Benito Pérez - La familia de León Roch
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Y soltó una risa tan estrepitosa como su aliento asmático se lo permitía. Después se levantó, y poniendo ambas manos sobre la mesa cual si su cuerpo no pudiese mantenerse derecho sin ayuda de puntales, habló así:
– ¿Sabes, querido, que me vas a prestar otros cuatro mil reales?
León abrió una gaveta. Sonreía no sabemos por qué; pero nos consta que de todos los individuos de su familia política, aquel era, por lo inofensivo, el que le inspiraba más lástima, siendo esto tal vez la causa de que a veces le abriese su bolsa con paciencia y hasta con gusto, por no contrariar a un ser excesivamente miserable y desvalido. O quizás León plagiaba el sistema benéfico del vicario de Wakefield, quien siempre que quería sacudirse a algún pariente importuno le prestaba dinero, ropa, o un caballo de poco valor, «y jamás, dice, se dio el caso de que volviera a mi casa para devolvérmelo».
– Gracias, querido beau frère – dijo el mancebo, no ocultando la alegría que en la raza humana acompaña siempre a la adquisición de dinero. – Te lo devolveré el mes que entra con lo demás… No de una vez; te advierto que no podré dártelo junto… a plazos sí… ¡Es horrible! Si hubiera tres Semanas Santas en el año, todos los españoles tendríamos que pedir limosna… ¡Casca, casca…! ¡Vaya con los petitorios! La otra noche las de Rosafría me comprometieron a dar mil reales para el Papa… Ya ves… Si el mundo estuviera arreglado, el Papa debía darnos a nosotros… ¡Eh! ¡So tunanta!… ¡Lady Bull!… ¡Eh, venga usted aquí!
Estas palabras iban dirigidas a una alimaña rastrera y oscura que había entrado en el despacho con el joven, pero que hasta entonces se había mantenido en una actitud de circunspección respetuosa. Era una perrita de la horrible raza King Charles, que tenía el color de ratón, la redondez del puerco espín, un hocico de mono entre abigarradas lanas, y una panza de sapo mal sostenida por cuatro patas pequeñas. Al fin de la conversación, su cascabelillo, hasta entonces mudo, empezó a sonar, indicando grandes travesuras, y Polito la descubrió entre unos libros arrinconados en el suelo.
– ¡Venga usted aquí, aquí pronto!
La tomó en brazos. Entonces se sintió ruido de coches y el acompasado pisoteo de uno de estos caballos españoles que parecen corceles de estatua ecuestre, trotando eternamente sin salir de su pedestal.
– ¡Ah! Ya están aquí – dijo Leopoldo acercándose a la ventana. – Higadillos a caballo y el conde-duque en su break… Les dije que pasaran por aquí a recogerme. Vamos a ver el apartado… Allá voy, allá voy.
Desde su asiento vio León el coche detenido junto a la reja y el torero a caballo, un grosero mocetón de piernas ceñidas y cintura fajada, de cuerpo culebreante, no falto de belleza escultórica, rematado por zafia cabeza española de color de tabaco y el sombrero ancho. El caballo piafaba, y el conde-duque contenía los de su break, fogosos animales mestizos de sangre bearnesa y andaluza.
Poco tardó Polito en subir al coche con Lady Bull, y la alegre comparsa se puso en marcha calle abajo, presidida por Higadillos y alegrada por los cascabeles del tiro a la calesera. León miró con curiosidad aquel fragmento pequeño pero expresivo de la iconografía contemporánea de España.
