Ruth Rendell - Un Beso Para Mi Asesino

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El libro arranca con la muerte de un policía en el atraco a un banco en el que inocentemente se ve envuelto y además, con un triple crimen perpetrado en una mansión. Casos aparentemente inconexos en cuya resolución se ve implicado el inspector jefe Wexford y que se verán seguidos de desconcertantes hechos que, como piezas de un complejo puzzle, tendrán que ser encajados adecuadamente para llegar al culpable.

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Al pie de la escalera se encontraron con un gato grande de un color que Burden conocía como «Azul Fuerzas Aéreas», que había salido de la puerta de enfrente y cruzaba el vestíbulo posterior. Cuando les vio se detuvo en seco, abrió los ojos de par en par, bajó las orejas y empezó a hincharse hasta erizar su denso y encrespado pelo color ahumado. Su postura era la de un animal bravo amenazado por los cazadores o algún peligroso depredador.

– No seas tonta, Queenie -dijo Brenda con afecto-. No seas tontita. Sabes que él no te hará daño mientras yo esté aquí. -Burden se sintió un poco ofendido-. Hay unos hígados de pollo para ti en los escalones de atrás.

El gato dio media vuelta y se fue corriendo por donde había venido. Brenda Harrison lo siguió a través de una puerta por la que Burden no había entrado la noche anterior, y por un pasillo que daba a la habitación de la mañana. En el invernadero bañado por el sol se estaba caliente como en verano. Había estado allí brevemente la noche anterior.

De día parecía diferente y vio que se trataba del edificio acristalado, de forma clásica y tejado curvado, que sobresalía en el centro de la terraza donde había estado inspeccionando los céspedes y los distantes bosques.

El olor de los jacintos era más fuerte, dulce y empalagoso. La luz del sol había abierto los narcisos y éstos mostraban sus corolas color naranja. Allí dentro el ambiente era húmedo, cálido y perfumado, como uno pensaría que es una selva tropical, el aire casi tangible.

– Ella no me dejaba tener animales domésticos -dijo de pronto Brenda Harrison.

– ¿Cómo dice?

– Davina. Como digo, no hacía discriminaciones, todos nosotros éramos iguales… quiero decir, es lo que ella decía, pero no me dejaba tener animales domésticos. Me habría gustado tener un perro. «Ten un hámster, Brenda -decía-, o un periquito.» Pero nunca me gustó esa idea. Es cruel tener pájaros enjaulados, ¿no le parece?

– A mí me gustaría tener uno -dijo Burden.

– Dios sabe qué será de nosotros ahora, de mí y de Ken. No tenemos otro hogar. Tal como están los precios de las casas no tenemos ninguna posibilidad… bueno, es una broma, ¿no? Davina dijo que éste era nuestro hogar para siempre, pero a la hora de la verdad, es un cottage que está ligado al puesto de trabajo, ¿no? -Se inclinó y recogió del suelo una hoja muerta. Su expresión se hizo reservada, un poco triste-. No es fácil empezar de nuevo. Sé que no aparento la edad que tengo, todo el mundo lo dice, pero a fin de cuentas no nos hacemos jóvenes, ninguno de nosotros.

– Iba usted a contarme lo que cree que sucedió aquí anoche.

Ella suspiró.

– ¿Qué creo que sucedió? Bueno, ¿qué ocurre en estos casos terribles? Quiero decir, no es el primero, ¿verdad? Entraron y subieron al piso de arriba, habían oído hablar de las perlas y quizá de los anillos. En la prensa siempre salía algo referente a Davina. Quiero decir, todo el mundo pensaría que aquí había dinero. Harvey les oyó, subió tras ellos y ellos bajaron y le dispararon. Después tuvieron que disparar a los otros para que no hablaran… quiero decir, para que no dijeran a nadie qué aspecto tenían.

– Es una posibilidad.

– ¿Qué más? -dijo ella, como si no hubiera espacio para la duda. Entonces, bruscamente, le asombró diciendo-: Ahora podré tener un perro. Pase lo que pase con nosotros, ya nadie puede impedirme que tenga un perro, ¿verdad?

