Dueñas, María - El tiempo entre costuras
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En su casa de la calle de La Luneta, entre la medina moruna y el ensanche español, alojaba sin distinción a todo aquel que llamaba a su puerta solicitando una cama, gente en general de pocos haberes y menos aspiraciones. Con ellos y con todo aquel que se le pusiera por delante intentaba ella hacer trato: te vendo, te compro, te ajusto; me debes, te debo, ajústame tú. Pero con cuidado; siempre con cierto cuidado porque Candelaria la matutera, con su porte de hembraza, sus negocios turbios y aquel desparpajo capaz en apariencia de tumbar al más bragado, no tenía un pelo de necia y sabía que con el comisario Vázquez, tonterías, las mínimas. Si acaso, una bromita aquí y una ironía allá, pero sin que él le echara la mano encima pasándose de la raya de lo legalmente admisible porque entonces no sólo le requisaba todo lo que tuviera cerca, sino que, además, según sus propias palabras, «como me pille guarreando con el pescado, me lleva al cuartelillo y me cruje el hato».
La dulce muchacha mora me ayudó a instalarme. Desempaquetamos juntas mis escasas pertenencias y las colgamos en perchas de alambre dentro de aquella tentativa de armario que no era más que una especie de cajón de madera tapado por un retal a modo de cortinilla. Tal mueble, una bombilla pelada y una cama vieja con colchón de borra componían el mobiliario de la estancia. Un calendario atrasado con una estampa de ruiseñores, cortesía de la barbería El Siglo, aportaba la única nota de color a las paredes encaladas en las que se marcaban los restos de un mar de goteras. En una esquina, sobre un baúl, se acumulaban unos cuantos enseres de uso escaso: un canasto de paja, una palangana desportillada, dos o tres orinales llenos de desconchones y un par de jaulas de alambre oxidado. El confort era austero rayando en la penuria, pero el cuarto estaba limpio y la chica de ojos negros, mientras me ayudaba a organizar aquel barullo de prendas arrugadas que componían la totalidad de mis pertenencias, repetía con voz suave
–Siñorita, tú no preocupar; Jamila lava, Jamila plancha la ropa de siñorita.
Mis fuerzas seguían siendo escasas y el pequeño exceso realizado al trasladar la maleta y vaciar su contenido fue suficiente como para obligarme a buscar apoyo y evitar un nuevo mareo. Me senté a los pies de la cama, cerré los ojos y los tapé con las manos, apoyando los codos en las rodillas. El equilibrio regresó en un par de minutos; volví entonces al presente y descubrí que junto a mí seguía la joven Jamila observándome con preocupación. Miré alrededor. Allí estaba todavía aquella habitación oscura y pobre como una ratonera, y mi ropa arrugada colgando de las perchas, y la maleta destripada en el suelo. Y a pesar de la incertidumbre que a partir de aquel día se abría como un despeñadero, con cierto alivio pensé que, por muy mal que siguieran yendo las cosas, al menos ya tenía un agujero donde cobijarme.
Candelaria regresó apenas una hora más tarde. Poco antes y poco después fue llegando el menguado catálogo de huéspedes a los que la casa proporcionaba refugio y manutención. Componían la parroquia un representante de productos de peluquería, un funcionario de Correos y Telégrafos, un maestro jubilado, un par de hermanas entradas en años y secas como mojamas, y una viuda oronda con un hijo al que llamaba Paquito a pesar del vozarrón y el poblado bozo que el muchacho ya gastaba. Todos me saludaron con cortesía cuando la patrona me presentó, todos se acomodaron después en silencio alrededor de la mesa en los sitios asignados para cada cual: Candelaria presidiendo, el resto distribuido en los flancos laterales. Las mujeres y Paquito a un lado, los hombres enfrente. «Tú en la otra punta», ordenó. Empezó a servir el estofado hablando sin tregua sobre cuánto había subido la carne y lo buenos que estaban saliendo aquel año los melones. No dirigía sus comentarios a nadie en concreto y, aun así, parecía tener un inmenso afán en no cejar en su parloteo por triviales que fueran los asuntos y escasa la atención de los comensales. Sin una palabra de por medio, todos se dispusieron a comenzar el almuerzo trasladando rítmicamente los cubiertos de los platos a las bocas. No se oía más sonido que la voz de la patrona, el ruido de las cucharas al chocar contra la loza y el de las gargantas al engullir el guiso. Sin embargo, un descuido de Candelaria me hizo comprender la razón de su incesante charla: el primer resquicio dejado en su perorata al requerir la presencia de Jamila en el comedor fue aprovechado por una de las hermanas para meter su cuña, y entonces entendí el porqué de su voluntad por llevar ella misma el mando de la conversación con firme mano de timonel.
