Benito Pérez Galdós - La Fontana de Oro

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Preguntó; le dijeron que eran los soldados de la libertad, y esto resonó en sus oídos con cierta agradable armonía. "Me voy con ellos", dijo á sus padres. Estos eran muy pobres, y contestaron: "Hijo, vete con Dios, y que El te haga bueno y feliz; pórtate bien, y no te olvides de nosotros."

El poeta siguió el ejército, llorando sus padres, y aun es fama que lloraron á escondidas tres de las chicas más guapas de Ecija. Al llegar á Madrid, el joven volvió á ser poeta, y entonces hacía versos al Rey cuando abría las Cortes, á Amalia, á Riego, á Alcalá Galiano, á Quiroga, á Argüelles. En su vida cortesana, este poeta, que, como después veremos, pertenecía á la escuela clásica en todo su vigor, pasó algunos clásicos apurillos; mas después, escribiendo en casa de un abogado, desempeñando funciones modestas en el periódico El Censor , vivía siempre alegre, siempre poeta, siempre clásico, apreciado de sus amigos, con alguna fama de calavera, pero también con opinión de joven listo y de buen fondo.

La fisonomía del tercero no era tan agradable ni predisponía tanto su favor como la de los anteriores. Sin embargo, tenía fama de buen chico; y en cuanto á opiniones políticas, no podía echársele en cara la tibieza, porque era frenético republicano. Algunos mal intencionados decían que en el fondo era realista, y que sólo por cálculo hacía alarde de aquel radicalismo intransigente. Pero aún no tenemos motivo para aceptar esta aseveración, que es quizá una calumnia. Llamábanle el Doctrino, porque había estudiado primeras letras en el colegio de San Ildefonso. No podía negarse que había en su carácter cierta astucia disimulada, y en sus modales alguna afectación bastante notoria. Era hijo natural de un vidriero, que le reconoció al morir, dejándole pequeña fortuna; pero los albaceas testamentarios, á quienes el difunto dió amplios poderes, hicieron un inventario, del cual resultaba que el vidriero no había dejado en el mundo cosa alguna de valor. El Doctrino les pedía dinero, y ellos le solían decir: "Tome usted para un semestre." Y le daban una onza.

Pero sus amigos le ayudaban á vivir, le mantenían y le compraban algún levitón de pana. Era notorio (y aun llegó á tratarse seriamente del asunto) que poco antes de la época en que esta historia comienza, el Doctrino gastaba más dinero que de costumbre; y cuando sus amigos le preguntaban el origen de aquel caudal, respondía evasivamente y mudaba de conversación.

Estos tres jóvenes eran inseparables, sin que alteraran la paz las desventuras pasajeras del uno, ni las ganancias fortuitas del otro. La onza semestral del Doctrino perecía en Lorencini ó en la Fontana en dos días de café, chocolate y jerez; pero después Javier escribía un artículo tremendo sobre la soberanía nacional para comprarle unas botas al poeta clásico, y el mismo Doctrino sacaba de un misterioso bolsillo un doblón de á cinco para atender á las necesidades amorosas de Javier, que tenía pendiente cierta cuestión con la hija de un coronel de caballería, hombre atroz y fiero como un cosaco.

Estos tres jóvenes vagaron juntos por las calles, acercándose á los grupos, preguntando á todos, contando noticias fraguadas por la fecunda imaginación del poeta, hasta que, llegada la noche, se dirigieron al parador del Agujero , sito en la calle de Fúcar, á esperar á unos amigos de Javier, que llegaban aquella misma noche de Zaragoza.

Ni en la arquitectura antigua ni en la moderna se ha conocido un monumento que justificara mejor su nombre que el parador del Agujero en la calle de Fúcar. Este nombre, creado por la imaginación popular, había llegado á ser oficial y á verse escrito con enormes y torcidas letras de negro humo sobre la pared blanquecina de la fachada. Un portalón ancho, pero no muy alto, la daba entrada; y esta puerta, cuyo dintel consistía en una inmensa viga horizontal, algo encorvada por el peso de los pisos principales, era la entrada de un largo y obscuro callejón que daba al destartalado patio. Este patio estaba rodeado por pesados corredores de madera, en los cuales se veían algunas puertas numeradas.

