Jacinto Octavio - El enemigo
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Al quinto día de haber estado don Luis en la biblioteca del Senado, le esperó Pepe en un pasillo.
– ¡Señor de Ágreda!
– ¡Ah! caramba, ¡ya no me acordaba! (Esta era la más desenfadada mentira que salió de sus labios.)
– He reunido infinidad de datos que pueden ser a Vd. de gran utilidad.
– Poco hay que yo no conozca; pero en fin, lo agradezco mucho… ¿Tiene Vd. ahí los apuntes?
Pepe llevaba las cuartillas en el bolsillo, mas no le convenía dárselas allí.
– No, señor, no las he traído. ¿Qué necesidad tiene nadie de enterarse? Además, para ahorrar a Vd. trabajo material, que es lo único que yo puedo hacer, bueno será que, con los papeles en la mano, le indique el origen de ciertas cosas, para que Vd. no se mortifique. – Dicho esto, esperó impaciente la respuesta.
– Vaya, vaya… Pues mañana por la mañana, a la hora que solía Vd. ir antes, le espero en casa. Tiene Vd. razón, no hace falta que se sepa…
Por su gusto, le hubiese citado para aquella noche, o se le hubiera llevado en seguida a un café, a cualquier parte. Cuando, de allí a poco, entró en el salón de sesiones, no podía coordinar las ideas. Lo que había hecho Pepe le indicaba que las gentes contaban con un discurso suyo. No era ilusión; no estaba representando un papel de comedia, sino dentro de la realidad. Se sentó en su escaño habitual, y sin oír nada de lo que sus compañeros discutieron aquella tarde, se preguntó con el pensamiento más de cien veces: – «¿Qué habrá hecho ese muchacho?»
A la hora de comer dijo a su hija:
– Creo que me van a comprometer para que hable. Por supuesto, que no me cogerán desprevenido. Mañana puede que venga a traerme unos datos que he tomado en la biblioteca aquel muchacho que arregló los libros.
Paz le oyó entre turbada y contenta, pero su alegría fue mayor que su inquietud.
A la hora fijada estaba allí Pepe, con su línea de conducta trazada de antemano, como general que, tras madurar un plan de batalla, se decide a realizarlo. Le era preciso extremar la astucia puesta en juego para frecuentar la casa hasta obtener dos cosas: primera, ver a Paz y estudiar en su rostro la impresión que produjera su presencia; y segunda, si la muchacha no mostraba enojo, procurar por todos los medios imaginables que le quedara franca la entrada. Harto sabía que a título de amigo, como visita, de igual a igual, nunca le admitirían; pero ¿qué le importaba si conseguía ver a Paz y salir de dudas? Don Luis le recibió en el despacho. Sobre una de las butacas se veían un periódico de modas y un cestito de labor. – «Esto es de ella» – imaginó Pepe, y este ella que subrayó con el pensamiento, le pareció ambiciosamente ridículo.
– Vamos a ver – dijo don Luis entrando – ante todo, agradezco muy de veras su atención; pero dudo que hayamos encontrado algo nuevo. ¡He estudiado tanto el asunto!
– Aquí tiene Vd. – contestó Pepe entregándole las cuartillas.
– Siéntese Vd. un momento.
El senador comenzó a leer para sí, y su fisonomía fue tomando una expresión indefinible: pugnaba por disimular la emoción y no podía. Debió sentir que los ojos se le animaban y, para disfrazar aquel signo de agrado, frunció el entrecejo, aunque murmurando: «sí, sí, aquí veo algo nuevo.» Luego prosiguió devorando renglones; pero cada instante le era más imposible sofocar el gozo y, temiendo que se lo conocieran en la cara, dejó de leer.
– Basta, tengo bastante; lo agradezco muchísimo; aprovecharé algo, si señor; ¡vaya si aprovecharé!
Pepe casi no le oía. ¿Se perdería su astucia? ¿No aparecería Paz por allí?
– Quisiera que observase Vd. – dijo, por alargar la entrevista – que he procurado reunir todo lo que se habló al iniciarse hace años el proyecto: aquí está lo que propuso González Brabo… esto es de Bravo Murillo, estas notas de Calvo Asensio…
Don Luis tuvo que suspender la lectura: cada cuartilla se le antojaba un billete de entrada a la inmortalidad. ¡Vaya si hablaría! Del hombre estimado sólo por consecuente, iba a surgir el orador.
Oyose en esto ruido de pasos, y se asomó Paz a la puerta del despacho, a tiempo que su padre repetía:
– Gracias, muchas gracias.
– No sé de qué se trata – dijo ella entonces a Pepe; – pero yo también se las doy a Vd.
