Eugène Fromentin - Fiebre de amor (Dominique)
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Lo que había de más positivo – sobre todo para quienes mi porvenir hubiera podido ser objeto de atención, – es que aquella manera de vivir mal llamada sana y vigorizadora, constituía una pésima forma de educación.
Por muy despreocupado que yo fuese, tuteándome y codeándome con camaradas de aldea, en el fondo estaba solo: porque era solo de mi raza, solo de mi rango, y en desacuerdo, por múltiples conceptos, con el porvenir que me esperaba.
Me ligaba a gentes que podían ser mis servidores, no mis amigos; me arraigaba sin advertirlo, sabe Dios con qué resistentes fibras, en lugares que habría de abandonar lo más pronto posible; adquiría, en fin, costumbres que no conducirían más que a hacer de mí la persona ambigua que usted conocerá más adelante, mitad campesino y mitad dilettante , tan pronto lo uno como lo otro, y muchas veces uno y otro sin que jamás ninguno de los dos prevaleciera. Mi ignorancia, como queda dicho, era extrema: mi tía se dio cuenta de ello y se apresuró a traer a Trembles un preceptor, joven maestro del colegio de Ormessón. Era un espíritu bien conformado: sencillo, discreto, preciso, nutrido de lecturas, teniendo una opinión sobre todas las cosas, dispuesto a proceder, pero nunca antes de haber discutido los motivos de sus actos, muy práctico y por fuerza muy ambicioso. A nadie como a él he visto entrar en la vida con menos ideal y más sangre fría, ni apreciar su destino con visual más firme contando con menos recursos. Tenía la mirada franca, el gesto libre, la palabra neta; y exactamente el atractivo, el tipo y el talento que son necesarios para deslizarse insensiblemente en las masas e imponerse. Un carácter semejante, en oposición absoluta con el mío, era el más apropiado para hacerme sufrir; pero debo añadir que, además de ser realmente bueno, poseía una rectitud de espíritu a toda prueba. Aparentaba más de treinta años, aunque sólo contaba veinticuatro, y se llamaba Agustín, nombre que usaré para designarlo, hasta nueva orden.
Tan pronto como se instaló entre nosotros cambió mi vida, en el sentido a lo menos de que de ella hicieron dos partes. No renuncié a las costumbres adquiridas, pero me fueron impuestas otras. Tuve libros, cuadernos de estudio, horas de trabajo; con eso se acrecentó mi afición a las distracciones permitidas en los intervalos dedicados al recreo, y lo que bien puedo llamar mi pasión por el campo aumentó con la necesidad de diversiones.
La casa de Trembles era entonces igual que usted la ve. ¿Más alegre o más triste?.. Los niños tienen la predisposición a alegrar y engrandecer lo que les rodea en términos que más tarde todo se empequeñece y se torna triste sin causa aparente y tan sólo porque el punto de mira no es el mismo. Andrés – a quien usted conoce y que no ha salido de la casa desde hace sesenta años, me ha repetido muchas veces que entonces todo sucedía poco más o menos como ahora. La manía que contraje muy temprano de escribir mis iniciales y de estampar sellos conmemorativos por cualquier cosa, podría servirme para rectificar mis recuerdos si ellos no fueran completos e infalibles. En algunos momentos, como usted comprenderá, los largos años que me separan de la época de que estoy hablando desaparecen, olvido que he vivido después, que el tiempo y las circunstancias me han impuesto cuidados más graves, han creado causas diferentes de alegría y de tristeza y establecido razones de enternecimiento mucho más serias: es como una antigua trampa en que se cae de nuevo, y permítame usted esta imagen en gracia a que está un poco más conforme con lo que siento; como una vieja llaga ya completamente curada, pero sensible, que de pronto se reanima, y al tocarla duele y hace gritar. Imagine usted que antes de ingresar en el colegio, al que fui más tarde, ni un solo día dejé de ver aquel campanario que se distingue allá lejos, viviendo en los mismos lugares y observando las mismas costumbres, y comprenderá que al encontrar hoy las cosas de entonces en igual ser y estado que las conocí y las amé, siga amándolas. Sepa usted que ni uno solo de los recuerdos de aquella época se ha borrado – diré más aún, – ninguno de ellos se ha debilitado y no le causará asombro el que divague hablándole de reminiscencias que tienen el poder de rejuvenecerme al punto de volverme niño. Hay nombres de lugares especialmente, que nunca he podido pronunciar a sangre fría, y el de Trembles es uno de ellos.
