Benito Pérez Galdós - La Fontana de Oro

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Aquello de la determinación la tuvo preocupada muchos días. En vano trató de sondear el ánimo del viejo. ¡Ay! Pero si ella no sabía sondear ánimos de nadie… El único medio de que se hubiera valido para averiguarlo era preguntárselo sencillamente, y á esto no se atrevía.

Aún hubo más. Por la triste calle de Válgame Dios solía pasar una ramilletera, que en su cesta llevaba algunos manojos de claveles, dos decenas de rosas y muchas, muchísimas violetas. Clara observaba al través de los cristales el paso de aquellos frescos colores que le atraían el alma, de aquellos suaves aromas que anhelaba aspirar desde el balcón. Un día se decidió á comprar unas flores, y mandó á Pascuala por ellas. Clara las tomó, las besó mil veces, les puso agua, las acarició, se las puso en el seno, en la cabeza, y no pudo menos de mirarse al espejo con aquel atavío; las volvió á poner en el agua, y, por último, las dejó quietas en un búcaro, que tuvo la imprudencia de colocar donde Coletilla ponía su bastón y su sombrero cuando llegaba de la calle. ¡Oh! Sin duda él, al entrar, se había de poner alegre viendo las flores. Las flores le gustarían mucho. ¡Qué sorpresa tendría!… Esto pensaba ella. Decididamente era una tonta.

El fanático llegó y se acercó á la mesa; pero al poner en ella su sombrero, chocó éste con el vaso, que cayó al suelo, soltando las flores y vertiendo el agua en las mismas piernas del realista.

El hombre montó en cólera, y mirando con furor á la huérfana, que estaba temblando, gritó:

–¿Qué flores son estas? ¿Quién te ha mandado comprar estas flores? Clara, ¿qué devaneos son estos? ¡Coqueta! No hay ya remedio. Te has echado á perder. ¿También quieres llenarme de flores la casa?

Clara quiso contestarle; pero aunque hizo todo lo posible, no le contestó nada. Elías pisoteó las flores con furia.

–Estoy resuelto á tomar la determinación.

Otra vez la determinación, ¿Qué determinación sería aquella? pensaba Clara en el colmo de su confusión y de su miedo. Después, retirada á su cuarto, pensó en lo mismo, y decía para sí: "¿Querrá matarme?"

Aquella noche no pudo dormir. A eso de las doce sintió que Elías se paseaba en su cuarto con más agitación que de ordinario. Hasta lo pareció oír algunas palabras, que no debían ser cosa buena. Levantóse Clara muy quedito movida de la curiosidad, y poco á poco se acercó con mucha cautela á la puerta del cuarto de Elías, y miró por el agujero de la llave. Elías gesticulaba marchando: de pronto se paró, se acercó á una gaveta y sacó un cuchillo muy grande, muy grande y muy afilado, resplandeciente y fino. Le estuvo mirando á la luz, examinándolo bien, y después lo volvió á guardar. Clara, al ver esto, estuvo á punto de desmayarse. Retiróse á su cuarto y se acostó temblando, arropándose bien. Desde la noche que pasó en el camaranchón de doña Angustias en compañía de los ratones, no había tenido un miedo igual. A la madrugada se adormeció un poco; pero en su sueño se le presentaban multitud de cuchillos como el que había visto, y á veces uno solo, pero tan grande, que bastara por sí á cercenar cincuenta cabezas á la vez. Arropábase más á cada momento, creyendo en los extravíos del sueño que el cuchillo, á pesar de su puntiaguda forma y de su brillante filo, no podía penetrar las sábanas.

Al día siguiente se serenó, y después se reía de haber temido que Elías podría matarla.

Poro, sin embargo, no se atrevía á ponerse el traje. Aquella bella prenda pecaminosa había de dormir el sueño de la eternidad en lo más hondo de la cómoda, donde seria pasto de gusanos.

