Manuel Fernández y González - El cocinero de su majestad - Memorias del tiempo de Felipe III

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– El hermano Pedro está alerta; ya habéis visto que no ha podido veros el portero, á pesar de que yo tengo siempre mi puerta franca.

– ¿Y quién ha venido á visitaros á estas horas? – preguntó el señor Alonso.

La providencia de Dios, en la forma de un joven.

– ¡Ah! ¡Diablo! ¿Nos ha sacado ese joven ó nos saca de alguno de nuestros atolladeros?

– Como que ha herido ó muerto á don Rodrigo Calderón…

– Mirad lo que decís, amigo mío; cuenta no soñéis.

– ¿Qué es soñar? he aquí la prueba.

Y el padre Aliaga fué á la mesa en busca de la carta de la reina…

Entre tanto aprovechemos la ocasión, y describamos al nuevo personaje que hemos presentado en escena, que se había desenvuelto de la capa y despojado de su ancho sombrero.

Llamábase Alonso del Camino.

Era un hombre sobre poco más ó menos de la misma edad que el padre Aliaga, pero tenía el semblante más franco, menos impenetrable, más rudo.

Había en él algo de primitivo.

Era no menos que montero de Espinosa del rey.

A pesar de la ruda franqueza de su semblante, de formas pronunciadas y de grandes ojos negros, se comprendía en aquellos ojos que era astuto, perspicaz, y sobre todo arrojado y valiente, sin dejarse de notar por eso en ellos ciertas chispas de prudencia; vestía una especie de coleto verde galoneado de oro; en vez de daga llevaba á la cintura un largo puñal, al costado una formidable espada de gavilanes, calzas de grana, zapatos de gamuza, y sobre todo esto, una especie de loba ó sobretodo, ancho, con honores de capa.

En la situación en que le presentamos á nuestros lectores, mientras extendía hacia el fuego sus manos y sus piernas, miraba con una gran impaciencia al padre Aliaga que, siempre inalterable, desdoblaba la carta de la reina.

– Acercáos, acercáos y oíd, porque esta carta debe leerse en voz muy baja, no sea que las paredes tengan oídos.

Estiróse preliminarmente el señor Alonso del Camino, se levantó, se acercó á la mesa, se apoyó en ella y miró con el aspecto de la mayor atención al confesor del rey, que leyó lo siguiente:

«Nuestro muy respetable padre fray Luis de Aliaga: Os enviamos con la presente á un hidalgo que se llama Juan Martínez Montiño. Este joven nos ha prestado un eminente servicio, un servicio de aquellos que sólo puede recompensar Dios, á ruego de quien le ha recibido.»

– ¿Pero qué servicio tal y tan grande es ese? – dijo Alonso del Camino.

– Creo que jamás os corregiréis de vuestra impaciencia. Escuchad.

Y fray Luis siguió leyendo:

«Ese mancebo nos ha entregado, por mano de doña Clara Soldevilla, aquellos papeles, aquellos terribles papeles.»

– ¿Y qué papeles son esos?

– A más de impaciente, curioso; son… unos papeles.

– ¿Y no puedo yo saber?..

– No: oíd, y por Dios no me interrumpáis.

– Oigo y prometo no interrumpiros.

«A más ha herido ó muerto, para apoderarse de esos papeles, á don Rodrigo Calderón.»

– Pues cuento por mi amigo á ese hidalgo, por eso sólo – exclamó, olvidándose de su promesa Camino.

El padre Aliaga, como si se tratase de un pecador impenitente, siguió leyendo sin hacer ninguna nueva observación:

«Pero ignoramos cómo ese hidalgo haya podido saber que los tales papeles estaban en poder de don Rodrigo Calderón, como no sea por su tío el cocinero del rey. Os lo enviamos con dos objetos: primero, para que con vuestra gran prudencia veáis si podemos fiarnos de ese joven, y después para que os encarguéis de su recompensa. A él, por ciertos asuntos de amores, según hemos podido traslucir, le conviene servir en palacio; nos conviene también, ya deba fiarse ó desconfiarse de él, tenerle á la vista. Haced como pudiéreis que se le dé una provisión de capitán de la guardia española al servicio del rey en palacio, y si no pudiéreis procurársela sin dinero, compradla: buscaremos como pudiéremos lo que costare. No somos más largos porque el tiempo urge. Haced lo que os hemos encargado, y bendecidnos. — La Reina. »

– ¿Cuánto costará una provisión de capitán de la guardia española? – dijo fray Luis quemando impasiblemente la carta de la reina á la luz del velón.

