Benito Pérez - La familia de León Roch
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– No me hacen efecto tus burlas… Conozco el origen de esos juicios ridículos. Y te prometo una asistencia respetuosa y una atención sincera… ¡Ah!, me olvidaba de otra particularidad. También has de sacrificarme… bien lo merezco… la residencia en Madrid. Nos iremos a vivir a otra parte. Elige tú.
– Mucho pides… ¡qué abuso! – exclamó la dama con entonación de un niño mimoso. – ¿Y qué me das tú? Una farsa de catolicismo, una máscara de fe puesta sobre tu cara de incrédulo. No, León, no puedo aceptar.
– No hay salvación para mí – exclamó León golpeando su cabeza con ambas manos. Después de un instante de agitación muda, miró fríamente a su mujer y con solemne acento le dijo:
– María, nuestra separación es inevitable. Yo no puedo vivir así. Dentro de unos días todo se arreglará definitivamente. Tú te quedarás en esta casa o irás a vivir con tus padres, según quieras; yo me marcharé al extranjero para no volver jamás, jamás.
Se levantó. La dama piadosa a la moda le tomó las manos, y estrechándolas contra su seno, rompió a llorar.
– ¡Separarnos! – murmuró, sollozando. – Tú estás tonto… ¡Ingrato!
María Egipcíaca sentía por su marido un afecto semejante al que él sentía por ella. Podría existir un abismo, un divorcio absoluto entre sus almas; pero ¡separarse!… ¡dejar de ser marido y mujer!
– Mi resolución es irrevocable – dijo con entereza León.
– Acepto, acepto todo lo que quieras.
Y más tarde, después de algunas horas de sueño, volvió a oírse el grito de espanto y la explicación de la pesadilla.
– ¡Qué horrible visión! Ahora me he visto a mí misma muerta, y mirándote desde el fondo del hoyo negro y profundo… Estabas abrazado a otra, besando a otra… ¿Pero es ya de día? Ahora sí que suenan campanas.
En efecto, oíanse chillonas y discordes las esquilas colgadas en las torres de esa multitud de barracas enyesadas que en Madrid llevan el nombre de iglesias, dando testimonio así de la religiosidad de este pueblo.
– Llaman a las primeras misas – pensó María. – Me muero de sueño… ¡a dormir!… Dan las ocho y siguen tocando, siguen llamándome… No, no puedo ir; he dado mi palabra… ¡Jesús, las nueve! Perdón, perdón, campanitas de mi alma; no puedo ir hasta el domingo.
Capítulo XVI. De Crematística
Vinieron los días de la dispersión de las gentes. Hostigado por el calor, Madrid era un hormiguero de impaciencias buscando dinero. El oro subía como cuando hay guerra, y menudeaban en la Bolsa las pequeñas operaciones, lo mismo que si hubiera aumento de negocios. No pocas familias apretaban el dogal atado a su cuello por las dilapidaciones del pasado invierno; y otras, no teniendo ni siquiera dogal, se consolaban encareciendo las ventajas y encantos del verano de Madrid, que supera, con sus paseos y embelesadoras noches, al verano triste y eremítico de los pueblos circunvecinos. Veranear en Pinto o Getafe es como invernar en el Escudo o en Pajares.
Los Tellerías eran de esos que por nada se quedan. También ellos se iban, contra todo fuero y razón de la aritmética, y dando al traste con toda ley económica. Pero obligada a estirar hasta lo imposible la primavera, la marquesa decía que el tiempo era aún tolerable, que en el Norte llovía mucho y hacía frío. No teniendo motivos para prorrogar su viaje, sino antes bien razones poderosas para acelerarlo, León fijó día en la primera semana de Julio. Pero la víspera del día marcado un suceso trastornó los planes de todos. Ya sabían los hijos del marqués que su hermano Luis Gonzaga estaba enfermo. Gustavo y León sabían algo más; sabían que estaba atacado de un mal muy terrible, perseguidor y verdugo de la juventud contemporánea; mal que se aviene con las naturalezas débiles y extenuadas por las pasiones y el estudio. Como, según los informes de los padres de Puyoo, la enfermedad de Luis hallábase en grado incipiente, no habían dicho nada a la marquesa, esperando que esta sabría la verdad por sí misma, al hacer la visita acostumbrada al establecimiento durante la temporada de verano. Pero inopinadamente cayó sobre la casa, como rayo de la ira celeste, un aviso del rector anunciando que Luis Gonzaga había entrado de súbito en un período alarmante, y que… «deseando el joven ver a su familia, saldría al siguiente día para Madrid en el tren expreso».
