Dueñas, María - El tiempo entre costuras
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–En eso ando -dijo-, buscándole un sitio, no crea que es fácil encontrarlo tal como están las cosas. De todas maneras, me gustaría conocer algunos datos sobre su historia que aún se me escapan, así que, si se siente con fuerzas, quisiera volver a verla mañana para que usted misma me resuma todo lo que pasó, por si hubiera algún detalle que nos ayudara a resolver los problemas en los que la ha metido su marido, su novio…
–… o lo que quiera que sea ese hijo de mala madre -completé con una mueca irónica tan débil como amarga.
–¿Estaban casados? – preguntó.
Negué con la cabeza.
–Mejor para usted -concluyó tajante. Consultó entonces el reloj-. Bien, no quiero cansarla más -dijo levantándose-, creo que por hoy es suficiente. Volveré mañana, no sé a qué hora; cuando tenga un hueco, estamos hasta arriba.
Lo contemplé mientras se dirigía hacia la salida del pabellón, andando con prisa, con el paso elástico y determinado de quien no está acostumbrado a perder el tiempo. Antes o después, cuando me recuperara, debería averiguar si en verdad aquel hombre confiaba en mi inocencia o si simplemente deseaba librarse de la pesada carga que conmigo le había caído como del cielo en el momento más inoportuno. No pude pensarlo entonces: estaba exhausta y acobardada, y lo único que ansiaba era dormir un sueño profundo y olvidarme de todo.
El comisario Vázquez regresó la tarde siguiente, a las siete, tal vez a las ocho, cuando el calor era ya menos intenso y la luz más tamizada. Nada más verle atravesar la puerta en el otro extremo del pabellón, me apoyé sobre los codos y, con gran esfuerzo, arrastrándome casi, me incorporé. Cuando llegó hasta mí, se sentó en la misma silla del día anterior. Ni siquiera le saludé. Sólo carraspeé, preparé la voz y me dispuse a narrar todo lo que él quería oír.
7
Aquel segundo encuentro con don Claudio transcurrió un viernes de finales de agosto. El lunes a media mañana regresó para recogerme: había encontrado un sitio donde alojarme y se iba a encargar de acompañarme a emprender mi nueva mudanza. En distintas circunstancias, un comportamiento tan aparentemente caballeroso podría haberse interpretado de alguna otra manera; en aquel momento, ni él ni yo teníamos duda de que su interés por mí no era más que el de un simple producto profesional al que convenía tener a buen recaudo para evitar mayores complicaciones.
A su llegada me encontró vestida. Con ropa descoordinada que se me había quedado grande, peinada con un moño desabrido, sentada apenas en el extremo de la cama ya hecha. Con la maleta repleta de los miserables restos del naufragio a mis pies y los dedos huesudos entrelazados sobre el regazo, esforzándome sin suerte por hacer acopio de fuerzas. Al verle llegar intenté levantarme; con un gesto, sin embargo, él me indicó que permaneciera sentada. Se acomodó en el borde de la cama frente a la mía y tan sólo dijo:
–Espere. Tenemos que hablar.
Me miró unos segundos con aquellos ojos oscuros capaces de taladrar una pared. Ya había yo descubierto por entonces que no era ni un joven canoso ni un viejo juvenil: era un hombre a caballo entre los cuarenta y los cincuenta, educado en las maneras pero curtido en su trabajo, con buena planta y el alma baqueteada a fuerza de tratar con golfos de toda ralea. Un hombre, pensé, con el que bajo ningún concepto me convenía tener el más mínimo problema.