En lo alto residía el establecimiento patronil de _La Riojana,_antonomasia imperecedera que se conservó por tres generaciones. Allí se servía á los viajeros, recién descoyuntados y molidos por el suave movimiento de las galeras, algún pedazo de atún con cebolla, algún capón, si era Navidad ó por San Isidro, callos á discreción, lonjas escasas de queso manchego, perdiz manida, con valdepeñas y pardillo. Esta comida frugal, servida en estrechos recintos y no muy limpios manteles, era la primera estación que corría el viajero para entrar después en el vía crucis de las posadas y albergues de la villa.

Dos veces al día un ruido áspero y creciente aumentaba la normal algarabía del barrio. Se oían las campanillas, el chasquido del látigo y un estrépito de ruedas que de bache en bache, de guijarro en guijarro iban saltando. La máquina llegaba frente al portal, y aquí era donde se probaba la habilidad náutico-cocheril del mayoral: la máquina daba una vuelta, los machos entraban en el portalón, y tras ellos el vehículo, siendo entonces el ruido tan formidable, que la casa parecía venirse al suelo. El navío daba fondo en el patio, los brutos eran desenganchados, el mayoral bajaba de lo alto de su trono, y los viajeros, que aún se mantenían con la cabeza inclinada, y muy agachados, resabio de cuando atravesaron el portal, notaban al fin que no tenían el techo en la corona, se admiraban de verse con vida, y descendían también.

Aquí, si había parientes esperando, empezaban los abrazos, los besos, las felicitaciones. Era propinado con algún real mal contado el cochero, y cada cual se iba por su camino, siendo costumbre tomar allí mismo, en los aposentos de la Riojana, un preámbulo estomacal para poder subir la calle de Atocha, que era entonces algo más inaccesible que ahora.

Esta vez, cuando la nave hizo su parada definitiva en el patio, hubo una aclamación general. El Doctrino abrazó á sus amigos.

–¡Javier!

–¡Lázaro!

Y se abrazaron con efusión. Después de los monosílabos de alegría y sorpresa, el segundo dijo al primero:

–¿Tú en Madrid? … al fin! ¿Vienes de Ateca?

–Sí.

–Bien. No podías llegar más á tiempo. ¿Y los amigos de Zaragoza? ¿Pero de dónde vienes? … ¿Y el club … y nuestro club? …

–Ya sabes que nos lo disolvieron. Hace seis meses que estoy en Ateca.

–¿Y estarás mucho aquí?

–Siempre!

–Bien. Aquí la juventud, la vida. Y si he de decirte la verdad … hacemos falta.—Sí … ¿oh?

–Señores, aquí tenéis á mi amigo, al grande orador del club de Zaragoza, mi amigo y compañero.

Los demás jóvenes, tanto viajeros como visitadores, rodearon al aragonés.

Expliquemos. Cuando Javier estuvo en Zaragoza, trabó amistad muy íntima con Lázaro. En el club propagaron ambos las ideas democráticas (democracia de 1820)que entonces cundieron rápidamente por aquella noble ciudad. Privadamente estos dos jóvenes, afines por carácter y temperamento, se miraban como hermanos, tenían una misma bolsa, comían en un mismo plato, y confundían en un común sentimiento sus pesares y alegrías. Desde la salida de Lázaro para su pueblo no se habían visto.

–Cuánto me alegro de que vengas acá!—dijo Javier, abrazándole otra vez.—Hacen falta jóvenes como tú. La juventud de ayer se va corrompiendo: unos se enervan, otros retroceden y algunos se venden por falta de fe.

–Señores, vamos á Vicentini —dijo el Doctrino, llevándose á sus amigos.

–¿Qué Vicentini ? A La Cruz de Malta . Allí hay muchos aragoneses, todos son aragoneses.

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