Jacinto Octavio - El enemigo
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– Mire Vd. mi compra. En todo Madrid no hay otro igual. Y barato. Cinco mil reales.
Pepe, al examinar el espejo, hizo un gesto involuntario.
– ¡Qué! ¿Es feo? Luis XV, barroco puro… ¿O le parece a Vd. caro?
– No; es precioso.
– Entonces… ¡Vamos, hombre, hable Vd.! ¿Vale menos de lo que me ha costado?
– Señorita, y ¿con qué título puedo yo permitirme comentar sus actos ni aquilatar sus gustos?
– No se trata de eso. ¿Es que le parece a usted mucho dinero? Cuando yo tengo confianza con Vd., debía Vd. tenerla conmigo.
– El marco es hermoso y vale lo que cuesta.
– No es Vd. sincero.
– ¿Por qué, señorita?
– Se lo conozco a Vd. en la cara; sea usted franco, hombre, sea Vd. franco. Le ha parecido a Vd. un despilfarro, ¿verdad?
– ¿Y con qué derecho podría yo pensar así?
– Vaya, pues deseo que me lo diga Vd.; le doy a Vd. carta blanca para que hable, vaya, que quiero que hable Vd.
Era un capricho de niña mimada: curiosidad de saber por qué causa lo que a ella le parecía natural producía mala impresión en el prójimo.
– Lo que me ha dicho mi pensamiento – repuso Pepe tímidamente – es que el dinero no tiene igual valor para todos.
– ¡Qué modo tan delicado tiene Vd. de decir las cosas!; pero cinco mil reales no son para nadie más que doscientos cincuenta duros.
– Que representan para una familia pobre doscientos cincuenta días de vida.
– En eso tiene Vd. razón. No se debían comprar ciertas cosas mientras hay quien se muere de hambre… pero así está el mundo. Sí, ya lo veo: una locura como esta representa el bienestar de muchos.
– Y a veces, la vida de algunos.
– De modo – siguió Paz – que Vd. es de esos que dicen que todo debía repartirse entre todos.
– No, señorita. Hay males que no tienen remedio. Habría también que repartir el entendimiento y la virtud, y eso es imposible. Yo no he hecho sino pensar que, si a veces la fortuna escoge bien aquellos a quienes favorece, otras, en fuerza de ser ciega, raya en cruel.
– Perdóneme Vd. Conozco que he cometido una torpeza. Pero no toda la culpa es mía.
– ¿Por qué, señorita?
– No he debido enseñar a Vd. ese trasto. Por lo que otras veces he oído, su situación, de Vd., dicho sea sin ofenderle, pues en ello no hay injuria, no es nada lisonjera. He hecho mal, he sido indiscreta, ¿verdad?
– Señorita, ¡no se ensañe Vd. conmigo! mis palabras no encerraban la menor censura.
– No, si la mitad de la culpa es de Vd.
– No entiendo.
– La cosa es clara. Usted ha hecho por su ingenio y con su conversación que yo le trate como a un amigo, y me he tomado la libertad de enseñar a Vd. lo que no debía.
– ¿Quiere Vd. decir que ha enseñado joyas a un mendigo?
– No, Pepe; eso me lastima.
Paz se dolió de aquella respuesta, y desviando de él la mirada, guardó silencio; mas su actitud y la expresión de su semblante no indicaron enojo, sino amargura. Parecía que quien la había hablado de tal modo tenía autoridad para hacerlo. Pepe dijo sorprendido:
– Perdóneme Vd.; pero el error no es mío. Ha tomado Vd. como grito de la pobreza escarnecida, acaso de una envidia inconsciente lo que ha sido una observación sencillísima. ¿Cómo ha podido Vd. creer que yo me atreviera a tanto? ¿Qué soy para Vd., señorita? Sólo dirigiéndome la palabra me honra Vd. ¿Había de pagarla con descortesía o ligereza?
– No se hable más del caso. Lo que quiero, es saber que no le he ofendido a Vd. – Y le tendió amistosamente la mano.
Ambos quedaron perplejos, y desde entonces fueron más reservados uno para con otro. Paz se reconvino mentalmente, pareciéndole que hiriendo a Pepe en el pudor de la pobreza había cometido una acción muy fea. Pepe no acertó a definir lo que sentía.
Sus vidas comenzaban a unirse como en el lecho del río suelen juntarse, arrastrados por la corriente, el grano de arena y la partícula de oro.
VI
Cuando Pepe terminó el trabajo para que fue llamado, dejó de ir a casa de don Luis: algo parecido al miedo le alejaba de allí. La última mañana que estuvo, se marchó aprovechando un momento en que no podían observarle. Preguntáronle sus padres si le habían pagado, y repuso: – «No estaba don Luis; ya le veré en el Senado.» Lo cierto era que, como en casa del señor de Ágreda quien satisfacía todo gasto era Paz, a Pepe le repugnó la idea de que fuese ella quien le pusiera en la mano el puñado de duros ofrecido por su padre. Por primera vez sentía brotar en el fondo del alma la soberbia: un mal impulso era precursor del más noble sentimiento; que así a veces, en el espíritu del hombre, como en la vida de la Naturaleza, precede la sombra al esplendor del día.
