Arthur Dourliac - Liette

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– ¿Crees tú?

– ¡Bah! tengo buenos ojos, y Raúl es un hombre demasiado galante para…

En este momento llamaron al ventanillo y el objeto de esos elogios mostró su fino bigote en la estrecha abertura.

Con su inconveniencia natural, la comandanta iba a acogerle amablemente como visitante, pero al verse en un espejo los papillotes desrizados y el peinador deslucido, se escondió precipitadamente en el comedor.

Julieta no se había levantado, y después de responder con una ligera inclinación de cabeza al saludo ceremonioso del joven, se quedó esperando.

Raúl parecía un poco turbado a pesar de su aplomo. La actitud cortés pero digna de la joven empleada paralizaba sus brillantes facultades.

Después de unos cuantos cumplimientos triviales, a los que ella respondió con extremada reserva, se quedó cortado golpeando con expresión indecisa la tabla del ventanillo y como molesto por aquella límpida mirada que formulaba claramente esta pregunta:

– No es a la señorita Raynal a quien debe estar dedicada esta visita; ¿qué quiere usted, pues?

Por fin dijo el joven, rompiendo resueltamente el silencio.

– Debo, señorita, parecer a usted muy torpe y muy tonto, pero por más que hago no puedo separar la función de usted de su persona, y necesito todo mi cariño hacía mi tío…

Liette le miró asombrada.

– En resumen, señorita, el señor Neris, por motivos personales, desea que cierta correspondencia no pase por el castillo ni por las manos de los criados… No queriendo venir a recogerla él mismo, me encarga de ese cuidado cuando estoy aquí… Con la señorita Beaudoin la cosa me era indiferente… pero con usted…

Tenía una expresión tan confusa, que Liette vino en su ayuda:

– Nada más sencillo, caballero; dígame usted las iniciales.

– H. N., 32.

La empleada buscó en la casilla correspondiente y retiró dos cartas de una elegante letra inglesa y sello de Londres, que él hizo desaparecer prestamente en el bolsillo de la americana como si tuviera prisa por sustraerlas a aquella cándida mirada. Después dijo tratando de dar una explicación:

– No hay nada en esto que no sea muy natural. Mi tío hace mucho bien y se interesa paternalmente por muchas personas… Pero mi madre es muy propensa a sospechar el mal, y por no disgustarla… En fin, hay que ser indulgentes con las debilidades de un anciano que es en suma el mejor de los hombres.

Raúl balbucía y se contradecía mil veces, fingiendo una cortedad que era un homenaje a la virtud de la huérfana, que no podía menos de agradecérselo.

Así, cuando el joven se despidió deshaciéndose todavía en excusas, Liette pensó sin la menor sospecha:

– ¡Pobre muchacho! Bonitas comisiones le encarga su tío…

Raúl no era uno de esos fríos corrompidos, uno de esos «feroces» sin principios, sin moral y sin freno que no conocen otra regla más que su placer, otros deberes que sus apetitos ni otra ley más que el código.

No era tampoco un Lovelace, un don Juan ni un Richelieu, brillantes mariposas que revolotean de flor en flor, incapaces de un cariño sincero, únicamente cuidadosos de enredar en las guías de su bigote los corazones femeninos y para quienes Amor es sinónimo de Amor propio.

Lejos de eso; a pesar de cierto fondo de escepticismo, su alma era susceptible de ímpetu espontáneo, de súbito desinterés y de efímero entusiasmo, de donde brotaba una emoción fugitiva, una sensibilidad superficial bastante para dar la ilusión de un corazón tierno y generoso donde no había en realidad más que un manojo de nervios.

Era víctima de una educación mal dirigida que había tratado ante todo de hacer de él un hombre brillante, pero no un simple hombre honrado en la alta acepción de la palabra.