Capítulo XII. Gustavo
Le miró, y una sonrisa afable, señal inequívoca de complacencia por la visita, iluminó su semblante triste. Después las miradas de uno y otro (pues se hallaban próximos a la ventana) se recrearon en la frescura aromática del jardín, sobre cuyo verdor pasaba el chorro de la manga de riego como un plumero de agua que limpia el polvo, ahuyentando los pájaros, deteniendo a las mariposillas, ahogando a los insectos, acariciando a las plantas. Hábilmente dirigida por el jardinero, penetraba en la espesura de los setos de evónimus, se desmenuzaba, para formar polvaredas líquidas, en las cuales jugaba fugaz arco-iris. El jardín era nuevo, de esos que se traen de casa del horticultor como los muebles de casa del tapicero, formando un todo completo, y se plantan con método, con su selva en miniatura, sus praderas, sus vergeles, sus peñascos bordados por la yedra, sus canastillos llenos de minutisa y de convolvuláceas. Cada conífera estaba en su sitio, y había esos corrillos simétricos en los cuales algunas filas de petunias aparentan estar de rodillas adorando la majestad de una araucaria imbricata, o la altiva insolencia de un drago que todo es púas. Diríase que todo acababa de ser desembalado, cual si más bien fuese hechura de la industria que de la Naturaleza; pero era bonito, fresco, alegre, y no se podía concebir cosa más apropiada para separar la calle, que es de todos, de la casa, que es de uno solo.
Después de que contemplaron un rato el jardín, se sentaron a tomar café.
– Antes de que se me olvide – dijo Gustavo, – quiero reprenderte una virtud que, por lo mal practicada, es dañosa: me refiero a tus liberalidades, que, indudablemente, perjudican a ti que las haces y a mi hermano que las disfruta. Sé que otra vez has dado dinero a Polito, y esto me disgusta, porque mi hermano es un vicioso de la peor casta que existe… Aquí, en el seno de la confianza, puedo decir todo lo que siento y juzgar con rectitud a los individuos de mi familia. Si su conducta me produce vergüenza, prefiero que me abrase el rostro a que me queme la sangre.
El que así hablaba era un joven formal y un poco severo, parecido a sus hermanos y a su padre, pero menos hermoso que María y muy distante de la extenuación irrisoria de Leopoldo. Su rostro, quizás demasiado duro, indicaba un carácter entero y completo, rara cosa en tal familia, convicciones arraigadas y una digna estimación de sí mismo. Era grave en el discurso, cortés en el trato, huyendo, al parecer, tanto de la arrogancia como de la llaneza, y manteniéndose en un medio de frialdad cultísima que algunos tenían por estudiada. Honrado y puntualísimo caballero en las relaciones comunes de la vida, poseía, de añadidura, instrucción no escasa y brillante talento. Ni alto ni bajo, ni grueso ni delgado, vestido de oscuro, la mirada serena detrás de sus lentes, exento de vicios, incluso el de fumar; parco en sus gastos, implacable con el desorden, Gustavo, hijo primogénito del marqués de Tellería, era según el común sentir, lo mejor de la casa, la honra de la clase en que naciera y una esperanza para la patria. Inútil es decir que era abogado. Su hermano Leopoldo lo era también, como casi todos los jóvenes españoles; pero si este no sabía ya qué forma tiene un libro, Gustavo estudiaba más cada día y aun defendía pleitos al amor del bufete de uno de los primeros jurisconsultos de Madrid. Había seguido la carrera genuinamente nacional y aventurera por excelencia, y saliendo de la Universidad sin ser nada, hallábase en camino de serlo todo. Debe añadirse que era elocuentísimo orador.
– A ti, querido León – añadió, – puedo confesarte que tengo horas de amarga tristeza por la conducta de alguna persona de mi familia, de todas ellas, mejor dicho, exceptuando a ese ángel que es tu mujer y al otro ángel, quizás más perfecto, que vive lejos de nosotros. ¿No es horrible ver a mi hermano corroído por el vicio, encenagado en la frivolidad corruptora que envilece a tantos individuos, no diré de nuestra clase, porque no es exclusiva de ella esta ignominia, sino de todas las clases? Empeñándose en hacer un papel superior a nuestros medios de fortuna, el ejemplo de otros le arrastra a una disipación absurda. Pero esos otros son ricos y mi hermano, no. Yo me indigno al ver a Leopoldo guiando coches y montando caballos que cuestan más de lo que él puede tener en un año… Además, su ignorancia me aflige y su holgazanería me desespera. ¡Oh!, tienes razón en lo que me has dicho alguna vez. Es muy exacta tu observación de que así como la plebe tiene su aristocracia, la nobleza tiene su populacho… Pero, en fin, no hablemos más de esto, que me entristece. Queda demostrado que no debes alentar el libertinaje de Polito.
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