Ruth Rendell - Un Beso Para Mi Asesino

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El libro arranca con la muerte de un policía en el atraco a un banco en el que inocentemente se ve envuelto y además, con un triple crimen perpetrado en una mansión. Casos aparentemente inconexos en cuya resolución se ve implicado el inspector jefe Wexford y que se verán seguidos de desconcertantes hechos que, como piezas de un complejo puzzle, tendrán que ser encajados adecuadamente para llegar al culpable.

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En las aguas tranquilas del estanque, cuando él se inclinó para mirarlas, había visto un par de grandes peces de colores, blancos con la cabeza encarnada, nadando serenamente en lentos círculos.

Blanco y encarnado… La sangre seguía allí, aunque el mantel, junto con multitud de otros objetos, lo habían metido en una bolsa para llevarlo al laboratorio del forense de Myringham. Más tarde, aquella noche, la habitación se había llenado de bolsas de plástico selladas que contenían lámparas y ornamentos, cojines y servilletas, fuentes y cubiertos.

Sin escrúpulos por lo que pudiera ver en el vestíbulo, pues unas sábanas cubrían la parte inferior de la escalera y el rincón donde se encontraba el teléfono, había conducido a Brenda de manera que evitara el comedor, cuando ésta dio un paso hacia un lado y abrió la puerta. Se movía con tanta rapidez, que era arriesgado apartar los ojos de ella un instante.

Era una mujer menuda y delgada, con la figura huesuda de una jovencita. Sus pantalones apenas mostraban el contorno de nalgas y muslos. Pero tenía el rostro surcado de profundas líneas, como hechas con un cuchillo, y se mordía constantemente los labios de una manera nerviosa. Su pelo seco y rojizo ya era lo bastante ralo para pensar que era probable que la señora Harrison necesitara una peluca al cabo de diez años. Nunca paraba quieta. Probablemente, se pasaba la noche agitándose en su inquieto sueño.

Fuera de la ventana, mirando boquiabierto, se hallaba su marido. La noche anterior habían sellado el cristal roto, pero no habían corrido las cortinas. Brenda le lanzó una mirada rápida y luego revisó la habitación, girando la cabeza. Sus ojos se detuvieron brevemente en la parte de la pared que estaba más salpicada, un rato más en una franja de alfombra al lado de la silla donde había estado sentada Naomi Jones. Archbold había rascado una parte manchada de sangre del pelo de la alfombra y se había ido al laboratorio con los otros objetos y los cuatro cartuchos que se habían recuperado. Burden pensó que ella haría algún comentario, alguna observación respecto a que la policía había destruido una buena alfombra a la que el tinte habría devuelto su estado original, pero la mujer no dijo nada.

Fue Ken Harrison quien hizo -o formó con los labios, pues dentro de la habitación fue casi inaudible- la esperada censura. Burden abrió la ventana.

– No le he entendido, señor Harrison.

– He dicho que eso era buen material.

– Sin duda puede sustituirse.

– Con un coste.

Burden se encogió de hombros.

– ¡Y la puerta trasera ni siquiera estaba cerrada con llave! -exclamó Harrison en el tono que el respetable dueño de una casa utiliza para referirse a un acto de vandalismo.

Brenda, sola para examinar esa habitación por primera vez, se había puesto muy pálida. Aquella mirada paralizada, aquella creciente palidez, podrían ser el preludio de un desvanecimiento. Sus ojos vidriosos se encontraron con los de él.

– Vamos, señora Harrison, no sirve de nada quedarse aquí. ¿Se encuentra bien?

– No voy a desmayarme, si se refiere a eso.

Pero había existido ese peligro, de eso él estaba seguro, pues la mujer se sentó en una silla del vestíbulo y echó la cabeza hacia delante, temblorosa. Burden podía oler a sangre. Esperaba que ella no supiera qué era aquel hedor, una mezcla de olor a pescado y a limaduras de hierro, cuando ella se puso en pie de un salto, estaba bien e ¿iban a subir al piso de arriba? Ella saltó con bastante agilidad por encima de la sábana que cubría los escalones donde Harvey Copelan había yacido.

