Manuel Fernández y González - El cocinero de su majestad - Memorias del tiempo de Felipe III

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– Pregunté.

– ¿Y qué averiguásteis?

– Aquí está la declaración de un paje de vuecencia llamado Gonzalo Pereda, por la que consta, que el cocinero mayor del rey le mandó servir de cenar en la misma casa de vuecencia á un su sobrino, á quien llamó Juan Montiño.

– ¿De modo que ese Juan Montiño y don Francisco de Quevedo y Villegas son amigos? – dijo el duque.

El alguacil se calló.

– Dadme esas diligencias – dijo el duque.

Entrególas el alguacil.

– Idos, y que á persona viviente reveléis lo que habéis averiguado.

– Descuidad, señor – dijo el corchete, y salió de la cámara andando para atrás para no volver la espalda al duque.

Cogió éste y examinó minuciosamente los papeles que le había dejado el alguacil, y después los guardó en su ropilla y llamó.

– ¿Ha venido el señor Gil del Páramo? – dijo á un maestresala que se presentó á su llamamiento.

– En la antecámara espera, señor – dijo el maestresala.

– Hacedle entrar.

Entró un hombre de semblante agrio y ceñudo, vestido con el traje de los alcaldes de casa y corte, y se inclinó profundamente ante el duque.

– ¿Sois vos el que rondaba cuando encontrásteis herido al señor conde de la Oliva?

– Sí, excelentísimo señor.

– ¿Traéis con vos las diligencias que habéis practicado?

– Sí, excelentísimo señor.

– Dádmelas.

– Tomad, excelentísimo señor.

– Guardad un profundo silencio acerca de lo que sabéis y no procedáis en justicia.

– Muy bien, excelentísimo señor.

– Podéis retiraros.

– Guárdeos Dios, excelentísimo señor. El alcalde salió.

El duque se sentó en un sillón y quedó profundamente pensativo.

– ¿Te alegras ó te pesa de lo acontecido? – dijo Quevedo, procurando ver al través de la inmóvil expresión de aquel semblante – . Allá veremos. En cuanto á mí, no me escondo. No por cierto. ¿Cómo he tener yo miedo de un hombre que no sabe lo que le sucede? Ahora bien, amigo bufón, ¿queréis guiarme á la puerta de la cámara donde está la condesa de Lemos?

– Que no os haga doña Catalina hacer una locura; yo que vos me escondía.

– Pues ved ahí, yo voy ahora más que nunca á darme á luz. Pero guiad, hermano, guiad.

El bufón desandó lo andado, llegó frente á una puerta y dijo:

– Aquí es.

– Esperad, esperad y no habléis; reconozcamos antes el campo. En palacio es necesario andar con pies de plomo.

– Paréceme que hablan en la cámara.

– Pues escuchemos.

Quevedo observó.

Un gentilhombre estaba respetuosamente descubierto delante de doña Catalina.

– ¿Conque es decir que la señora camarera mayor – dijo la de Lemos – se ha puesto tan enferma que se ha retirado?

– Y os suplica que la reemplacéis, noble y hermosa condesa.

– Muy bien; retiráos.

– ¿De todo punto?

– De todo punto; que cierren bien las puertas exteriores y que las damas, las meninas y las dueñas se retiren también.

– ¿Y se va vuecencia á quedar sola?

– Que esperen dos de mis doncellas en la saleta de afuera.

– Muy bien, señora; Dios dé buenas noches á vuecencia.

– Gracias.

El gentilhombre salió.

Quevedo oyó cerrar las puertas.

La condesa se destrenzó los cabellos, se abrió el justillo, llegó á la luz, la apagó, y luego oyó Quevedo como el crujir de un sillón al sentarse una persona.

Quevedo cerró su linterna y dijo al bufón:

– Abrid y hasta otro día.

– Pero, hermano don Francisco, ¿os vais á encerrar sin escape en la cueva del león?

– La condesa de Lemos cuidará de darme salida.

– Dios quede con vos, hermano.

– Hermano, Él os acompañe.

Crujió levemente la puerta, y en silencio Quevedo adelantó sobre la alfombra.

La puerta volvió á cerrarse sin ruido.

Pero la condesa no dormía y percibió los pasos de Quevedo.

– ¿Quién va? – dijo á media voz levantándose.