Aun conociendo usted estos lugares tan bien como yo, es dificilísimo que llegue a comprender hasta qué punto yo los hallaba deliciosos: todos lo eran para mí, hasta el jardín que, ya lo ve usted, es bien modesto. Había en él árboles, cosa rara en todo el contorno, y muchos pájaros en ellos, porque el arbolado los atrae y no los podrían hallar en otra parte; había también en él, orden y desorden, paseos enarenados que conducían a las verjas de entrada y que halagaban cierto afán que siempre tuve por los sitios en que puede uno discurrir con cierto aparato; paseos en los cuales las damas de otra época habrían podido desplegar sus vestidos de ceremonia; oscuros rincones, bosquecillos húmedos, apenas penetrados por el sol, en los cuales todo el año crecía el verdoso césped sobre la tierra esponjosa, lugares solitarios visitados sólo por mí, que ofrecían cierto aspecto de vejez y de abandono y estaban llenos de recuerdos. Gustábame sentarme en los macizos que limitan las sendas e informarme de la edad de los arbustos que los poblaban, todos muy viejos; tanto, que aseguraba Andrés que ni mi padre, ni mi abuelo, ni mi bisabuelo los habían visto plantar. Por las tardes, desde lo alto de la casa contemplaba el jardín; en el ángulo del parque los almendros, los primeros árboles cuyas hojas arrancaba el viento de septiembre, formando raro transparente sobre el fondo llameante del cielo teñido por los rojos destellos del sol poniente. En el parque había muchos árboles blancos, los fresnos y los laureles en los cuales habitaba una multitud de zorzales y de mirlos durante todo el otoño; y más lejos se destacaba un grupo de añosas encinas – el árbol que se despoja el último y reverdece el primero; que hasta en diciembre conservaba su rojiza hojarasca, cuando todo el bosque parecía muerto; que asilaba en sus nidos a las urracas y ofrecía elevado lugar de reposo a las aves de alto vuelo; en cuyas ramas se posaban los primeros cuervos que el invierno atraía al país.
Cada estación nos traía sus huéspedes y cada uno de ellos elegía el más adecuado alojamiento: los pájaros de primavera en los árboles en flor; los de otoño un poco más alto; los del invierno en la espesura, en los grupos de árboles de hoja perenne, en las encinas y en los laureles. Algunas veces, en pleno invierno, por la mañana, un ave más rara volaba en algún rincón muy solitario del bosque; su vuelo era ruidoso, torpe, pero rápido; era una chocha-perdiz llegada por la noche; subía chocando las alas con las ramas desnudas de los árboles y se deslizaba entre ellos; apenas se le veía un momento, el tiempo preciso para mostrar su pico largo y recto. Después ya no se volvía a encontrarla hasta el año siguiente por la misma época y en el sitio mismo, al punto que parecía ser el mismo emigrante que retornaba.
Las tórtolas llegaban en mayo, al mismo tiempo que las abubillas o cucos. En las noches serenas y tibias oíase su arrullo, suave y lento, cuando en el aire había un hálito de juventud que parecía exhalarse de la activa expansión de la savia nueva. En las profundidades de la espesura, sobre el límite del jardín, en los cerezos blancos, en las alheñas en flor, en los tilos cargados de aromosos ramos, toda la noche – durante aquellas largas noches en que yo dormía poco, cuando brillaba la luna o a veces caía la lluvia, lenta, caliente, silenciosa, como lágrimas de gozo, – para mi delicia y mi tormento gorjeaban o no los ruiseñores. Callaban si el tiempo era triste; y si brillaba el sol recomenzaban sus trinos prometiendo el próximo verano. Después de la cría ya no se les oía. Y muchas veces, a fines de junio, cuando el sol abrasaba, en la espesura del bosque solía encontrar un pajarito mudo, de color oscuro, azorado, que erraba sólo revoloteando de rama en rama: era la avecilla de primavera que nos abandonaba.
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