Benito Pérez - La familia de León Roch
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Más tarde, cuando terminada su carrera se vio rico, es decir, cuando comprendió que no sería esclavo de la ciencia, sino por el contrario dueño de ella, cultivó un poco la imaginación. Bien conocía que jamás sería artista, pero tomó en sus manos el fino estilete con que representan a una de las musas cuando las pintan en los techos; pero sus manos, que tan bien sopesaban la palanca de Arquímedes, eran toscas para instrumento tan delicado. «Está visto, decía, que siempre seré un bruto».
Había logrado escribir medianamente, con más claridad que elegancia; hablaba en público muy mal, atrozmente mal; pero en la conversación privada solía expresarse con elocuencia, siempre que el tema fuese alto. Había adquirido la costumbre de emplear mucho las figuras, por esa tendencia acertada que tiene hoy la ciencia a lisonjear en vez de espantar el sentido de la muchedumbre, y porque las formas parabólicas han sido siempre muy del gusto de los entendimientos superiores. Es el eterno homenaje tributado por la ciencia al arte, y al que este debe corresponder alumbrándose en su glorioso camino con la inextinguible luz de la verdad.
Aquel hombre tan preocupado de si esta piedra era más o menos siluriana que aquella, y de si otra cristalizaba en romboedros o en prismas, estaba desde su temprana juventud encariñado con un ideal para la vida, y era este una existencia sosegada, virtuosa, formada del amor y del estudio, las dos alas del espíritu, como en su jerga figurada decía. Desde que pasó la época de los afanes escolásticos, soñaba con buscar y encontrar aquel ideal en un matrimonio bien realizado, del cual nacería una familia. Esta familia soñada, la gran familia ideal, la suya, la placentera reunión de todos los suyos, ocupaba su pensamiento. ¡Cosa extraordinariamente bella y consoladora! Unirse con una mujer adorada, amante y sumisa, de clara inteligencia y corazón donde nunca se agotaran las bondades; ver después unos seres pequeñitos que irían saliendo y empezarían a hacer gracias, pedirían y a piando el pan de la educación; desarrollar en ellos con derechura el ser moral y el físico; vivir por ellos y atender a las necesidades de aquel grupo encantador, en cuyo centro la esposa y la madre parecería la imagen de la Providencia derramando sus dones, ora fecunda, ora maestra, ya cubriendo al desnudo, ya dando alimento al desfallecido, guiando el primer paso del vacilante, conteniendo el ardor del intrépido… ¡Oh!, para esto valía la pena de vivir; para lo que esto no fuera, no. Luego venían a su imaginación los encantos de la vida del rico ilustrado, que puede gustar los placeres del trabajo sin ser esclavo de él… una vida deliciosa, consagrada por mitad al estudio, por mitad a los cuidados de la familia, dividiéndola asimismo entre la ciudad y el campo, pues de este modo es más grata la Naturaleza y más grata la soledad; vida ni muy apartada ni muy pública, en un dulce retiro sin esquivez, lejos del bullicio, mas no inaccesible a los amigos discretos… Sí, era preciso realizar esto, y realizarlo pronto, antes de que se pasase la vida en un rodar incesante y vertiginoso; era preciso hallar pronto la que había de ser base de aquella felicidad soñada, pero realizable. La elección no era fácil; debía ser prudente, seria, estudiada; pero ¿acaso no estaba él en las mejores condiciones para hacerla bien?… Sí, la haría bien, porque era un sabio, tenía mucho talento, mucha serenidad, espíritu de crítica, grandes hábitos de análisis… Y sin embargo…
Capítulo XIV. Marido y mujer
– Y sin embargo… me equivoqué.
Esto decía para sí una noche en presencia de su mujer, solo con ella, en el silencio de la casa tranquila, abandonada ya por los tertulios, tibia aún por el calor de la reunión, en aquella hora en que el pensamiento cae en vagas meditaciones precursoras del sueño, después de representarse los hechos del día, que hace poco eran escenas y figuras reales y que pronto serían pesadillas.
