Manuel Fernández y González - La alhambra; leyendas árabes
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Mi padre mandó á los sabios que consultasen de nuevo las estrellas.
Pero una, dos y tres veces, las estrellas guardaron un profundo misterio acerca del peligro que nos amenazaba, y solo repitieron que debia yo huir de Granada.
Entonces mi padre me envió á Alhama.
Yo estaba triste. Mi corazon tenia sed. Mi alma anhelaba un misterio: pasaron para mí los dias sin luz y las noches sin reposo. Yo me sentia morir.
En vano mis ginetes lidiaban toros, y justaban y corrian cañas y sortijas: mi enfermedad, mi misteriosa enfermedad crecia: la tristeza me mataba: mis esclavos no lograban arrancarme una sonrisa; ni sus danzas me alhagaban, ni sus cantos me entretenian, ni como otras veces, me adormia en su regazo: hasta me olvidé de la oracion, llevando solo mi cuerpo á la casa de Dios, pero no mi alma.
Yo palidecia, yo enlanguidecia.
– ¡Como la sultana Leila-Radhyah!
– Sí; como la sultana. Súpolo mi padre, y vino á Alhama sin que yo lo supiese y preparó grandes fiestas para ver si yo me distraia. En el mismo punto en que mi padre entró en Alhama, segun supe despues, un buho entró en mi retrete y apagó la lámpara.
– Veamos la desgracia que te anunciaba ese buho.
– Al dia siguiente me sorprendió bajo mis ventanas una inusitada y alegre música de dulzainas, guzlas y atabaljos que tañian en un son concertado. Abrí un ajimez, entró por él un dorado rayo de sol de la mañana. Era el primer sol de la luz de las flores. El jardin parecia reir: parecian reir sus fuentes; parecia que sus flores, y sus árboles, y sus pájaros cantaban todos juntos; y que cantaba el cielo, y que cantaba el sol. Hermosas esclavas danzaban y tañian cuando yo aparecí en el ajimez, entonando un romance de amores en loor mio.
Estuve contemplando aquello durante un corto espacio, y luego me separé del ajimez con los ojos llenos de lágrimas.
Al volverme encontré delante de mí á mi padre que me miraba con tierno cuidado.
– ¿Por qué estás abatido mi hermoso leoncillo? me dijo: ¿por qué vierten tus ojos lágrimas y están pálidas tus megillas?
– No lo sé, le contesté: mis ojos no tienen luz ni alegría mi alma: la vida me pesa como la losa de una tumba.
– ¿Amas á alguna muger? si amas, dímelo; y esa muger será tuya, ya sea una humilde labradora ó una poderosa sultana, me dijo.
– Ninguna muger entristece mi alma, esclamé arrojándome entre sus brazos.
Mi padre procuró alegrarme, me mandó vestir mis mejores galas, montar uno de mis mejores caballos, y así, él á mi lado y seguidos de lo mas resplandeciente de la córte, salimos de los muros, y llegamos á un ameno campo, donde durante aquella noche habia hecho levantar mi padre una plaza de madera cubierta de paños de púrpura y oro.
Dentro de aquella plaza debian correrse toros, cañas y sortijas, y las graderías y los estrados estaban henchidos de hermosas damas cubiertas de galas menos resplandecientes que su hermosura.
En cuanto entré en la plaza, mis ojos se volvieron como si les hubiese obligado á ello el deseo, á un estrado puesto junto al estrado real, y se fijaron en una muger.
Aquella muger estaba, como tú, vestida de blanco; sin joyas como tú, y mas jóven que tú, aunque no mas hermosa.
Aquella muger era una doncella como de veinte años, pálida y triste como la luna, y hermosa y magnífica como el sol: tras de ella habia un hombre alto, flaco, viejo, vestido tambien enteramente de blanco, con los ojos relucientes como carbunclos que se fijaban en mí y en mi padre de una manera que me espantaba.
Pero la doncella alegraba mi alma con su hermosura, la embriagaba con su mirada, sentia ante ella que una nueva vida me hacia fuerte y poderoso, y me volví á mi padre para decirle: – allí está la hurí que yo amo, la alegría de mi alma, la paz de mi sueño, la vida de mi vida; es necesario que esa muger sea mia, esclava ó sultana, dama ó labradora.
Pero cuando miré á mi padre, ví sus ojos fijos, absortos, asombrados, en la doncella.
Ví en sus ojos amor, un amor ardiente. Tuve miedo y callé.
– ¡Ah! ¡tu padre se habia enamorado como tú de la doncella blanca!