Clara no había podido determinar en su entendimiento lo que para ella podía resultar de la venida de Lázaro. En su grande alegría no veía en aquello más que un suceso muy feliz, sin detenerse á considerar los sucesos que posteriormente se podían derivar de aquella llegada. Algunas ideas vagas acompañaron tan sólo aquel sentimiento expansivo y desinteresado. El sería un joven de posición. ¿Cómo no? Sin discurrir en el medio, Clara pensó en un cambio de suerte. Sin saber cómo, se unían en su entendimiento y confusión indisoluble la idea de la llegada de Lázaro y la idea de emanciparse un poco de la fastidiosa (no calificaba de otra manera) tutela de don Elías. A su mente vino la idea del matrimonio. Vino, sí, varias veces; pero casi no era idea aquello: era una percepción confusa, una esperanza tímida y como recelosa. Por último, ya llegó á pensar, á pensar verdaderamente en esto. Una percepción confusa, dijimos, sí: esta percepción la ocupaba constantemente. Lázaro iba á ser su marido. Clara también sabía ver los días futuros, y veía á su marido junto á ella en un lugar que no era aquél, en una casa que no era aquélla, en otros sitios, en otra tierra. Y en otro mundo, ¿por qué no? Esto hubiera sido lo más acertado…

Aquel día estaba muy alegre, reía por la menor causa, se ruborizaba sin motivo, estaba inquieta y sin sosiego, quedábase pensativa un largo rato, y después parecía hablar consigo misma.

Las nueve serían cuando Pascuala volvió de la calle, y entró en el cuarto de Clara.

Era Pascuala una mujer que formaba á su lado el contraste más violento que puede existir entre dos ejemplares de la familia humana. Era una moza vigorosa y hombruna, apacentada en los campos alcarreños, alta de pecho, ancha de caderas, de mejillas rojas, boca grande, nariz chica, frente estrecha, pelo recogido en un gran moño, color encendido, pesadas manos, ojos grandes y negros.

Acercóse á la joven, y misteriosamente le dijo:

–¿Sabe usted lo que me ha pasao?

–¿Qué?—dijo Ciara alarmada.

–Que he visto al melitarito del otro día, el que estuvo aquí cuando el señor vino malo.

–¿Y qué?

–¿Qué? Nada, sino que me ha asustao , porque me dijo que quería entrar, y como estamos solas, pensé que me pasaría algo … porque como es una así tan guapetona…. Y no tiene una mala cara…. Ya ve usted.

–¡Ah! ¿El oficial aquél del otro día?… ¿Y dices que se quería meter aquí?

–Sí; y después me preguntó por usted.

–¿Por mí? ¿Y qué le dijiste?

–Que estaba güena. Después dijo que si estaba aquí el viejo. Ya ve usted qué poco respeto. ¡El viejo! ¡Qué irreverencia! Yo le dije que no. El me dijo que quería entrar á hablar conmigo… Pero vamos … ya soy muy maliciosa, y yo me malicio….

–¿Qué?

–A mí no me engañan así con palabritas. Como es una tan guapetona….

–No tengas cuidado—dijo Clara riendo.—Es que está enamorado de ti y quiere casarse contigo. Si lo sabe el tabernero….

–¿Mi Pascual? No lo sabrá… Si llegara á saber mi Pascual que hay un señorito que dice chicoleos á Pascuala….

Advirtamos que esta fregona tenía por novio á un Pascual que había fundado nada menos que una taberna en la calle del Humilladero. Aquellas relaciones honestas y nobles parecían muy encaminadas al matrimonio; y como ella era así tan guapetona , habría probabilidades de que aquel par de Pascuales se unieran ante la Iglesia para dar hijos al mundo y agua al vino.

–Pues como Pascual lo llegue á saber….

–Pero yo soy muy picara … y se me ha puesto en la cabeza… ¿Sabe usted lo que se me ha puesto en la cabeza?

–¿Qué?

–Que él no quiere entrar aquí por mí, sino por usted.

–¿Por mí? No seas tonta—replicó Clara, riendo con la mayor naturalidad.

–¿Le dejo entrar?

–No, cuidado. Por Dios, no hagas tal. No vuelvas á hablarle más. ¿A qué tiene que venir aquí ese caballero?

–Yo me malicio … aunque una sea así tan guapetona…. Yo me malicio que á mí no me quiere pa maldita de Dios la cosa … porque al fin, siempre una es criada y él un caballero…. Pues parece persona muy principal. Digo… ¿Le dejo entrar?

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