño en los últimos días o incluso las últimas semanas? ¿Gente poco conocida? ¿Alguien a quien no esperaría ver cerca de la casa o en la finca?

La mujer se quedó pensando. Meneó la cabeza.

– Pregunte a Johnny. Johnny Gabbitas. Él va por el bosque, siempre está fuera.

– ¿Cuánto hace que vive aquí?

Su respuesta le sorprendió un poco.

– Quizás un año. No más. Espere un momento, calculo que hará un año en mayo.

– Si se le ocurre algo, algo extraño o insólito que pueda haber sucedido, tenga la bondad de decírnoslo, ¿de acuerdo?

Ya estaba oscureciendo. Cuando dio la vuelta al ala oeste, las luces del muro se encendieron, controladas por un temporizador. Se detuvo y miró atrás, hacia el bosque y el camino que conducía fuera de ellos. La noche anterior dos hombres debían de haber venido por aquel camino o por el camino secundario; no había otra ruta posible.

¿Por qué ninguna de las cuatro personas de la casa había oído un coche? Quizá sí lo habían hecho. Tres de ellas ya no vivían para contarlo. Daisy no lo había oído, eso era lo único que podía saber o sabía. Pero si uno de ellos hubiera oído un coche, no había dicho nada, que Daisy supiera. Por supuesto, el día siguiente Daisy le contaría más cosas.

Los dos hombres del coche habrían visto la casa iluminada frente a ellos. A las ocho las luces del muro hacía dos horas que estaban encendidas y las de dentro desde hacía mucho más. El camino discurría por el patio, pasaba entre la abertura con las columnas de piedra en el muro. Pero suponiendo que el coche no hubiera llegado hasta la casa sino que hubiera girado a la izquierda antes de llegar al muro. Girado a la izquierda y a la derecha hacia el camino donde él se encontraba en aquel momento, el camino que conducía más allá del ala oeste, a veinte metros, se curvaba por delante de la zona de la cocina y la puerta trasera, bordeaba el jardín y su alto seto y penetraba en el pinar, que conducía a la casa de los Harrison y a la de John Gabbitas.

Tomar esa ruta presupondría conocer Tancred House y sus terrenos. Podría presuponer saber que la puerta de atrás no estaba cerrada con llave por la noche. Si el coche en el que llegaron había pasado por allí y aparcado cerca de la puerta de la cocina, era posible, incluso probable, que nadie lo hubiera oído desde el comedor.

Pero Daisy había oído al hombre que no había visto poner en marcha un coche, que tampoco había visto, después de que el hombre al que sí había visto les disparara a ella y a su familia.

Probablemente, el hombre había salido de la casa por la puerta trasera y llevado el coche hasta la parte delantera. Había escapado al oír ruidos arriba. El hombre que disparó a Daisy también oyó ruidos arriba, por eso no había disparado otra bala, la bala que habría matado a la chica. Los ruidos los hacía, por supuesto, la gata Queenie, pero los dos hombres no lo sabían. Muy probablemente, ninguno de ellos había estado en el piso de arriba, pero sabían que existía. Sabían que alguien más podía estar arriba.

Esta explicación era enteramente satisfactoria en todos los aspectos excepto uno. Wexford se hallaba de pie junto al camino, mirando hacia atrás, reflexionando sobre esta única excepción, cuando unos faros de coche salieron del bosque en el camino principal. Giraron a la izquierda justo antes de llegar al muro y, a la luz de la casa, Wexford vio que se trataba del Land Rover de Gabbitas.

Gabbitas se detuvo cuando le reconoció. Bajó la ventanilla.

– ¿Me buscaba?

– Me gustaría charlar con usted, señor Gabbitas. ¿Puede dedicarme media hora?

Como respuesta, Gabbitas se inclinó y abrió la puerta del pasajero. Wexford subió al coche.

– ¿Le importaría ir a los establos?

– Es un poco tarde, ¿no?

– ¿Tarde para qué, señor Gabbitas? ¿Investigar un asesinato? Hay tres personas muertas y una gravemente herida. Pero pensándolo bien, creo que su casa sería mejor lugar.

– Ah, muy bien. Si insiste.

Este pequeño intercambio había servido para informar a Wexford de cosas que no había observado en su primer encuentro. Por su acento y su actitud, el leñador se mostró como bastante por encima de los Harrison. También era extremadamente apuesto. Era como un héroe de una Cold Comfort Farm. Tenía el aspecto de un actor que algún director de reparto cinematográfico podría elegir para interpretar el papel de protagonista masculino en una adaptación de Hardy o Lawrence. Era byroniano pero también rústico. Tenía el pelo negro y los ojos muy oscuros. Las manos, al volante, eran morenas con vello negro en el dorso y en los largos dedos. La media sonrisa que había ofrecido a Wexford al pedirle que le llevara por el camino secundario había mostrado una dentadura muy blanca y regular. Era un matón y del tipo que se supone más atractivo que otros para las mujeres.

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