Manuel Fernández y González - El cocinero de su majestad - Memorias del tiempo de Felipe III

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El religioso era un hombre como de treinta y cinco á cuarenta años, de semblante pálido, grandes ojos negros, nariz aguileña y afilada, y bigote y pera negrísimos.

Su espeso cerquillo era castaño obscuro, y las demás partes de su cabello y de su barba estaban cuidadosamente afeitadas.

Su mirada se posaba serena y fija en Juan Montiño, y su mano derecha tenía suspendida una pluma sobre un papel, como quien interrumpe un trabajo importante á la llegada de un extraño.

La primera impresión que Juan Montiño sintió á la vista del religioso, fué la de un profundo respeto. Había algo de grande en el reposo, en la palidez, en lo sereno y fijo de la mirada de aquel religioso.

Y al mismo tiempo el joven se sintió arrastrado por una simpatía misteriosa hacia el fraile.

Adelantó sin encogimiento, saludó, y dijo con respeto:

– ¿Es vuestra paternidad fray Luis de Aliaga, confesor del rey?

– Yo soy, caballero – dijo el fraile bajando levemente la cabeza.

– Traigo para vos una carta de su majestad.

– ¿De qué majestad?

– De su majestad la reina.

Y entregó la carta al padre Aliaga.

– Sentáos, caballero – dijo el fraile.

Montiño se sentó.

Entre tanto el padre Aliaga abrió sin impaciencia la carta, y á despecho de Juan Montiño, que había esperado deducir algo del contenido de aquella carta por la expresión del semblante del religioso, aquel semblante conservó durante la lectura su aspecto inalterable, grave, reposado, dulce, indiferente.

Sólo una vez durante la lectura levantó la vista de la carta y la fijó un momento en el joven.

Cuando hubo concluído de leer la carta, la dobló y la dejó sobre la mesa.

– Su majestad la reina, nuestra señora – dijo el padre Aliaga reposadamente á Juan Montiño – , al honrarme escribiéndome de su puño y letra, me manda que interponga por vos mi influjo, y me dice que la habéis hecho un eminente servicio.

– He cumplido únicamente con mi deber.

– Deber es de todo buen vasallo sacrificarlo todo, hasta la vida, por sus reyes.

– Sí, señor, padre – replicó Montiño – , todo menos el honor.

– Rey que pide á su vasallo el sacrificio de su honra ó de su conciencia es tirano, y no debe servirse á la tiranía.

– Decís bien, padre.

– ¿Sois nuevo en la corte?

– Sí, señor.

– ¿Os llamáis Juan Montiño?

– Sí, señor..

– ¿Sois acaso pariente del cocinero mayor del rey?

– Soy su sobrino, hijo de su hermano.

– ¿Qué servicio habéis prestado á su majestad? – dijo de repente el padre Aliaga.

– Lo ignoro, padre.

– Pero…

– Si esa carta de su majestad no os informa, perdonad; pero guardaré silencio.

– ¿Qué edad tenéis?

– Veinticuatro años.

Quedóse un momento pensativo el padre Aliaga.

– Habéis matado ó herido á don Rodrigo Calderón.

– Han sido cuentas mías.

– Algo más que asuntos vuestros han sido. Os pregunto á nombre de su majestad la reina. ¿Conoce vuestro tío el secreto?

– ¿Qué secreto?

– El de vuestras estocadas con don Rodrigo.

– Mi tío está fuera de Madrid.

Guardó otra vez silencio el padre Aliaga.

– ¿Cuándo habéis llegado á Madrid?

– He venido á asuntos propios.

– ¿Guardaréis con todos la misma reserva que conmigo?

– ¡Padre!

– Ved lo que hacéis; la vanidad es tentadora; hoy podéis ser hidalgo reservado, ser leal, de buena fe… mañana acaso…

– Ningún secreto tengo que reservar.

– Cómo, ¿no es un secreto el haber venido á mí en altas horas de la noche, á mí, confesor del rey, á quien todo el mundo conoce como enemigo de los que hoy á nombre del rey mandan y abusan, trayendo con vos una carta de la reina? ¿cómo ha venido esa carta á vuestras manos?

