Eugène Fromentin - Fiebre de amor (Dominique)
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Luego que abandonaba aquella habitación peligrosa poblada de fantasmas en la cual se comprendía que una multitud de tentaciones debían acosarle, Domingo tornaba a ser el campesino de Trembles. Dirigía una frase cariñosa a su esposa y a sus hijos, tomaba la escopeta, llamaba a los perros, y si el cielo sonreía íbamos a terminar el día en el campo empapado de agua.
Hasta noviembre duró aquella vida fácil, familiar, sin grandes expansiones, pero con el abandono sobrio y confiado que Domingo sabía poner en todo lo que no estaba mezclado con asuntos de su vida íntima. Gustaba del campo como un niño y no lo ocultaba; pero hablaba de él como hombre que en el campo habita, no como literato que lo canta. Había palabras que nunca pronunciaban sus labios, porque jamás conocí hombre que fuese más pudoroso que él en cierto orden de ideas, y la confesión de sentimientos llamados poéticos era un suplicio que estaba muy por encima de sus fuerzas.
Tenía por el campo una pasión tan sincera, aunque contenida en la forma, que le llenaba de voluntarias ilusiones y le impulsaba a perdonar muchas cosas a los aldeanos aunque les reconociera ignorantes y cargados de defectos y aun de vicios. Vivía en perenne contacto con ellos, pero no compartía ni sus costumbres, ni sus gustos ni uno solo de sus prejuicios. La extrema sencillez de su traje, de sus maneras y de su vida todo era excusa de superioridades que ninguno de los que le trataban hubiera sospechado. Todos en Villanueva le habían visto nacer, crecer, y después de algunos años de ausencia tornar al país natal y arraigarse en él. Había viejos para quienes con sus cuarenta y cinco años ya era siempre Dominguito; pero de todos los que a diario pasaban cerca del castillo de Trembles y reconocían en el segundo piso, a mano derecha, aquel cuarto que fue su habitación de niño adolescente, ni uno solo sospechaba, por cierto, el mundo de ideas y de sentimientos que le separaba de ellos.
He hablado de las visitas que Domingo recibía y me cumple volver sobre ese asunto por razón de un suceso del cual fui, hasta cierto punto, testigo, y que le impresionó hondamente.
Entre los amigos que según costumbre se reunieron en Trembles para festejar a San Huberto, estaba uno de los más viejos camaradas de Domingo, llamado D'Orsel, muy rico, que vivía retirado, según se decía, sin familia, en un castillo situado a una docena de leguas de Villanueva.
Era D'Orsel de la misma edad que su antiguo camarada, aunque su cabello rubio y su rostro afeitado eran parte a que representara algunos años menos. Tenía buen tipo, vestía muy bien, distinguíanle maneras seductoras por lo cultas, y un dandismo inveterado en los gestos y en las palabras, que constituían un atractivo real. Había en todo su ser moral mucho abandono o mucha indiferencia o mucho fingimiento. Era entusiasta de la caza y de los caballos, y después de haber adorado los viajes no viajaba ya. Parisiense por adopción, casi por nacimiento, un buen día se supo que había abandonado París sin que nadie fuera capaz de determinar la causa de aquella retirada, y que había ido a encerrarse en su castillo de Orsel absolutamente solo.
Su vida era verdaderamente extraña. Como en un lugar de refugio y de olvido dejándose ver muy poco, no recibiendo a nadie, no se explicaba su conducta más que por causa de desesperación, puesto que se trataba de un hombre todavía joven, rico, en quien era razonable suponer, si no grandes pasiones, a lo menos vivos ardores de carácter muy diverso. Poco instruido, aunque había adquirido de oídas cierto grado de cultura intelectual, manifestaba altivo menosprecio por los libros y profunda conmiseración por aquellos que a escribirlos se consagraban. ¡Para qué eso! Después de todo la existencia es sobradamente corta y no merece la pena de tomarse tantas preocupaciones… Y sostenía con más ingenio que lógica la tesis vulgar de los descorazonados, por más que nada justificara el que se considerase uno de ellos. Lo que había de más sensible en aquel carácter – un poco difuso, como si estuviera cubierto de una capa de polvo de soledad, y cuyos rasgos originales comenzaban a desgastarse, – era una especie de pasión indecisa y no extinguida al mismo tiempo, por el gran lujo, los grandes placeres y las vanidades artificiales de la vida. Y la hipocondría fría y elegante que dominaba todo su ser demostraba que si algo subsistía después del desaliento ante tales ambiciones tan vulgares, era el disgusto de sí mismo y al propio tiempo el excesivo apego al bienestar.
