Al retirarse a casa le decía Paz:
– Di, papaíto, ¿te han servido los papeles que te trajo aquel muchacho del Senado?
– Algo, algo: el chico no es tonto… tiene buena voluntad y parece listo.
– Sí, ¿eh?
Paz no sabía cómo sugerir a su padre la idea de que utilizara de algún modo los servicios de Pepe, pues comprendía que don Luis no necesitaba secretario ni escribiente. En realidad, su malicia llegaba tarde; la vanidad satisfecha se había adelantado al amor impaciente. El orador iba ya pensando en abordar otro asunto antes de la clausura de las Cortes. Además, la fortuna favoreció a los enamorados, porque los electores de don Luis, acostumbrados a su largo mutismo, le dispararon una nube de telegramas de felicitación, tras del telégrafo usaron del correo y, como fue preciso contestar a tanta enhorabuena, el senador determinó emplear a Pepe como escribiente.
Una mañana llegó éste no hallándose don Luis en casa, y pasó a la pieza de los libros, inmediata al despacho: poco después apareció Paz, disimulando su turbación y haciéndose la distraída. Hasta entonces sólo habían cambiado unas cuantas frases, pero sin tener una conversación formal: por lo tanto, la primera vez que hablasen a sus anchas, la entrevista tendría importancia, dada la grata complicidad establecida entre ambos. Paz, después de saludarle, no se atrevió a desplegar los labios: carecía de experiencia en tales achaques; pero su instinto femenino le decía que no era ella quien debía hablar primero, y apoyándose en el marco del balcón dejó pasar unos instantes. Pepe se levantó de su asiento, y acercándose a ella, a distancia que acusaba mayor respeto que impaciencia, la dijo:
– Señorita, mi primer deber es suplicarla que me perdone. Confieso que me ha cegado la vanidad. No espero una indulgencia que no merezco. Lo que he hecho está mal, lo sé, y, sin embargo, no he podido contenerme. ¿A qué mentir, si Vd. debe comprender lo que pasa en mi alma?
Ella quiso hablar y Pepe hizo ademán de que le dejase proseguir.
– Antes de que Vd. me diga una sola palabra, quiero yo ser enteramente franco con usted. Mi posición, mi vida, mi pobreza, y quién sabe si mi educación también, me separan de Vd. He cometido la imprudencia de dejar asomar a los ojos lo que sentí al conocer a Vd… Luego creí ver que Vd. no mostraba enojo, porque quizá el desprecio le parecería demasiado cruel, y así ha llegado esta situación, en que no hay más que un culpable: mi vanidad. Debo reparar mi error a fuerza de franqueza.
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