Benito Pérez Galdós - La Fontana de Oro
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Sólo una excepción existía en aquel aislamiento normal. Ya hemos dicho que don Elías fué amigo y servidor de una antigua é ilustre casa. Después de la ruina de los Porreños y Venegas, sólo quedaron tres individuos, tres dueñas venerables que conservaron relaciones amistosas con el realista. Muy de tarde en tarde iban á visitarle. Tenían un trato seco; eran intolerantes, rígidas, orgullosas. Nunca hablaban á Clara sino con palabras solemnes, que daban tristeza y abatían el ánimo. No podían prescindir de la etiqueta, ni aun delante de una pobre muchacha y eran tan ceremoniosas y tiesas, que Clara les llegó á tomar antipatía, porque siempre que iban á la casa dejaban allí una sombra de tristeza que duraba mucho tiempo en el alma de la huérfana.
En los últimos años, Coletilla entraba, como hemos dicho, en el período álgido de su frenesí político; la cólera era su estado normal, y era cosa imposible que en su fanáticas obsesiones pudiera aquella alma irascible tener cariños y finezas para la pobre compañera que tanto las necesitaba. Por el contrario, mostrábase muy duro con ella; se estaba sin hablarle semanas enteras; otras veces la reprendía con acrimonia y sin motivo: la llamaba frívola y casquivana. Un día, al ver que la desventurada se había peinado con menos sencillez que de ordinario, y se había vestido, reformando un poco su natural elegancia con el poderoso instinto de la moda, que las mujeres más apartadas del mundo poseen, la riñó, repitiéndole muchas veces esta frase que le costó lágrimas á la infeliz: "Clara, te has echado á perder." Otras veces le daba al viejo por vigilarla, y le prohibía asomarse al balcón y abrir la puerta, es decir, la abandonaba ó la martirizaba, según el estado de aquel espíritu perturbador y cruel.
Clara se puso mala; se iba agostando con lentitud como el clavel que crecía difícilmente en el patio de la escuela. Su melancolía creció, se puso descolorida y extenuada, y llegó á hacer temer graves peligros para su salud. Coletilla no pudo permanecer indiferente á la enfermedad de su protegida, y trajo un médico el cual expresó su dictamen muy brevemente, diciendo: "Si usted no manda á esta chica al campo se muere antes de un mes."
El realista pensó que la muerte de aquella muchacha sería un contratiempo. Recordó que su hermana vivía en Ateca con su familia, y formó su plan.
Escribió dos letras y algunos días después Clara entraba en el pueblo con el corazón rebosando de alegría.
Benéfica reacción se verificó en su salud, y su espíritu, tanto tiempo abatido por el fastidio y el encierro, se reanimó con el pleno goce de la Naturaleza y el trato de personas alegres que la atendían y la amaban. Aquellos días fueron una segunda vida para la desdichada mártir, porque se regeneró materialmente, adquiriendo lozanía, frescura y vigor: sus ojos, acostumbrados á la obscuridad de cuatro paredes, recorrían ya un largo horizonte: sus pasos la llevaban á grandes distancias: su voz era escuchada por amigas joviales y francas, por jóvenes sencillos, por viejos cariñosos; su alegría era comprendida y compartida por otros; sus inocentes deseos satisfechos; conocía la amistad, la vida familiar, la confianza; gozaba de un cielo hermoso, de un aire puro, de un bienestar sobrio y tranquilo, de felices y no monótonos días, de sosegadas y apacibles noches.
Pero durante la permanencia de Clara en Ateca pasaron cosas que influyeron poderosamente en el resto de su vida. Vamos á referirlas, porque de ellas se deriva casi toda esta historia; y por tan importantes y graves, las dejamos para el capítulo siguiente, donde las verá el lector, si está decidido á no abandonarnos.
CAPÍTULO VI
#El sobrino de Coletilla.#
Marta, la hermana de Elías, había quedado viuda con un hijo llamado Lázaro, que después de estudiar Humanidades en Tudela, pasó á la Universidad de Zaragoza. Era éste un mozo como de veintitrés á veinticinco años, de agradable presencia, de ingenio muy precoz, de imaginación viva, de palabra fácil y difusa, muy impresionable y vehemente, y de recto y noble corazón.