Frente a él, dispuesta ya a acostarse, estaba la incomparable figura de la Minerva ateniense, cuyos ojos verdes, por aberración artística inconcebible, se fijaban en uno de esos vulgares libros de rezo, llenos de lugares comunes, oraciones enrevesadas y gongorinas, sutilezas hueras, páginas donde no hay piedad, ni estilo, ni espiritualismo, ni sencillez evangélica, sino un repique general de palabras. ¿Pero qué importa? Dejando que su mente se perdiera con somnolencia en semejante fárrago, María estaba soberanamente hermosa.
León había dejado caer de sus manos el periódico de la noche, otro repique general de timbres rotos, de cascabeles chillones y de ásperos cencerros, y contemplaba a su mujer, cavilando sobre la espantosa burla que había hecho él de su destino. Él, que había pasado su juventud conteniendo la imaginación, le había soltado un día las riendas sin conocerlo, y engañado, seducido por ella, se había dejado arrastrar por una ilusión impropia de hombre tan serio. ¿Cómo pudo dejar de prever que entre su esposa y él no existiría jamás comunidad de ideas, ni ese dulce parentesco del espíritu que descubren hasta los tontos? ¿Cómo se dejó llevar de la fascinación ejercida por una hermosura sorprendente? ¿Cómo no vio la pared de hielo, enorme, dura, altísima, que se levantaría eternamente entre los dos? ¿Cómo no penetró aquel entendimiento rebelde, aquel criterio inflexible, aquella estrechez de juicio, aquella falta de sentimiento expansivo, generoso, mal compensada por una exaltación áspera o mimosa? ¿Cómo no adivinó aquella sequedad y desabrimiento de su hogar, vacío de tantas cosas dulces y cariñosas, y en particular de la más cariñosa y dulce de todas, la confianza?
En un momento de profunda tristeza y desaliento, llevó su mano del corazón a la frente y asentó sobre esta la palma crispada, como echando una maldición a su sabiduría. María no advirtió aquel movimiento y siguió con los ojos fijos en el libro.
– Me enamoré como un estúpido – pensó él, volviendo a mirarla. – ¿Y cómo no si es tan hermosa…?
Después recordó sus infructuosas tentativas para formar el carácter de María. En la primera época del matrimonio, María amaba a su marido con más ardor que ternura. Bien pronto, sin dejar de amarle del mismo modo, empezó a ver en él un ser extraviado y vitando en el orden intelectual. León le había dado libertad para practicar el culto; y ella la usó con moderación al principio. Pero a medida que León trataba de influir en el carácter de ella, no para arrancarle su fe, como algunos mal intencionados dijeron entonces, sino por el deseo de establecer entre ambos la mayor armonía posible, abusaba ella de la libertad concedida a sus devociones, y estas llegaron a ser tantas que ocuparon pronto la mitad de su tiempo y casi todo su espíritu. No se crea por esto que renunció a las vanidades del mundo, pues gozaba de ellas, aunque sobria y moderadamente. Iba al teatro, con excepción del tiempo de Cuaresma, vestía muy bien, frecuentaba los paseos de moda, y dedicaba parte del verano a los esparcimientos y expediciones propias de la estación. De su persona cuidaba muchísimo, porque gustaba de agradar a su marido; de su casa, poco; de su esposo, nada, y el resto del tiempo lo consagraba al trabajo intelectual y práctico que le exigían varias congregaciones piadosas y las juntas benéficas a cuyo seno había sido llevada por sus amigas o por su madre. Militaba en la encantadora cuadrilla de la devoción elegante.
– ¿Pero no soy yo el rebelde? – decía León con desaliento. – ¿De qué la acuso? ¿De que tiene fe? Si yo la tuviera, seríamos felices. ¿Por qué no la tengo?».
Hubo un tercer período, durante el cual el amor de María permanecía inalterable, siempre más vehemente que tierno, y tan poco espiritual como al principio. En dicho período, María revolviéndose contra su esposo con arrebatos de querer humano y de piedad mística, sentimientos que, lejos de excluirse, parece que se complementaban en ella, quiso atraerle al camino de la devoción elegante, perfumado con inciensos, alumbrado con cirios, embellecido con flores, amenizado con bonitos sermones y acompañado de damas hermosas. La aspiración de María era ser piadosa sin perder al hombre que tan vivamente había realizado la ilusión de su fantasía. Llevarle a la iglesia era su afanoso empeño.
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