–Dicen que ya ha caído Badajoz. – Las palabras de la más joven de las maduras hermanas tampoco parecían dirigirse a nadie en concreto; a la jarra del agua tal vez, puede que al salero, a las vinagreras o al cuadro de la Santa Cena que levemente torcido presidía la pared. Su tono pretendía también ser indiferente, como si comentara la temperatura del día o el sabor de los guisantes. De inmediato supe, no obstante, que aquella intervención tenía la misma inocencia que una navaja recién afilada.
–Qué lástima; tantos buenos muchachos como se habrán sacrificado defendiendo al legítimo gobierno de la República; tantas vidas jóvenes y vigorosas desperdiciadas, con la de alegrías que habrían podido darle a una mujer tan apetitosa como usted, Sagrario.
La réplica cargada de acidez corrió a cuenta del viajante y encontró eco en forma de carcajada en el resto de la población masculina. Tan pronto notó doña Herminia que a su Paquito también le había hecho gracia la intervención del vendedor de crecepelo, asestó al muchacho un pescozón que le dejó el cogote enrojecido. En supuesta ayuda del chico intervino entonces el viejo maestro con voz juiciosa. Sin levantar la cabeza de su plato, sentenció.
–No te rías, Paquito, que dicen que reírse seca las entendederas.
Apenas pudo terminar la frase antes de que mediara la madre de la criatura.
–Por eso ha tenido que levantarse el ejército, para acabar con tantas risas, tanta alegría y tanto libertinaje que estaban llevando a España a la ruina…
Y entonces pareció haberse declarado abierta la veda. Los tres hombres en un flanco y las tres mujeres en el otro alzaron sus seis voces de manera casi simultánea en un gallinero en el que nadie escuchaba a nadie y todos se desgañitaban soltando por sus bocas improperios y atrocidades. Rojo vicioso, vieja meapilas, hijo de Lucifer, tía vinagre, ateo, degenerado y otras decenas de epítetos destinados a vilipendiar al comensal de enfrente saltaron por los aires en un fuego cruzado de gritos coléricos. Los únicos callados éramos Paquito y yo misma: yo, porque era nueva y no tenía conocimiento ni opinión sobre el devenir de la contienda y Paquito, probablemente por miedo a los mandobles de su furibunda madre, que en ese mismo momento acusaba al maestro de masón asqueroso y adorador de Satanás con la boca llena de patatas a medio masticar y un hilo aceitoso cayéndole por la barbilla. En el otro extremo de la mesa, Candelaria, entretanto, iba transmutando segundo a segundo su ser: la ira amplificaba su volumen de jaca y su semblante, poco antes amable, empezó a enrojecer hasta que, incapaz de contenerse más, propinó un puñetazo sobre la mesa con tal potencia que el vino saltó de los vasos, los platos chocaron entre sí y por el mantel se derramó a borbotones la salsa del estofado. Como un trueno, su voz se alzó por encima de la otra media docena.
–¡Como vuelva a hablarse de la puta guerra en esta santa casa, los pongo a todos en lo ancho de la calle y les tiro las maletas por el balcón!
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