Las nuevas ideas, que entonces conmovían profundamente el corazón de la juventud, habían hallado en el joven Lázaro un creyente decidido. Era uno de los que, brotados en el tumulto de un aula de Filosofía militaban con pasión generosa en las filas de los propagadores políticos, entonces tan necesarios.
Sucedió que los estudiantes zaragozanos trabaron una pendencia con los socios de cierto club político; el asunto tomó proporciones, intervino la autoridad universitaria, y Lázaro se vió obligado á salir de Zaragoza, perdiendo curso. Esto pasaba en los días en que, destituido Riego del mando de capitán general de Aragón, hubo en aquella ciudad tumultos y manifestaciones, que el Gobierno quiso reprimir. Lázaro, que estaba á punto de concluir la carrera, conoció la gravedad de su situación y el disgusto que tendrían su madre y su abuelo, á quienes amaba mucho. Quiso reclamar, pero fué inútil, y tuvo que retirarse á su pueblo, triste, avergonzado y lleno de dudas y temores.
Pero al entrar en su casa, agitado por la zozobra y los remordimientos, vió en compañía de su madre á una persona desconocida que desde el primer momento le produjo una secreta impresión de alegría, imponiéndole, sin saber por qué, consuelo y esperanza. Confesó lo que le pasaba, sin disminuir la gravedad del caso, por lo cual don Fermín, su abuelo paterno, se puso serio y quiso enfadarse, y su madre lloró un poco. Pero la persona desconocida, que parecía estar allí para alegrar la casa, disipó la cólera del primero y secó las lágrimas de la segunda, mientras Lázaro, con la cabeza baja y humedecidos los ojos, permanecía inmóvil delante de sus jueces y de su defensor sin decir palabra, aunque á la verdad no era preciso, porque la joven le defendía muy bien sin desplegar gran elocuencia, ni emplear otros recursos que su claro y natural sentido, su acrisolado y generoso sentimiento.
El pobre Lázaro estaba tan turbado, que se le figuraba que aquella persona era una aparición, un ser enviado del cielo para ampararle en aquellos apurados momentos. Esperaba verla desaparecer al concluir su misión, y la miraba con ese estupor silencioso que causa lo sobrenatural y desconocido. No tenía antecedentes de aquella joven, ni había sospechado que existiera y se encontrara allí. Pero la imagen no se desvanecía, y, por el contrario, continuaba viéndola adornada con todos los encantos físicos y morales que pueden poseer los ángeles de este mundo.
No se habló más del asunto. Lázaro fué perdonado, pero no salió de sus confusiones. Explicáronle quién era Clara y por qué estaba allí; más no por eso pudo dominar el estudiante la respetuosa y fuerte sorpresa que le había producido.
Estuvo encogido y como asombrado todo el día, y temblóle la voz cuando quiso hablar con ella, y se calló al fin por temor de decir mil disparates. Al día siguiente despertó con una alegría exaltada, á la que sucedía bruscamente una tristeza sin igual. Su aturdimiento tomaba fases muy diversas tan pronto se veía atacado de un apetito insaciable de verbosidad que no podía contener; tan pronto hacía esfuerzos inauditos para pronunciar una palabra, sin llegar á conseguirlo. Era un polaticómano ferviente, y en Zaragoza se había distinguido por sus elocuentes arengas en los clubs, que le habían dado mucha celebridad; en sus conversaciones privadas se expresaba también con mucho entusiasmo y corrección pero esta vez de todo hablaba menos de política. Parecía que no existían ya para él ni la revolución francesa, ni el Emilio , de Rousseau, ni las Carta de Talleyrand , ni el Diccionario, de Voltaire. Se había olvidado de todo esto, y sólo pensaba en la fórmula más expresiva y exacta para decirle á Clara que la había visto en sueños aquella noche. Recurrió al sistema de las circunlocuciones, pensó después en decirlo á secas y sin ambajes, acordóse de que las alegorías se habían inventado para aquel caso, y probó todos los medios sin lograr con ninguno su objeto.
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