– No gritéis, por Dios, señora de mis ojos – dijo Quevedo – , que el amor me trae.

– Os trae Dios – contestó doña Catalina – , porque tenemos mucho que hablar.

– Pues hablemos.

– Pero no á obscuras.

Quevedo abrió su linterna.

– Gracias, mi buen caballero – dijo la de Lemos – ; ahora sentáos y escuchadme.

– Siéntome y escucho.

– Oíd.

Doña Catalina y Quevedo, inclinados el uno hacia el otro, empezaron á hablar en voz baja.

CAPÍTULO XVI

EL CONFESOR DEL REY

El capitán Vadillo llevó á Juan Montiño al postigo de la Campanilla, que abrieron los guardas de orden del rey, y luego le acompañó hasta el convento de Atocha.

Por el camino fueron hablando de la mala noche que hacía, de lo obscuras que estaban las calles y de las guerras de Flandes.

Cuando llegaron al convento, el mismo Vadillo tiró de la cuerda de la campana de la portería.

Pasó algún tiempo antes de que de adentro diesen señales de vida.

Al fin se abrió el ventanillo enrejado de la puerta, y una voz soñolienta dijo:

– ¿Qué queréis á estas horas?

– Decid al confesor del rey – dijo Vadillo – que un hidalgo que viene en este momento de palacio, le trae una carta de su majestad.

El capitán no sabía si aquella majestad era el rey ó la reina.

– ¡Una carta de su majestad…! – dijo con gran respeto el portero – ; pero es el caso, que su paternidad estará durmiendo.

– Despertadle – dijo Vadillo – , y entre tanto, como hace muy mala noche, abrid.

– Voy, voy á abrirles, hermanos – dijo el portero, retirándose del ventanillo y dejando notar á poco su vuelta por el ruido de sus llaves.

Abrióse la portería.

– Esperen aquí ó en el claustro, como me mejor quisieren – dijo – ; yo voy á avisar á fray Luis de Aliaga.

Montiño y Vadillo se pusieron á pasear á lo largo de la portería.

– ¿Sabéis que estos benditos padres tienen unas casas que da gozo? – dijo el capitán, por decir algo.

– Sí, sí, ciertamente; en este claustro se pueden correr caballos – contestó Montiño.

– Dan, sin embargo, cierto pavor esos cuadros negros, alumbrados por esas lámparas á medio morir.

– La falta de costumbre.

– Indudablemente. Los benditos padres no se encontrarían muy bien en un campo de batalla, como yo me encuentro aquí muy mal; corre un viento que afeita, y se hace sentir aquí mucho más que en el campo. Esas crujías… con vuestra licencia, mejor estaríamos en el aposento del portero.

– ¿Quién es el hidalgo portador de la carta de su majestad? – dijo el frailuco desde la subida de las escaleras – ; adelante, hermano, y sígame.

– Entráos, entráos vos en el aposento del portero, amigo, y hasta luego.

– Hasta luego.

Y Juan Montiño tiró hacia las escaleras, y siguiendo al lego portero recorrió el claustro alto hasta el fondo de una obscura crujía, donde el lego abrió una puerta.

– Nuestro padre – dijo el lego – , aquí está el hidalgo que viene de palacio.

– Adelante – dijo desde dentro una voz dulce, pero firme y sonora.

Montiño entró.

El lego se alejó después de haber cerrado cuidadosamente la puerta.

Encontróse Montiño en una celda extensa, esterada, modestamente amueblada, y cuya suave temperatura estaba sostenida por el fuego moderado de una chimenea.

En las paredes había numerosas imágenes de santos pintados al óleo y guarnecidos por marcos negros.

En frente de la puerta de entrada había dos puertas como de balcones, y entre estas dos puertas la chimenea; á la derecha otra puerta cubierta por una cortina blanca lisa; á la izquierda dos enormes estantes cargados de libros, entre los estantes un crucifijo de tamaño natural pintado en un enorme lienzo y con marco también negro; á los pies del Cristo un sillón de baqueta, sentado en el sillón un religioso, apoyados los brazos en una mesa de nogal cargada de papeles, entre los cuales se veía un enorme tintero de piedra, y alumbrada por un velón de cobre de cuatro mecheros, dos de los cuales estaban encendidos.

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