Benito Pérez - La familia de León Roch

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– Bien; no hay más que hablar de este asunto – murmuró.

Siguió observando, revolviendo, tocando todo, cogiendo algunos objetos para acercarlos a sus ojos, y adaptando después uno de estos al ocular del microscopio, para decir con el singular orgullo de sí misma que caracteriza a la ignorancia:

– Pues yo no veo nada… Yo no sirvo para esto… Gracias… que te aproveche tu microscopio. Dime, ¿y con esto ven ustedes el alma?… ¡Ya!, como no la ven, sostienen que no existe.

Y antes que su yerno le diese contestación, fuese a él, parósele delante, le miró un buen rato, y, moviendo la cabeza, le dijo:

– Estoy pensando que a mi pobre hija no le falta razón para quejarse… No es esto decir que no seas un bendito, León; pero vamos a cuentas. Ella tiene sus creencias; tú tienes las tuyas; mejor dicho, no tienes ninguna. Tu falta de religiosidad y tu desdén por las venerandas creencias del pueblo español la ofenden, la lastiman, la afligen sobre manera. Querido – añadió poniéndole la mano en la frente con apariencias de cariño, – recuerda que el pueblo español es eminentemente religioso. Pues qué, León, ¿estamos aquí en Alemania, país de las locas utopías?

León dijo algo.

– No, no, no, basta que la dejes en libertad – replicole Tellería con viveza. – Es preciso que tú hagas algo. Tienes una fama de ateo que espanta. Yo te soy franco, mas querría perder mi posición y mi nombre en el mundo, que tener esa fama de ateísmo que tú mismo te has ganado. Comprendo las angustias de María; ella es religiosa; parece que, nacidos de un mismo vientre ella y su hermano, nacieron para ser santos… ¡Y concluirá por tenerte horror, y te aborrecerá, y no querrá vivir contigo…! Y si así sucede, tuya será la culpa por haberte significado demasiado en tus obras. Hombre, el que más y el que menos, todos tenemos nuestra levadurilla de herejía… es decir, yo no tengo nada, yo soy ortodoxo hasta la medula; a mí no me vengan con filosofías… Lo que hay es que todos, aun siendo creyentes, cumplimos mal, nos descuidamos; pero somos prudentes, tenemos tacto, guardamos las apariencias… consideramos que vivimos en un pueblo eminentemente religioso… recordamos que las clases populares necesitan de nuestro ejemplo para no extraviarse. Aquí no estamos en Alemania. ¡Oh!, te juro que aborrezco las utopías. El pueblo español tendrá muchos defectos; pero jamás ultrajará lo que ha sido causa de su gloria y del respeto que infundió a propios y extraños. Por encima de nuestras miserias descollará siempre la hidalguía castellana, para…

El noble señor no pudo concluir su frase porque León le interrumpió, hablándole con viveza y energía. Oyose durante largo rato la voz de uno y otro, y allá en la pieza lejana, donde cantaban los pájaros, María y su hermano Leopoldo suspendieron su conversación para prestar oído al rumor parlamentario que del despacho venía.

– Estos malditos pájaros no dejan oír una palabra – dijo el mancebo. – ¿Oyes, María? Papá y tu señor disputan… ¡Qué ganas de perder el tiempo!

María puso atención, después de decir a los pájaros con acento de enojo: – Callad, tontos.

Poco después, un brusco movimiento de la cortina dio paso a los bigotes corniformes del marqués, a su cara, en la cual la gravedad se hermanaba con el humorismo, como si en ella quisiera poner la Naturaleza un símbolo vivo del eterno y capital dualismo del arte.

– Ya lo sabes – dijo agridulcemente, entre serio y festivo. – Yo soy un hipócrita, un vividor… Tu caro esposo me lo ha dicho con buenas palabras… Un vividor, un hipócrita… sí, eso ha querido decir.

Y dio un beso a su hija.

– Positivamente – añadió – la cabeza de León está un tanto perturbada… ¡Lástima grande, porque es un guapo chico!… Estos malditos pájaros no dejan hablar.

– Callad, tontos.

¡Con cuánto ardor toman ellos parte en las disputas de los hombres! Entre los conceptos de la conversación acalorada o apacible, arrojan sus notas para ahogar las disputas humanas en una lluvia de alegría.

Mucho se habló después; pero los pájaros no lo dejaban oír. El lector tendrá paciencia para esperar a que callen los pájaros.

Capítulo XI. Leopoldo

Una mañana trabajaba León Roch en su despacho, cuando fue bruscamente interrumpido; alzó del papel los ojos, y fijándolos en el gran espejo que delante de él estaba sobre la chimenea, vio una figura enjuta y macilenta, una mueca de calavera, en la cual la descomposición subterránea perdonara un poco de piel; dos ojos saltones con cierta viveza morbosa como la de los delirantes, un cuello delgado y violáceo cuya piel llena de costurones parecía recientemente remendada; una nariz picuda y violácea también, de fina estampa, pero que por su agudeza iba tornando aspecto de pico y daba al rostro cierta fisonomía completamente ornitológica; una rala sembradura de pelos azafranados que rodeaban el largo óvalo de la cara, en delgada faja, semejando el pañuelo que se pone a algunos muertos para que no se les caiga la mandíbula inferior; una frente estrecha y granulosa, en la cual había trazado el sombrero amoratada raya, semejante a un surco de sangre; una cabeza chata, en la cual los cabellos bermejos se partían en dos graciosas alas; una cara, en fin, que era, si así es permitido decirlo, la descomposición o la transfiguración de una cara hermosa, o mejor dicho, la caricatura de una raza entera; y también vio unas manos metidas en bolsillos, y unos pies de mujer cuyas puntas apenas asomaban bajo las enaguas que en forma de pantalones, cubrían sus delgadas piernas; un cuerpo sin curvas, sin formas, sin donaires, como armadura hecha para la ropa; un traje de mañana rayado de arriba abajo; una corbata graciosamente anudada; un bastón que salía vertical de uno de los bolsillos, y una pomposa flor clavada sobre el pecho como el mango de un puñal cuando se acaba de consumar el asesinato. Y cuando esto vio, León dijo, bondadosamente:

– ¡Ah!, Polito, siéntate… ¿qué traes por aquí?