–Mire, éstos no son los procedimientos que acostumbramos a seguir en mi comisaría; con usted, debido a las circunstancias del momento, estoy haciendo una excepción, pero quiero que le quede bien claro cuál es su situación real. Aunque personalmente creo que usted no es más que la incauta víctima de un canalla, esos asuntos los tiene que dirimir un juez, no yo. Sin embargo, tal como están ahora mismo las cosas en la confusión de estos días, me temo que un juicio es algo impensable. Y tampoco ganaríamos nada teniéndola detenida en una celda hasta sabe Dios cuándo. Así que, como le dije el otro día, la voy a dejar en libertad, pero, ojo, controlada y con movimientos limitados. Y para evitar tentaciones, no voy a devolverle su pasaporte. Además, queda libre bajo la condición de que, en cuanto se restablezca del todo, busque una manera decente de ganarse la vida y ahorre para liquidar su deuda con el Continental. Les he pedido en su nombre el plazo de un año para saldar la cuenta pendiente y han aceptado, así que ya puede usted espabilarse y hacer lo posible por sacar ese dinero de debajo de las piedras si hace falta, pero de forma limpia y sin escaramuzas, ¿está claro?
–Sí, señor -musité.
–Y no me vaya a fallar; no me intente hacer ninguna jugarreta y no me fuerce a ir a por usted en serio porque como me busque las cosquillas, pongo en marcha la maquinaria, la embarco para España a la primera que pueda y le caen siete años en la cárcel de mujeres de Quiñones antes de que quiera darse cuenta, ¿estamos?
Ante tan funesta amenaza fui incapaz de decir nada coherente; sólo asentí. Se levantó entonces; yo, un par de segundos después. Él lo hizo con rapidez y flexibilidad; yo tuve que imponer a mi cuerpo un esfuerzo inmenso para poder seguir su movimiento.
–Pues andando -concluyó-. Deje, ya le llevo yo la maleta, que usted no está para tirar ni de su sombra. Tengo el auto en la puerta; despídase de las monjas, déles las gracias por lo bien que la han tratado y vámonos.
Recorrimos Tetuán en su vehículo y, por primera vez, pude apreciar parcialmente aquella ciudad que durante un tiempo aún indeterminado habría de convertirse en la mía. El Hospital Civil estaba en las afueras; poco a poco fuimos adentrándonos en ella. A medida que lo hacíamos crecía el volumen de cuerpos que la transitaban. Las calles estaban repletas en aquella hora cercana al mediodía. Apenas circulaban automóviles y el comisario tenía que hacer sonar constantemente la bocina para abrirse paso entre los cuerpos que se movían sin prisa en mil direcciones. Había hombres con trajes claros de lino y sombreros de panamá, niños en pantalón corto dando carreras y mujeres españolas con el cesto de la compra cargado de verdura. Había musulmanes con turbantes y chilabas rayadas, y moras cubiertas con ropajes voluminosos que sólo les permitían mostrar los ojos y los pies. Había soldados de uniforme y muchachas con vestidos floreados de verano, niños nativos descalzos jugando entre gallinas. Se oían voces, frases y palabras sueltas en árabe y español, saludos constantes al comisario cada vez que alguien reconocía su coche. Resultaba difícil creer que de aquel ambiente hubiera surgido apenas unas semanas atrás lo que ya se intuía como una guerra civil.
No entablamos ninguna conversación a lo largo del trayecto; aquel desplazamiento no tenía el objetivo de ser un grato paseo, sino el escrupuloso cumplimiento de un trámite que acarreaba la necesidad de trasladarme de un sitio a otro. Ocasionalmente, sin embargo, cuando el comisario intuía que algo de lo que aparecía ante nuestros ojos podría resultarme ajeno o novedoso, lo señalaba con la mandíbula y, sin despegar la vista del frente, pronunciaba unas escuetas palabras para nombrarlo. «Las rifeñas», recuerdo que dijo señalando un grupo de mujeres marroquíes ataviadas con faldones a rayas y grandes gorros de paja de los que colgaban borlones colorados. Los escasos diez o quince minutos que duró el trayecto me fueron suficientes para absorber las formas, descubrir los olores y aprender los nombres de algunas de las presencias con las que a diario habría de convivir en aquella nueva etapa de mi vida. La Alta Comisaría, los higos chumbos, el palacio del jalifa, los aguadores en sus burros, el barrio moro, el Dersa y el Gorgues, los bakalitos, la hierbabuena.
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