Don Luis cogió de nuevo los papeles, que parecían tener imán para sus manos y, entre tanto, los muchachos se miraron en silencio. Pepe arrostró con franqueza la mirada de Paz. ¡Cuánto hubiera dado en aquel instante por poder decirla con los ojos todo el tropel de ideas vanidosas, de ambiciones absurdas que habían anidado en su pensamiento, sin callarla nada, miedo, esperanza ni pobreza! Paz tuvo que disimular su alegría, por no aparecer desapudorada; mas no hizo mohín de disgusto ni frunció siquiera el lindo entrecejo. Para ninguno de ambos era ya secreto la atracción que habían ejercido uno sobre otro.
– Sí, señor; de esto se puede sacar partido – murmuraba don Luis.
Pepe, que se resistía a marcharse sin dar cima a sus propósitos, trató de prolongar la visita y, mirando hacia el cuarto de los libros, repuso:
– Quisiera concluir de arreglar aquí algo que olvidé días pasados.
– Haga Vd. lo que guste.
Pepe pasó a la pieza contigua, y don Luis, sin poderse contener, hojeó de nuevo las cuartillas. Paz dejó trascurrir unos minutos, y en seguida entró también a la estancia inmediata. Pepe, sin vacilar, se acercó a ella y, en voz baja, con acento de sinceridad, la dijo:
– Señorita, esta vez no me ha traído la casualidad, sino la astucia; pero, si mi presencia la enoja, no volveré jamás a verla a Vd. No necesita Vd. decir una sola palabra: me bastará su silencio… No nos volveremos a ver nunca.
Paz no desplegó los labios y, sin embargo, a los ojos de Pepe se asomó toda la dicha de su alma. La señorita, la muchacha rica, escuchó aquello sin el menor movimiento de enfado, presa de una turbación deliciosa: él, entonces, la ofreció la mano y ella la estrechó rápidamente entre las suyas, sintiendo al mismo tiempo que se la enrojecía el rostro. Ninguna frase de todos los idiomas de la tierra hubiera podido ser tan elocuente como aquel sonrojo. En seguida salieron al despacho, sin hablarse. Cuando él se marchó, Paz corrió hacia su cuarto, se acercó a un balcón y, levantando un poco el visillo, le vio desaparecer tras los troncos de los árboles del paseo.
La partícula de oro se había adherido al grano de arena: la corriente de la vida debía arrastrarlos juntos desde aquel día.
Don Luis permaneció en el despacho contemplando las cuartillas: «¡Si esto es un discurso! – murmuraba. – ¡Si no hay más que añadir al principio: Señores, y al final: He dicho! ¡Ah! sí, y algo de relleno; unos párrafos… mi consecuencia, la lealtad al gobierno, la libertad, el amor a las instituciones!»
Era cosa resuelta; los taquígrafos tendrían que trabajar por causa suya.
VIII
Por fin habló don Luis. Al cabo de muchos años de silenciosa vida parlamentaria, el Diario de Sesiones imprimió su nombre, no sólo en el tipo común empleado para las votaciones, sino también en letras negrillas que saltaban a la vista, diciendo: El Señor Ágreda: Pido la palabra. Cuando leyó su nombre en los extractos de los periódicos, todavía sintió escalofríos de miedo. Al comenzar su discurso el salón estaba casi lleno, por la novedad de escuchar a un senador que dejaba de ser monosílabo: luego muchos oyentes se salieron a los pasillos; mas como la peroración fue corta, aún quedó número bastante para que no hiciera mal papel. En el banco azul permanecieron dos ministros. Pepe le escuchó desde el fondo de una tribuna: los datos, apuntes y citas de sus cuartillas salieron íntegros de los labios de don Luis, quien únicamente puso al principio un parrafito de su cosecha para pedir benevolencia, imitado de los doscientos mil análogos que había oído hasta entonces, añadiendo también alguna que otra frase para enaltecer la importancia de lo que iba diciendo. Cuando se le olvidaba algo de lo mucho que confió a la memoria, echaba mano de las cuartillas que traía copiadas de su puño y letra. Hacia la conclusión quiso extenderse en consideraciones originales; pero se le atravesaron en la garganta y terminó declarando que no proseguía por no molestar más la atención de la Cámara. Un buen orador hubiera podido fundar un verdadero triunfo sobre los materiales reunidos por Pepe: don Luis quedó bien y nada más. Al acabar sonaron algunos aplausos en los bancos de la mayoría, y todo el mundo dijo que había estado discreto y que aquello representaba gran conocimiento del asunto. Un ministro felicitó al orador y esto le compensó el disgusto que le dieron los periódicos de oposición limitándose a decir que el señor Ágreda había consumido un turno en pro. En cambio, a la hora de comer fueron a verle muchos amigos y después estuvo con su hija en el concierto del Retiro, dando vueltas y más vueltas, como torero que por la tarde ha metido el brazo con fortuna en una buena estocada.
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