Agustín Alvarez - La transformación de las razas en América
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Pero no será perdido en vano el tiempo transcurrido en los diversos campos de su actividad; irá acumulando datos, notas diversas, amontonando observaciones, haciendo aprendizaje en la naturaleza de los hombres y las cosas, en las costumbres y hábitos; palpando errores, deformaciones, vicios ancestrales, acaso siempre con esa sonrisa de hombre bueno, "matizada de ironía", que le servirán para su ulterior labor crítica y consultiva de escritor costumbrista y de filósofo moralista. Eso mismo lo hará abominar de todo el pasado hispano-colonial, sintiendo por él un santo horror, a igual de otros grandes pensadores nuestros: Sarmiento y Alberdi; pasado que ha moldeado ese tipo de individuos y de sociedades, resignados hasta el fatalismo, supersticiosos, fanáticos y perezosos, como una consecuencia del pésimo régimen político, del feudalismo de la tierra unido al detestable régimen económico y, sobre todo, como un producto de la morfina absorbida por siglos de cristianismo que en su afán de cultivar el alma para la otra vida ha descuidado ésta "flaca vida terrenal", formando así sociedades reacias a la higiene, a la cultura y al trabajo, poco aptas para la civilización y el progreso técnico. Con su moral de renunciamiento, de dolor y amargura, depresiva de la personalidad, que él combatirá tenazmente sabiendo cuán hondas son sus raíces y cuán esparcidas están, como fervoroso de la ciencia que era, sin ser propiamente un hombre de ciencia. Por eso procurará trazar las bases de un nuevo mundo moral, fundamentado en el culto de la vida, de la belleza y de la libertad interna y externa, mediante la educación del individuo en la virtud y libertad que da la sabiduría. Por eso también será un europeísta, coincidiendo en esto, como en su pasión por la educación popular, otra vez con Sarmiento, pues sobre todo era un apasionado del tipo anglo-sajón. Se esforzará por mejorar el individuo trabajando en la levadura criolla, según el modelo del norte, entendiendo así mejorar la colectividad. Lleno de un sano optimismo, confiaba en el futuro, labrando la dura argamasa sin temor de romperse las manos.
Trabajaba para el porvenir, generoso y desinteresado, confiando en él, entendiendo que "todos los ideales del presente pueden ser realizados en el porvenir como están excedidos en el presente todos los sueños del pasado".
No hacemos aquí un estudio crítico. Esbozamos simplemente, sin mayor pretensión, la obra junto al hombre. Eticista a la manera de Emerson, – con quien se le ha encontrado tanto parecido – aunque no es tan exacta la semejanza, será el Emerson del sur, más propiamente, el Emerson argentino.
Su obra seria de escritor no comienza hasta los treinta y siete años de su vida, con "South America", seguido de otros volúmenes que guardan una acentuada unidad de tendencias; "Manual de patología política", que será llamado primero "Manual de imbecilidades argentinas", cambiando más tarde el nombre y el contenido con algunos agregados; irán apareciendo luego otros libros más: "Ensayo sobre Educación", ¿A dónde vamos?"; hasta rematar, sereno y profundo el escritor, con "Transformación de las razas en América", "Historia de las instituciones libres" y "La creación del mundo moral".
Por la virtuosidad de sus ideales y la austeridad de su vida de varón tranquilo y fuerte que "iba armado con aquel invulnerable escudo de la bondad y de la justicia que permitía a M. Bergeret recoger la piedra que una multitud enfurecida le arrojaba porque se había atrevido a decir la verdad y murmurar sonriente: es un argumento cuadrangular", podemos considerarlo como el tipo ideal del ciudadano – que dijera de Alberdi, Jaurés, – en la más honrosa expresión del término y maestro del pueblo también, ya que no pasó su vida como tantos escritores de serrallo – lejos de la vida colectiva y de su época – tejiendo filigranas y arabescos, sino que dedicola en sus últimos y laboriosos años a instruir al pueblo y la juventud, desde la cátedra, con libros, folletos, conferencias públicas, para libertarlo de los dogmas religiosos y de prejuicios y rutinas de toda índole, después de haberse libertado a sí mismo por la sabiduría; y porque es un alto exponente de energía, de labor, de esfuerzo propio, es digno de presentarse como un modelo, a los jóvenes y a los hombres de trabajo que luchan en la pobreza por mejorarse día a día, llevando prendido al alma un sano y noble ideal.