En Trembles siempre era recibido con mucho cariño, y Domingo le perdonaba la mayor parte de sus rarezas en gracia a la vieja amistad que les unía, y en la cual D'Orsel ponía, por cierto, todo lo que le quedaba de corazón.
Durante los pocos días que pasó en Trembles, tal como sabía ser en sociedad, es decir, un compañero amable de agradabilísima conversación y aparte, alguna que otra salida de la ordinaria reserva, nada reveló hasta qué punto el fastidio dominaba en su espíritu.
La señora de Bray se había impuesto la tarea de casarlo: quimérica empresa, pues nada era más difícil que llevarle a discutir razonablemente sobre tales ideas. Su respuesta ordinaria era que ya había pasado la edad en que uno se casa por inclinación, y que el matrimonio, como todos los actos capitales y peligrosos de la vida, reclama un gran impulso de entusiasmo.
– Es el más aleatorio de los juegos – decía, – que sólo tiene excusa por el valor, el número, el ardor y la sinceridad de las ilusiones que en él se ponen y que no resulta divertido más que cuando de una y otra parte se juega fuerte.
Y como causaba asombro verle encerrarse en Orsel abandonado a una inacción de la cual se lamentaban sus amigos, a esta observación, que no era nueva, replicaba:
– Cada uno procede según sus fuerzas.
Alguien dijo:
– Eso es prudencia.
– Puede ser – repuso D'Orsel. – En todo caso, nadie podría decir que sea una locura vivir tranquilamente en una finca propia y encontrarse a gusto.
– Eso depende… – dijo la señora de Bray.
– ¿De qué, señora?
– De la opinión que se tiene sobre los méritos de la soledad y sobre todo de la mayor o menor importancia que uno da a la familia – añadía ella mirando involuntariamente a sus hijos y a su marido.
– Ha de tenerse en cuenta – interrumpió Domingo, – que mi mujer considera cierta costumbre social, con frecuencia discutida por hombres de talento superior, como un caso de conciencia y un acto obligatorio. Pretende que el hombre no es libre e incurre en culpa cuando no procura labrar la dicha de alguien pudiendo hacerlo.
– Entonces, ¿nunca se casará usted? – insistió la señora de Bray.
– Es lo más probable – dijo D'Orsel en tono mucho más serio. – Son tantas las cosas que he debido hacer y no he hecho, con menos riesgos para otros y menos temores de mi parte… ¡Arriesgar la propia existencia no vale nada; comprometer la libertad es algo más grave; pero casarse y ser árbitro de la libertad y de la dicha de una mujer!.. Hace ya muchos años reflexioné sobre ese asunto y la conclusión fue que me abstendría.
La tarde misma en que mantuvo esta conversación, D'Orsel partió de Trembles a caballo y acompañado de un sirviente. La noche fue clara y fría.
– ¡Pobre Oliverio! – murmuró Domingo luego que le vio alejarse al galope corto de su caballo con dirección a Orsel.
Pocos días después llegó del castillo un correo que venía a escape y traía para Domingo una carta enlutada, cuya lectura le anonadó a pesar del gran dominio que tenía sobre sí mismo en materia de emociones.
Oliverio había sido víctima de un grave accidente. ¿De qué clase? No lo expresaba la carta, o Domingo tenía sus razones para no explicarlo más que a medias.
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