Arriba, la mujer le mostró el último piso, un desván que quizá nunca se utilizaba. En el primer piso estaban las habitaciones que él ya había visto, las de Daisy y Naomi Jones. Cuando habían recorrido unas tres cuartas partes del pasillo que conducía al ala oeste, ella abrió la puerta y anunció que allí era donde dormía Copeland.

Burden se sorprendió. Había supuesto que Davina Flory y su esposo compartían el dormitorio. Aunque no lo dijo, Brenda le adivinó el pensamiento. Le lanzó una mirada en la que la mojigatería se mezclaba curiosamente con la impudicia.

– Ella tenía dieciséis años más que él. Era una mujer muy anciana. Claro que no lo habría dicho, ya sabe lo que quiero decir; era de esas que no parecen tener mucho que ver con la edad. Ella sólo era ella.

Burden sabía a qué se refería. La sensibilidad de aquella mujer le resultaba inesperada. Echó una rápida mirada a la habitación. Allí no había estado nadie, todo se hallaba en orden. Copeland dormía en una cama individual. Los muebles eran de caoba oscura, pero a pesar de su cálido color, la habitación tenía un aspecto austero, con unas feas cortinas de color crema, una alfombra de color crema también y los únicos cuadros que había eran grabados de antiguos mapas del condado.

El estado del dormitorio de Davina Flory pareció perturbar a Brenda más que el comedor. Al menos, estimuló en ella un estallido de emoción.

– ¡Qué desorden! ¡Mire la cama! ¡Mire todo eso fuera de los cajones!

Se precipitó dentro de la habitación y empezó a recoger cosas. Burden no hizo nada para detenerla. Las fotografías proporcionarían una imagen permanente de cómo estaba la habitación.

– Quiero que me diga lo que falta, señora Harrison.

– ¡Mire su joyero!

– ¿Puede recordar las cosas que tenía?

Brenda, ágil como una adolescente e igual de delgada, se sentó en el suelo, acercando a ella todos los objetos desparramados: un broche, unas pinzas para las cejas, una llave de maleta, una botella de perfume vacía.

– Ese broche, por ejemplo, ¿por qué lo dejaron?

Su breve carcajada fue como un ronquido.

– No valía nada. Yo se lo regalé.

– ¿Usted?

– Fue un regalo de Navidad. Todos nos hacíamos regalos, así que tuve que darle algo. ¿Qué le compraría a una mujer que lo tiene todo? Ella solía llevarlo, quizá le gustaba, pero sólo valía tres libras.

– ¿Qué falta, señora Harrison?

– No tenía muchas cosas. Yo digo «la mujer que lo tiene todo», pero hay cosas que se pueden tener y que no siempre se quieren, ¿verdad? Quiero decir un abrigo de pieles, aunque se pueda comprar. Bueno, es cruel, ¿no? Ella podía haber tenido diamantes en abundancia, pero no era su estilo. -Se había levantado y revolvía los cajones-. Yo diría que ha desaparecido todo, todo lo que había. Tenía algunas perlas buenas. Tenía anillos que su primer marido le había regalado; nunca los llevaba, pero estaban aquí. Su brazalete de oro ha desaparecido. Uno de los anillos tenía unos diamantes enormes, Dios sabe cuánto valía. Pensará usted que lo guardaba en el banco, ¿verdad? Me dijo que pensaba regalárselo a Daisy cuando cumpliera los dieciocho.

– ¿Cuándo sería eso?

– Pronto. La semana que viene o la otra.

– ¿Sólo «pensaba» en ello?

– Le estoy contando lo que ella decía y eso es lo que decía.

– ¿Cree que podría hacerme una lista de las joyas que cree usted que faltan, señora Harrison?

Ella asintió y cerró el cajón con un golpe.

– Es curioso, ayer a esta hora yo estaba aquí limpiando esta habitación. Siempre hacía los dormitorios el martes. Y ella entró, es decir Davina, y estuvo hablando feliz de ir a Francia con Harvey para hacer algún programa en la televisión francesa, un programa muy importante sobre libros, para su nuevo libro. Claro que ella hablaba francés como una nativa.

– ¿Qué cree usted que sucedió aquí anoche?

Ella bajaba delante de él la escalera trasera.

– ¿Yo? ¿Cómo quiere que lo sepa?

– Debe de haber imaginado algo. Conoce la casa y conocía a las personas que vivían en ella. Me interesaría saber lo que usted opina.

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