Indulgente, pero firme, la de Candore no vacilaba nunca para hacerle sentir el freno y la brida cuando se trataba de su salud, de su fortuna o de su porvenir, pero sin cuidarse seriamente del lado moral. Muy orgullosa de aquel guapo y elegante caballero, que no había heredado de su padre más que el nombre, le dispensaba con gusto sus defectos de hijo de familia y sus caprichos de desocupado con tal de que no adoleciesen de burguesismo ni de vulgaridad.

La hija del jardinero Neris tenía un desdén de gran señora por lo que ella llamaba la moral de la gentecilla, y a pesar de su aparente rigorismo, pedía solamente a su hijo que sus vicios fuesen de buen tono.

Por otra parte estaba segura de su ascendiente sobre aquella naturaleza débil y maleable bajo una aparente independencia. Raúl era incapaz de resistir a la autoridad de su madre y cualquiera que fuese su rebelión pasajera, cedía tascando el freno a esa influencia maternal siempre sabiamente disfrazada.

En efecto, por una diplomacia femenina digna de un discípulo de Talleyrand, la condesa no parecía jamás preocupada por las acciones de su hijo, y los hilos que hacía mover estaban muy hábilmente disimulados para inspirar la menor sospecha a la naturaleza más quisquillosa.

En las pocas circunstancias delicadas en que había intervenido indirectamente, Raúl no lo había jamás sospechado y había atribuido a su iniciativa, a su voluntad y a su energía decisiones que hubiera sido incapaz de tomar solo.

Actualmente, las forzadas aproximaciones de la existencia común no habían hecho apartarse a la castellana de esa sabia línea de conducta, y el joven agregado estaba tan libre en el castillo (así al menos lo creía) que en su embajada de Londres, y toda la vigilancia, todos los rigores y todas las precauciones maternales se concentraban en la cabeza del señor Neris.

– Lo que yo defiendo es vuestra herencia, hijos míos – había declarado redondamente la de Candore a su hijo.

Y la cosa, naturalmente, no podía parecer mal a Raúl, aunque las medidas tomadas contra uno se aplicasen también al otro.

Esta hábil política tenía la doble ventaja de respetar el amor propio de Raúl y de evitar toda explicación.

Neris era, pues, la cabeza de turco encargada de sufrir los golpes de su sobrino, que no podía defenderse puesto que no le acusaban, y debía simular la indiferencia… cosa bastante fácil para aquel corazón ligero.

Bueno es decir que por una especie de adivinación, la condesa percibía siempre el momento favorable, el instante psicológico, y que tenía, por otra parte, una extremada delicadeza de tacto y una rara habilidad.

Con esta táctica evitaba a su hijo toda lamentable aventura; en cuanto a los demás, poco le importaban.

La pobre Juana lo había experimentado duramente.

Es justo reconocer que si la noble dama temía en su hijo un amor naciente causado por el azar de un encuentro fortuito, estaba lejos de suponer la gravedad de su conducta y de saber que era a su mujer legítima a quien había logrado introducir bajo el techo materno en calidad de institutriz.

Locamente enamorado y con una ligereza que no podía compararse más que con su inconsciencia, había determinado a la joven inglesa a casarse clandestinamente con él al salir de Londres, matrimonio facilitado por las leyes de la libre Inglaterra, pero absolutamente nulo en el continente. La cándida miss se había fiado de su palabra, que él tenía acaso entonces intención de cumplir, y, para captarse las simpatías de su futura suegra, había aceptado el papel dictado por aquel a quien consideraba como su legítimo dueño y señor ante Dios y ante los hombres.

Hemos visto lo que había resultado.

Después de una luna de miel que debía ser eterna y que ya se había ido a reunirse con las lunas pasadas, el conde, cansado de aquella gran pasión, importunado por aquel amor de que él no participaba e irritado por las dificultades crecientes de aquella situación imposible que él mismo se había creado, agradeció a su madre que le sacase de ella bruscamente por un acto de rigor en el que él no tenía que hacer más que lavarse las manos, y había saludado como un verdadero alivio la libertad reconquistada en el momento preciso en que se dibujaba en su horizonte de desocupado una nueva aventura llena de atractivos.

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