Tenía el estilo sencillo, fácil y claro sin la rebuscada erudición de los que quieren deslumbrar más que enseñar. Ello no significa que no hubiera erudición en sus libros: la hay, y de buena ley, pues que era un infatigable estudioso, un apasionado de la ciencia, gustando a menudo fundamentar en ella sus aseveraciones. Ni aparatoso, ni solemne, a pesar de estar llenos sus libros de sanas y saludables máximas morales que trasuntaban su anhelo de justicia y de bien, preocupación constante de su vida de escritor.
A veces tórnase picaresco, malicioso, agudo, para zaherir el vicio, el prejuicio o la rutina. Es siempre pintoresco, bueno, lleno de sana alegría, como si se hubiera propuesto curar la melancolía ingénita de nuestro pueblo, imbuido de tristeza romántica.
Dijérase que la forma le preocupaba bien poco. Llenos están sus libros de desaliño – sobre todo los primeros, en que hasta la gramática se resiente – en un cierto agradable desgaire. Álvarez no es un estilista. Podríase afirmar – como se dijo de Sarmiento – que escribe en mangas de camisa. No importa que la palabra no suene bien, que la frase sea un lugar común, con tal que aquélla o ésta expresen con exactitud el concepto y se comprenda bien su significado.
No hará literatura vana de hojarasca y ampulosidad; no escribirá ni una página en que haya el rebuscamiento alambicado de la locución, el refinamiento esmerado de la forma, que degenera a menudo en un verbalismo odioso, en que tanta gente de letras malgasta su tiempo. No hará jamás ni una filigrana, ni un arabesco. A él le interesan las ideas, los conceptos como expresión de verdades. Irá al fondo del problema o la cuestión, y lo tratará con claridad y conocimiento. Sin que ello importe que no guste de la belleza, como que campean en sus libros imágenes hermosas como novias garridas y apuestas, pues que no desdeña unir a la línea severa de la idea la curva elegante y armoniosa del arte.
Pero siempre familiar e irónico. Esta última condición le viene de su fuerte cepa nativa; es la socarronería del criollo que el hombre culto ha perfeccionado y pulido.
Se le ha criticado, y con razón, que no tenía el dominio de la síntesis artística de la prosa. Se repite a cada momento; da vueltas y rodeos sobre un mismo tema. En tal sentido puede decirse que escribió muchas páginas inútiles; pero no es esto aceptar aquella imputación de mal gusto e inoportunidad que le echaron al rostro por haber dado demasiada importancia a la cuestión religiosa. Ella la tiene, sin duda, para preocupar a escritores y pensadores, y Álvarez estuvo en lo cierto; ya nos ocuparemos luego de ello.
Hay algo, sobre todo en el escritor y en el hombre, que lo hacen inconfundible, único: es su valentía moral. Conocer la verdad, es ya, por cierto, un mérito. Decirla sin reticencias ni eufemismos es de suyo admirable. Pero vivirla, uniendo la idea al hecho, la teoría a la práctica, la prédica a la acción es, a no dudarlo, una heroicidad. Exponer sus prestigios, sus méritos, su porvenir entero es el heroísmo moderno más alto y más noble.
Tocole vivir una época de bizantinismo desenfrenado, en que la corrupción lo invadía todo y los valores morales se cotizaban en moneda nacional. Un pueblo de caballeros en que no abundaba la hombría de bien, es decir, un pueblo de respetables ladrones. El ditirambo, el panegírico, la sumisión incondicional al potentado fue un medio de alcanzar posiciones, de conquistar rangos y de labrar fortuna. Su espíritu selecto chocó con el sensualismo ambiente de pillos y vividores y lo marcó con su pluma de fuego.
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