– Cabalmente está vacante la tercera compañía. Pero, ¡bah! ¡hay tantos pretendientes!

– ¡Cuánto! ¡cuánto!

– Lo menos, lo menos quinientos ducados.

Tomó el padre Aliaga un papel y escribió en él lo siguiente:

– «Señor Pedro Caballero: Por la presente pagaréis ochocientos ducados al señor Alonso del Camino, los que quedan á mi cargo. — Fray Luis de Aliaga. »

Y dió la libranza á Camino.

– He dicho quinientos ducados, y esto tirando por largo, y aquí dice ochocientos.

– ¿Olvidáis que el nuevo capitán necesitará caballo y armas y preseas? – añadió el fraile.

– ¡Ah! en todo estáis.

– ¿Podemos tener la provisión del rey dentro de tres días?

– Sí, sí por cierto, sobradamente: el duque de Lerma es un carro que en untándole plata vuela.

– No os olvidéis de comprarla para poder venderla.

– ¡Ah! ¿Y por qué?

– ¿No conocéis que tratándose de estos negocios puede el duque conocer á ese joven?

– Bien, muy bien; se comprará la provisión á nombre de cualquiera, como merced para que la venda, y éste tal la venderá en el mismo día á ese hidalgo. Creo que éste sea un asunto concluído.

– Que sin embargo altera notablemente nuestros proyectos, los varía.

– No importa, no importa; no luchamos sólo contra don Rodrigo Calderón.

– Os engañáis; el alma de Lerma es Calderón. Puesto Calderón fuera de combate, cae Lerma.

– Pero quedan Olivares, Uceda, y todos los demás que se agitan en palacio, que se muerden por lo bajo, y que delante de todo el mundo se dan las manos. Creo que en vez de aflojar en nuestro trabajo, debemos, por el contrario, apretar, aprovechando la ocasión de encontrarse Lerma desprovisto de uno de sus más fuertes auxiliares. Debemos insistir en apoderarnos de las pruebas de los tratos torcidos y traidores que Lerma sostiene en desdoro del rey y en daño del reino con la Liga. Debemos probar que las guerras de Italia y de Flandes se miran, no sólo con descuido, sino con traición…

– Esperad… esperad un poco… ese es un medio extremo; el rey es muy débil…

– Demasiado, por desgracia.

– El rey nuestro señor, que no ve más allá de las paredes de palacio…

– ¡Pero si en palacio tiene los escándalos! ¿no le tiene Lerma hecho su esclavo, cercado por los suyos? ¿puede moverse su majestad, sin que el duque sepa cuántas baldosas de su cámara ha pisado? ¿No le separa de la reina? ¿No aleja de la corte á las personas que pueden hacerle sombra? ¿Vos mismo no estáis amenazado?

– Creedme, el duque de Lerma no es tan terrible como parece; el duque de Lerma nada puede hacer por sí solo; no tiene de grande más que lo soberbio…

– Y lo ladrón…

– Su soberbia, que le impele á competir con el rey, le hace arrostrar gastos exorbitantes; en nada repara con tal de sostener su ostentación y el favor del rey, que es una parte, acaso la mayor, de su ostentación. Pero en medio de todo, el duque de Lerma es débil; se asusta de una sombra, de todo tiene miedo, procura rodear al rey de criados suyos ó de personas que le inspiran poco temor. Un día estaba yo en mi obscuro convento. Oraba por el alma del difunto rey don Felipe; se abrió la puerta de mi celda, y entró el superior; traía un papel en la mano, y en su rostro había no sé qué de particular, una alegría marcada. Venía á darme una noticia que á otro hubiera llenado de alegría y que á mí me aterró.

– ¿Y qué noticia era esa?

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