– Si lo sabéis, ¿por qué me lo preguntáis? si no lo sabéis, ¿por qué pretendéis que yo haga traición á la honrada memoria de mi padre, á mi propia honra? Me han enviado con esa carta; la he traído; no me han autorizado para que hable, y callo.

– Seríais buen soldado… sobre todo para guardar una consigna; en esta carta me encargan que procure se os dé un entretenimiento honroso para que podáis sustentaros. ¿Qué queréis ser? sobre todo veamos: ¿en qué habéis invertido vuestros primeros años?

– En estudiar.

– ¿Y qué habéis estudiado?

– Letras humanas, cronología, dialéctica, derecho civil y canónico y sagrada teología.

– ¡Ah! – dijo fray Luis – ¿y cuál de las dos carreras queréis seguir, la civil ó la eclesiástica?

– Ninguna de las dos.

– ¡Cómo! ¿Entonces para qué habéis estudiado?

– Por estudiar.

– Y bien, ¿qué queréis ser?

– Soldado.

– ¡Soldado!

– Sí; sí, señor, soldado de la guardia española, junto á la persona del rey.

– He aquí, he aquí lo que son en general los españoles: quieren ser aquello para que no sirven.

– Perdonad, padre; al mismo tiempo que estudiaba letras, aprendía estocadas.

– Es verdad, me había olvidado; el que mata ó hiere á don Rodrigo Calderón… y bien; se hará lo posible porque seáis muy pronto capitán de la guardia española, al servicio inmediato de su majestad.

– Es que no quiero tanto.

– Es que no puede darse menos á un hombre como vos; contáos casi seguramente por capitán, y para que pueda enviaros la real cédula, dejadme noticia de vuestra posada.

– No sé todavía cual ésta sea.

– ¡Ah! pues entonces, volved por acá dentro de tres días. Para que podáis verme á cualquier hora, decid cuando vengáis que os envía el rey.

– Muy bien, padre. Contad con mi agradecimiento – dijo Montiño levantándose.

– Esperad, esperad; tengo que deciros aún: guardad un profundo secreto acerca de todo lo que habéis sabido y hecho esta noche.

– Ya me lo había propuesto yo.

– No os ocultéis por temor á los resultados de vuestra aventura con don Rodrigo.

– Aún no sé lo que es miedo.

– Y preparáos á mayores aventuras.

– Venga lo que quisiere.

– Buenas noches, y… contadme por vuestro amigo.

– Gracias, padre – dijo Montiño tomando la mano que el padre Aliaga le tendía y besándosela.

– ¡Que Dios os bendiga! – dijo el padre Aliaga.

Y aquellas fueron las únicas palabras en que Montiño notó algo de conmoción en el acento del fraile.

Saludó y se dirigió á la puerta.

– Esperad: vos sois nuevo en el convento y necesitáis guía.

Y el padre Aliaga se levantó, abrió la puerta de la celda y llamó.

– ¡Hermano Pedro!

Abrióse una puerta en el pasillo y salió un lego con una luz.

– Guíe á la portería á este caballero – dijo el padre Aliaga al lego.

Juan Montiño saludó de nuevo al confesor del rey y se alejó.

El padre Aliaga cerró la puerta y adelantó en su celda, pensativo y murmurando:

– Me parece que en este joven hemos encontrado un tesoro.

Pero en vez de volverse á su silla, se encaminó al balcón de la derecha y le abrió.

– Venid, venid, amigo mío, y calentáos – dijo – ; la noche está cruda, y habréis pasado un mal rato.

– ¡Burr! – hizo tiritando un hombre envuelto en una capa y calado un ancho sombrero, que había salido del balcón – ; hace una noche de mil y más diablos.

El padre Aliaga cerró el balcón, acercó un sillón á la chimenea, y dijo á aquel hombre:

– Sentáos, sentáos, señor Alonso, y recobráos; afortunadamente el visitante no ha sido molesto ni hablador; estos balcones dan al Norte y hubiérais pasado un mal rato.

– Es que no le he pasado bueno. Pero estoy en brasas, fray Luis; si alguien viniera de improviso… tenéis una celda tan reducida… os tratáis con tanta humildad… pueden sorprendernos.

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