Ruth Rendell - Un Beso Para Mi Asesino

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El libro arranca con la muerte de un policía en el atraco a un banco en el que inocentemente se ve envuelto y además, con un triple crimen perpetrado en una mansión. Casos aparentemente inconexos en cuya resolución se ve implicado el inspector jefe Wexford y que se verán seguidos de desconcertantes hechos que, como piezas de un complejo puzzle, tendrán que ser encajados adecuadamente para llegar al culpable.

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– Eso significa que usted me apoye a mí -dijo Wexford, divertido a su pesar-, no que yo le cuente hechos. ¿Cómo se llama?

– Jason Sherwin Coram Sebright.

– Un poco complicado, ¿no? Demasiado largo para firmar un artículo.

– Todavía no he decidido cómo llamarme con fines profesionales. Empecé la semana pasada en el Couner. La cuestión es que tengo una clara ventaja sobre los demás. Yo conozco a Daisy. Va a mi escuela, o a la que yo iba. La conozco muy bien.

Todo esto lo dijo con un descaro y una seguridad poco corrientes, incluso en estos días. Jason Sebright parecía completamente a sus anchas.

– Si va usted a verla, espero que me lleve con usted -dijo-. Espero que me conceda una entrevista en exclusiva.

– Entonces sus esperanzas están condenadas a no verse cumplidas, señor Sebright.

Acompañó a Sebright afuera, y esperó allí hasta que hubo subido a su coche. Donaldson le condujo por el sendero principal, el camino por el que habían venido la noche anterior. El pequeño Fiat de Sebright les seguía de cerca. A unos cuatrocientos metros, en una zona donde había muchos árboles caídos, pasaron a Gabbitas que utilizaba algo que Wexford pensó podía ser una máquina para cortar madera. El huracán de tres años antes había causado daños allí. Wexford se fijó en las zonas despejadas donde se habían plantado árboles recientemente, los nuevos árboles de sesenta centímetros de altura atados a postes y cubiertos con protecciones contra los animales. También aquí se habían construido cobertizos para proteger las tablas de madera y bajo lonas enceradas había montones de tablas de roble, sicómoro y fresno.

Llegaron a la puerta principal y Donaldson bajó para abrirla. Colgado del poste de la izquierda había un ramo de flores. Wexford bajó la ventanilla para verlo mejor. No se trataba de un arreglo floral corriente, sino de un cesto lleno de flores con un lado profundamente curvado para que se viera lo mejor posible. Fresias doradas, sallas azul cielo y stephanotis derramadas sobre el borde dorado de la cesta. Atada al asa había una tarjeta.

– ¿Qué dice?

Donaldson leyó a trompicones, se aclaró la garganta y volvió a empezar: «Ahora, me enorgullezco de ti, en tu posesión está, una muchacha sin igual».

Dejó la puerta abierta para Jason Sebright, quien, según vio Wexford, también bajó del coche para leer lo que ponía la tarjeta. Donaldson giró hacia la B 2428 para dirigirse a Cambery Ashes y Stowerton. Al cabo de diez minutos estaban allí.

La doctora Leigh, una mujer de aspecto cansado de veintitantos años, se reunió con Wexford en el corredor, fuera de la Sala MacAllister.

– Entiendo que es urgente hablar con ella, pero ¿podría limitarse a diez minutos, hoy? Quiero decir, en lo que a mí respecta, y si todo va bien, puede volver mañana, pero al principio creo que debería limitarse a diez minutos. Será suficiente para reunir la información esencial, ¿verdad?

– Si usted lo dice -dijo Wexford.

– Ha perdido mucha sangre -explicó ella, confirmando lo que él había comunicado a la prensa-. Pero la bala no le rompió la clavícula. Y lo que es más importante, no le tocó el pulmón. Un poco milagroso. No es tanto que esté físicamente enferma como que se encuentra muy perturbada. Todavía está muy perturbada.

– No me sorprende.

– ¿Me acompaña un momento al despacho?

Wexford la siguió a una pequeña habitación cuya puerta anunciaba «Enfermera de turno». Estaba vacía y llena de humo. ¿Por qué el personal del hospital, que debe de conocer mejor que la mayoría de la gente los peligros del tabaco, fuma más que nadie? Era un misterio que con frecuencia le intrigaba. La doctora Leigh chasqueó la lengua y abrió la ventana.