Burden regresó al vestíbulo y contempló la escalinata. Cuanto más pensaba en ello, menos podía hacer encajar la mecánica con la evidencia.

Faltaban las joyas. Podría tratarse de joyas valiosas, con un valor de hasta cien mil libras, pero ¿matar a tres personas por ellas e intentar matar a una cuarta? Burden se encogió de hombros. Sabía que hombres y mujeres habían sido asesinados por cincuenta peniques, por el precio de una bebida.

Doliéndole un poco el recuerdo de su aparición en televisión, Wexford aún pudo felicitarse por la discreción que había mantenido en el asunto de Daisy Flory. La televisión ya no era un medio misterioso y temible. Estaba empezando a acostumbrarse a él. Ésta era la tercera o cuarta vez que aparecía ante las cámaras, y si no estaba de vuelta de ello, al menos se sentía tranquilo.

Sólo una pregunta le había perturbado. Le había parecido que no tenía nada que ver con los asesinatos de Tancred House, o muy poco. ¿Había más probabilidades de que encontraran a los responsables de éstos que a los culpables del tiroteo del banco? Él había respondido que estaba seguro de que ambos crímenes serían resueltos y atraparían al asesino del sargento Martin igual que a los de Tancred House. Una leve sonrisa apareció en el rostro de quien había hecho la pregunta, de lo que él trató de no hacer caso, manteniéndose sereno.

La pregunta no había sido formulada por el «corresponsal local» de los periódicos nacionales, ni por ninguno de los representantes de los periódicos nacionales que se hallaban allí, sino por un periodista del Kmgsmarkham Couner. Se trataba de un hombre muy joven, con el pelo oscuro, bastante atractivo y con aspecto engreído. Era una voz de escuela privada sin indicios del acento de Londres ni la fuerte pronunciación local.

– Hace ya casi un año de la matanza del banco, inspector.

– Diez meses -dijo Wexford.

– ¿No está probado que las estadísticas demuestran que cuanto más tiempo transcurre, menos probable…

Wexford señaló con la mano a otro periodista para que interviniera y las palabras del representante del Couner quedaron acalladas por su pregunta. Ella preguntó la edad de la señorita Flory. Davina o Daisy, ¿no la llamaban así?

Wexford tenía intención de ser discreto en este aspecto. Respondió que se hallaba en cuidados intensivos -posiblemente, a esta hora, aún era cierto- que se encontraba estable pero gravemente enferma. Había perdido mucha sangre. Nadie le había dicho esto, pero seguro que era cierto. La periodista le preguntó si la muchacha se hallaba en la «lista de peligro» y Wexford pudo responderle que ningún hospital tenía ninguna lista de este tipo y, que él supiera, nunca la habían tenido.

Iría solo a verla. No quería que nadie le acompañara en su primer interrogatorio. Gerry Hinde, en su elemento, administraba a su ordenador masas de información cotejada con la que, había anunciado misteriosamente, elaboraría una base de datos que sería distribuida a todos los sistemas del centro de coordinación. Habían traído bocadillos del supermercado de Cheriton High Road. Al abrir su paquete con el abrecartas, comprendiendo lo útil que después de todo resultaba éste, Wexford se preguntó qué hacía el mundo antes de la llegada del envase de plástico para bocadillo en forma de cuña. Merecía figurar entre los inventos benditos, pensó echando una mirada de disgusto a Gerry Hinde, que al menos estaba al nivel de las máquinas teleproductoras de imágenes.

Cuando se iba, llegó Brenda Harrison con una lista de las joyas de Davina Flory que faltaban. Sólo tuvo tiempo de echarle una rápida mirada antes de pasársela a Hinde. Era un buen material para la base de datos, y le daría algo que introducir en sus sistemas.

Para su irritación, el periodista del Couner le estaba esperando cuando salió del establo. Estaba sentado en un muro bajo, balanceando las piernas. Wexford tenía la norma de no hablar de los casos con la prensa, excepto en las ruedas de prensa preparadas. Aquel hombre debía de hacer una hora que estaba allí, pensando que él saldría tarde o temprano.

– No. No tengo nada más que decir.

– Eso es injusto. Debería darnos prioridad a nosotros. Apoyar a su autoridad local.

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