Trascurrida una semana sin que Pepe volviese a la casa, Paz se acusó de ello, ya preocupada con aquella desaparición, y pensó en el pobre muchacho cual si fuese un amigo ofendido: se acordó también de que no le había pagado, pero no se le ocurría modo discreto de enviarle el dinero. ¿Por un criado? No acertaba a explicarse la causa, mas por nada del mundo se hubiera valido de tal medio. ¿Escribirle? Al imaginarlo, no fue temor de herirle lo que cruzó por su imaginación, sino algo como miedo vago, pudor mortificado por sí mismo.
Al fin no hizo nada, ni aun se atrevió a hablar a su padre; pero no dejó de pensar en ello, y hubo día en que, al cruzar por el cuarto de los libros, experimentó hastío y tristeza.
Poco a poco la luz se hizo en su alma. Sus oídos, hechos a la lisonja, no escucharon nunca frases que la turbaran; nada la hicieron sentir aquellos hombres que podían desearla como joya colocada al alcance de sus manos, y ahora ella ponía espontáneo y terco empeño en recordar los dichos más sencillos, las más insignificantes galanterías de un pobrete, a quien aterraba un gasto de cinco mil reales. Aquello le parecía unas veces romántico hasta la ridiculez, otros ratos sentía ganas de llorar.
Una mañana de la primavera de 1872 – ocho o nueve meses antes de aquella cena en que los padres de Pepe hablaron de la próxima llegada de Tirso – estaban en San Pascual, de Recoletos, tocando a misa de once. El sol iluminaba el césped de los jardinillos, abrillantado por la humedad y oscurecido a trechos por las sombras de las acacias, cuyo aroma embalsamaba el aire. Sobre el azul intenso del cielo destacaban las copas verdinegras de algunos pinos; el ramaje, entre morado y carminoso, de los árboles del amor, fingía detalles de fondo japonés, y de los recuadros encharcados se alzaba el olor penetrante de la tierra mojada. Los niños jugaban en el suelo, esmaltando la arena amarillenta con sus trajecitos de colores claros, o se caían llorando en las socavas de los árboles, mientras las niñeras reían en coro desvergüenzas de algún lacayo. En los bancos, y cada cual con su periódico en la mano, había algunos señores viejos, tipos de militares retirados, de ancianos achacosos que, sacudiendo el entumecimiento del invierno, salían en busca de un rayo de sol tibio. En el aguaducho, cargado de vasos, descollaban el fanal de los azucarillos y la botija con espita, tras cuya gruesa panza se ocultaban el tarro de las guindas y la bandeja de los bollos, en tanto que la aguadora, dando conversación a un guarda, fregaba en el lebrillo las cucharillas de latón. Por el centro del paseo circulaban rápidamente algunos carruajes de caballos briosos y, siguiendo la línea de las sillas de hierro, se veían parados unos cuantos simones con el jamelgo caído el cuello y el cochero tumbado en el pescante deletreando El Cencerro. Al otro lado, los tranvías corrían sobre los railes, obstruidos por carros y camiones, que sus conductores apartaban de la vía renegando al oír el pito de los mayorales, y por la larga acera de piedra, en silencio, paso a paso de arriba a abajo, se aburría autoritariamente la pareja de guardias de orden público, entonces llamados amarillos, sin otro consuelo que echar miradas subversivas a las criadas de buen ver. De las calles vecinas iban llegando recién peinadas y coquetas las señoritas deseosas de que el novio se hiciera el encontradizo, las niñas ávidas de jugar y las mamás cargadas de devocionarios sujetos con gomas encarnadas. Unas caminaban de prisa con la ligereza de la impaciencia, otras cansadas con la gordura de los años; luciendo, según su gusto, primores de elegancia, arreglos de taller casero, rarezas del capricho, exageraciones de la moda, algunas calculada sencillez y todas empeño de agradar. A la misma puerta del templo parábase de cuando en cuando una berlina blasonada, y lentamente se apeaba de ella una dama; cuanto más poderosa menos engalanada, mostrando en los ojos la soñolencia que deja el trasnochar, y en el rostro marchito las huellas ardorosas de la atmósfera de las fiestas. A pasitos rápidos y cortos, inclinado el cuerpo hacia la tierra, con la cabeza baja y la conciencia temerosa del retraso, venían pegadas a las fachadas de las casas las viejecillas de zapatos de cabra y mantón negro, y adelantándose a ellas iban las muchachas devotas que, como ignorando el poder de la juventud, piden incesantemente al cielo dichas que puede darles el mundo. La campana seguía llamándolas con su tañer monótono, y todas entraban como manada al redil: feas, bonitas, ricas, miserables, virtuosas, perdidas, santas, pecadoras, madres, cortesanas, vestales del hogar o sacerdotisas del amor, todas, codeándose, juntas, desaparecían sorbidas por la puerta de la iglesia, levantando al entrar un cortinón más pesado que una losa y dejando entrever rápidamente una atmósfera cargada, sucia, humosa y salpicada por el resplandor amarillo de las velas.
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