– Extrajimos una bala de la parte superior del pecho de Daisy. El omóplato le impidió salir. ¿La quiere?

– Claro que sí. ¿Le dispararon una sola vez?

– Sólo una. En la parte superior del pecho izquierdo.

– Sí.

Wexford envolvió el cilindro de plomo en su pañuelo y se lo metió en el bolsillo. El hecho de que hubiera estado en el cuerpo de la muchacha le hizo sentir una ligera e inesperada sensación de náusea.

– Ahora puede entrar. Está en una habitación lateral; la mantenemos sola porque es muy desgraciada. No necesita compañía, por el momento.

La doctora Leigh le acompañó a la sala MacAllister. Las paredes del pasillo de las habitaciones individuales estaban cubiertas de cristal glaseado y cada puerta tenía una parte de cristal transparente. Fuera de la habitación que tenía un 2 impreso en el cristal, Anne Lennox estaba sentada en un taburete de aspecto incómodo, leyendo una novela de Danielle Steel. Se levantó de un salto cuando vio aparecer a Wexford.

– ¿Me necesita, señor?

– No, gracias, Anne. Quédate donde estás.

Una enfermera salió de la habitación y sostuvo la puerta abierta. La doctora Leigh dijo que le estaría esperando cuando hubiera terminado y repitió la advertencia referente al límite de tiempo. Wexford entró y cerró la puerta tras de sí.

7

Daisy estaba sentada en una alta cama blanca, apoyada en un montón de almohadas. Llevaba el brazo izquierdo en un cabestrillo y el hombro izquierdo fuertemente vendado. Hacía tanto calor en la sala, que en lugar de un camisón de hospital vestía una blusa blanca sin mangas que le dejaba al descubierto el brazo y hombro derechos. En el brazo derecho tenía un tubo de suero intravenoso.

Acudía a la mente la fotografía del Independent on Sunday. Era Davina Flory otra vez, era Davina Flory tal como había sido a los diecisiete años.

En lugar del pelo corto como un chico, Daisy lo llevaba largo. Era un pelo abundante y lacio, muy fino, castaño oscuro, que le caía sobre el hombro herido, casi lo cubría, y sobre el hombro desnudo. Su frente era como la de su abuela, sus ojos grandes y hundidos, no castaños sino de un brillante tono avellana claro con un anillo negro en torno a las pupilas. Tenía la piel blanca para ser una mujer tan morena y los labios más bien finos muy pálidos. La nariz, más bonita que la aguileña de su abuela, era un poco respingona. Wexford recordó las manos muertas de Davina Flory, estrechas y con largos dedos, y vio que las de Daisy eran iguales pero con la piel aún suave e infantil. No llevaba anillos. En los lóbulos rosa pálido de las orejas los agujeros para los pendientes parecían diminutas heridas.

Cuando le vio, la muchacha no habló sino que se echó a llorar. Las lágrimas le resbalaban en silencio por el rostro.

Él sacó un puñado de pañuelos de papel de la caja que había en la mesilla de noche y se los dio. Ella se secó la cara, después bajó la cabeza y entornó los ojos. El llanto ahogado sacudía su cuerpo.

– Lo siento -dijo él-. Lo siento muchísimo.

Ella asintió, aferrando los pañuelos mojados con la mano izquierda. Era algo en lo que no había pensado mucho, que había perdido a su madre en la violencia de la noche anterior. También había perdido a una abuela, a quien quería tanto, y a un hombre que había sido como un abuelo para ella desde que tenía cinco años.

– Señorita Flory…

La voz le salió ahogada mientras se llevaba los pañuelos a la cara.

– Llámeme Daisy.

Wexford comprendió que estaba haciendo un gran esfuerzo; Daisy tragó con dificultad y levantó la cabeza.

– Llámeme Daisy, por favor. No soporto que me llamen «señorita Flory», de todas maneras me llamo Jones. ¡Oh, he de dejar de llorar!

Wexford esperó unos momentos, aunque era consciente del poco tiempo que tenía. Vio que ella estaba intentando apartar imágenes de su mente, tacharlas, borrar la cinta de vídeo, vivir el presente. Respiró hondo.

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