El joven se dejó caer en una butaca y estiró las piernas con muestras de cansancio. Habló. Su voz, que se esperaba fuese aguda y adamada, era ronca y carraspeante, una al modo de tos o gargarismo hablado, como esas voces que en la más baja escala social se forman en el pregón público y se endurecen con el frío de la mañana y el aguardiente de la noche. Después de hablar un momento, calló para echarse en la boca un objeto medicinal.

– No puedo abandonar la brea ni un instante… – dijo gruñendo. – Desde que la abandono, me ahogo… ¿Qué te haces, León? Siempre leyendo. Envidio tu vida tranquila… No, gracias, hoy no puedo fumar. Me lo ha prohibido el médico… es preciso ver si combato los ataques epilépticos… Ahora me encuentro bien. ¿Sabes que voy a Sevilla? Los muchachos se han animado, y no puedo quedarme aquí. Vamos cuatro amigos: Manolo Grandezas, el conde-duque, Higadillos y yo. Higadillos tiene que torear los tres días de feria… ¿Por qué no te animas? A María le gustará mucho ver la feria.

– Si ella quiere ir, estoy dispuesto a llevarla.

– Ella no quiere ir, ese es el caso – añadió el de la ronca voz. – Y a propósito, mio caro Leone, por ahí dice la gente que sois muy desgraciados, que no congeniáis ni poco ni mucho, que tu descreimiento es un martirio para mi pobre hermana. Yo me río, León; me río de estas cosas… «Pero si es el hombre mejor del mundo, si es un caballero como hay pocos», les digo yo… Aquí de mis elogios. ¡Cascarones!, ya sabes que yo no digo sino lo que pienso… Anoche dijeron las de Rosafría que no comprendían, ¡mira tú qué sandez!… que no comprendían cómo mi hermana se casó contigo. «Pero, señores, sean ustedes razonables, consideren ustedes…». Nada, nada… que eres de los de cáscara amarga, pero muy amarga. A una señora que tú conoces, y yo y todos… no te digo quién es… le oí decir estas mismas palabras: «Antes quisiera ver muerta a mi hija que casada con un hombre así…». No faltó quien te defendiera, aun en el bello sexo… «¡Ah!, es hombre de grandísimo mérito…». La señora decía que no con su boca, con su mano, con su abanico… «Hay cosas que no pueden ser – decía, – que no pueden ser…». Por último, querido León, yo no me atrevía a defenderte… Lo que te aconsejo ¡cascarones!, es que no vayas a casa de ciertas personas; te expondrías quizás a recibir un gran desaire por todo lo alto, o a que te planten un par de palitos cuarteando. La de Borellano te llama la bestia negra… Sin embargo, dice que eres simpático. Pepe Fontán dijo una cosa muy chusca a propósito de la inquina que te tiene la de Borellano. «Nada, todo eso es despecho, porque de todos los hombres que conoce, León es el único que no le hace el amor». Ya sabes que ha tenido un amante por año… Por eso dice Cimarra que no puede ocultar su edad… ¡Pobre Federico! Cuentan que ha reñido con su mujer y su suegro… Parece que falsificó unas letras… Nada, que me le mandan a La Habana… Pero ¿qué hora es? ¡Las once! ¿Y tu mujer no viene de misa? Te concedo que son demasiadas misas. ¡Ah!, ya sé: ella y mamá estarán de tertulia con el padre Paoletti, un italiano berrendo en negro, retinto… ¡Casca!… Si yo fuera casado… pero no; yo no seré cornúpeto, passez moi le mot… ¡Oh!, si lo fuera, mi mujer haría mi gusto y nada más. María es buena; pero cuando se le pone una cosa en la cabeza… No creas, yo también le he dicho mis verdades por su impertinencia… Compañero, es horrible eso de tener una mujer que constantemente nos está contando el estribillo: «hombre, confiesa; hombre, comulga; hombre, ve a misa…». ¡Cascarones! Es para darse un tiro… Puesto que le das libertad, ella debiera ser prudente. Por tu parte, haces mal en tomar tan a pecho lo que vale tan poco… Mira tú, yo dejaría a mi mujer que oyese cuatrocientas veintisiete misas al día, y que tomara varas con todos los confesores. Poniéndole tasa en eso de gastarse mi dinero en Manifiestos, le llevaría el genio. ¡Bah!, siempre que ella me hablara de cosas santas, yo le diría: «Sí, hija mía; todo lo que quieras. Esto, y lo otro, y lo de más allá». En fin, que no reñiríamos nunca por un dogma más o menos; y al mismo tiempo, querido León, yo me divertiría todo lo posible. Comparito, eso de irse al Infierno sin pasar antes buena vida, es lo más tonto del mundo. Aburrirse aquí entre libros, y luego condenarse allá… porque tú te condenarás, y yo también, León… allá iremos todos.

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