Absortos y afligidos se quedaron todos, y más aún cuando al otro día vieron entrar al infeliz joven, que tan claro tenía en su persona el sello de la traidora dolencia y que semejaba un espectro en sotana. Su cara ofrecía, a pesar de estar ya como agostada por el frío beso de la muerte, gran semejanza con el rostro hermoso y vivífico de María. Ya se sabe que eran gemelos, y que se parecían todo lo que puede parecerse un hombre a una mujer, sólo que la joven, llena de aparente lozanía, aventajó siempre en vigor y representación física a su hermano, harto afeminado desde la infancia.
Barbilampiño y endeble, se creería nacido para el sacerdocio y para la contemplación de las cosas espirituales. Sus ojos, que por lo verdes y expresivos parecían espejos en que se reflejaba la propia mirada de María Egipcíaca, estaban rodeados ya de un cerco oscuro. Durante su niñez y juventud había vivido siempre abrasado por una fiebre constitucional con la cual iba tirando como si fuera un estado fisiológico. Ahora, cuando la solución se aproximaba, su fiebre era como un rescoldo interior que le consumía. La holgada sotana negra y floja marcaba, al sentarse y al andar, los duros ángulos del esqueleto; su voz parecía el eco de quien está hablando en algún rincón invisible y profundo, donde las corrientes de aire suspenden, entrecortan y apagan el sonido, haciéndolo oscilar como el chorrillo de una gotera.
Sentado en un sillón, a las demostraciones cariñosas de la familia respondía con escasas frases en que la intensidad del afecto compensaba el laconismo, con apretones de manos, con miradas ardientes y amorosas.
Desolada y suspirante, la marquesa no sabía contener la expresión de su dolor, y sus quejas concluían siempre con proyectos de administrar a su hijo aires puros, aires campesinos, aires de establo, y de llevarle a beber aguas salutíferas. Lo primero que se decidió fue celebrar junta de médicos, convocando a lo más selecto. El enfermo sonreía con expresión de incredulidad, pero sin oponer resistencia a nada, porque el hábito de la obediencia, tan arraigado en él, dábale fuerzas para dejarse zarandear en su agonía.
León no le había visto nunca. Cuando entró a verle, la marquesa le dijo: – Aquí tienes a tu hermano que no conoces.
– Le conozco – contestó Luis Gonzaga, dejándose estrechar su mano flaca, ardiente y húmeda por la de León.
Y, diciéndolo, clavó en él la mirada atenta, penetrante, por tanto tiempo que la marquesa, alarmada de aquel largo discurso de asombro mudo, dijo así:
– Ya sabes que es muy bueno.
– Ya, ya sé – repuso Luis, mirando a su hermana. – ¿Y os marcháis de Madrid?
– ¿Cómo quieres que nos vayamos dejándote así? – replicó María, derramando abundantes lágrimas.
– Pero tu esposo no querrá detenerse.
– Nos quedaremos – afirmó León, sentándose en el grupo que rodeaba al joven. – Ni María quiere separarse de su hermano, a quien no ha visto en tanto tiempo, ni yo quiero que se separe.
– Ni tampoco quieres tú separarte de ella – añadió la marquesa. – Eres un modelo de maridos complacientes y bondadosos… Quizás nos vayamos todos juntos.
– Luis mejorará – dijo León, – y entonces emprenderemos nuestro viaje.
No sabemos si era aquel mismo día o el siguiente cuando León se hallaba a solas con su suegra, presenciando uno de los más fuertes accesos de tristeza que en ella había visto, y que se determinaban en suspiros, en lamentaciones de su desgraciada suerte y en protestas de poner las cosas en un pie conveniente de orden y economía. La excelente señora derramaba copiosas lágrimas, y estrechaba la mano de su yerno, prodigándole los nombres más dulces de que se vale el cariño materno.
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