– Hé ahí, hé ahí la desgracia que me habia anunciado el buho.
Las fiestas fueron para mí muy tristes. Mi padre no volvió á preguntarme mas acerca de mi tristeza. Estaba absorto en la contemplacion de la doncella blanca á quien yo no me atrevia á mirar por temor á mi padre.
Al dia siguiente mi padre se volvió á Granada.
¿Se habria llevado consigo á su harem á la hermosa doncella?
Tuve celos: celos horribles porque eran celos de mi padre.
Pregunté á mis wacires, á los alcaides, á los kadis de Alhama, si conocian á una dama enlutada que con un viejo enlutado tambien, habia asistido á las fiestas.
El alcaide del alcázar me contestó que un viejo enlutado habia estado hablando mucho tiempo con el rey antes de su partida y que despues no le habian vuelto á ver. Que aquel viejo era forastero y que nadie le conocia en Alhama.
¿A qué preguntar mas?
Mi padre habia comprado aquella doncella sin duda, y por su amor se habia olvidado de su hijo.
Pero me resigné con la voluntad de Dios.
Volvió mi tristeza mas dolorosa, mas desesperada, y volvieron ó mas bien continuaron mis noches sin sueño.
Yo veia siempre delante de mí á la doncella blanca, de dia en las nubes, en las flores, en el fondo de las aguas: de noche en la luz de la lámpara, en los ángulos de mi cámara, escondida tras las cortinas de mi lecho: luego cuando el buho entraba y apagaba la luz, en medio de las tinieblas iluminándolas con el resplandor de su hermosura.
Yo me volvia loco.
Al tercer dia de la partida de mi padre, al entrar en mi cámara de vuelta de un solitario paseo por los jardines, encontré sobre mi divan una gacela enrollada y perfumada en que estaban escritos con elegantes caractéres azules los siguientes versos:
La perla de las perlas;
la cándida y la pura;
el sol de las hermosas;
la rosa del Eden;
la vírgen de tus sueños;
tu sueño de ventura,
espera á su adorado
cuando á la noche oscura,
los trémulos luceros
fulgor y sombra dén.
Si buscas de sus ojos
la fúlgida mirada;
si de su aliento quieres
la esencia respirar;
si es vida de tu vida;
si es llama consagrada,
alma del alma tuya,
que para tí guardada
Dios tiene en sus misterios
sobre escondido altar;
si quieres encontrarla;
si anhelas sus amores,
ven, príncipe, la noche
te brinda con su amor:
las márgenes del Darro
la guardan entre flores,
y en el silencio arrulla
su sueño de dolores,
trinando en los cipreses,
el triste ruiseñor.
Detúvose el príncipe, reclinó la cabeza entre sus manos, y exhaló un ardiente suspiro.
– ¿Era de ella? preguntó la dama.
– No lo sé, contestó el príncipe levantando la cabeza: solo sé que tanto leí los versos, que los aprendí de memoria, y luego… ella me llamaba: llamé al alcaide de mi palacio y le dije que durante siete dias no permitiese entrar á nadie en mi cámara. – Luego mandé que me ensillasen un caballo, y salí aquella misma noche de Alhama por un postigo de la alcazaba.
La gacela me decia que la doncella blanca moraba entre flores en los cármenes del Darro; aguijé, pues, mi caballo hácia Granada, á la que llegué antes del amanecer, rodeé por el cerro de Al-Bahul, trepé á la falda del cerro del Sol, bajé á la cumbre de la Colina Roja y me oculté con mi caballo en las ruinas del templo romano. Vino el dia; yo veia á lo lejos su luz por entre las grietas de las ruinas: un dia largo como una eternidad, en que la impaciencia me hizo olvidarme de mí mismo hasta el punto de no tocar á las provisiones que llevaba conmigo. Al fin se estinguió la luz y la reemplazó otra mas pálida: salí de las ruinas: era de noche: la luna iluminaba los montes: me arrastré por entre la maleza, para evitar que me viesen los soldados de la atalaya, y ganando la vertiente de la Colina, bajé al lecho del Darro, contra cuya corriente subí: anduve largo espacio: yo miraba á los cármenes; pero no veia cipreses; no escuchaba el trino del ruiseñor, sino á lo lejos y perdido en el silencio de la noche: al fin ví delante de mi un remanso en que brillaba la luz de la luna; al otro lado del remanso y mas allá de un jardin una casita blanca, y tras de ella un bosque de cipreses entre los cuales cantaba un ruiseñor.
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