Dueñas, María - El tiempo entre costuras

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Descendimos del coche en la plaza de España; un par de moritos se acercó volando a cargar con mi equipaje y el comisario les dejó hacer. Entramos entonces en La Luneta, junto a la judería, junto a la medina. La Luneta, mi primera calle en Tetuán: estrecha, ruidosa, irregular y bullanguera, llena de gente, tabernas, cafés y bazares alborotados en los que todo se compraba y todo se vendía. Llegamos a un portal, entramos, ascendimos una escalera. Tocó el comisario un timbre en el primer piso.

–Buenos días, Candelaria. Aquí le traigo el encargo que estaba esperando. – Ante la mirada de la rotunda mujer de rojo que acababa de abrir la puerta, mi acompañante me señaló con un breve movimiento de cabeza.

–Pero ¿qué encargo es éste, mi comisario? – replicó poniéndose en jarras y soltando una potente risotada. Acto seguido, se hizo a un lado y nos dejó pasar. Tenía una casa soleada, reluciente en su modestia y de estética un tanto dudosa. Tenía también un desparpajo de apariencia natural bajo el que se intuía la sensación de que aquella visita del policía no dejaba de generarle un potente desasosiego.

–Un encargo especial que yo le hago -aclaró él dejando la maleta en la pequeña entrada a los pies de un almanaque con la imagen de un Sagrado Corazón-. Tiene que hospedar a esta señorita por un tiempo y, de momento, sin cobrarle un céntimo; ya ajustarán cuentas entre ustedes cuando ella empiece a ganarse la vida.

–¡Pero si tengo la casa hasta arriba, por los clavos de Cristo! ¡Si me llega lo menos media docena de cuerpos al día a los que no tengo manera de dar cobijo!

Mentía, obviamente. La mujerona morena mentía y él lo sabía.

–No me cuente sus penas, Candelaria; ya le he dicho que tiene que acomodarla como sea.

–¡Si desde lo del alzamiento no ha parado de venir gente en busca de hospedaje, don Claudio! ¡Si tengo hasta colchones por los suelos!

–Déjese de milongas, que el tránsito del Estrecho lleva semanas cortado y por allí no cruzan estos días ni las gaviotas. Le guste o no, habrá de hacerse cargo de lo que le pido; apúntelo a la cuenta de todas las que me debe. Y además, no sólo tiene que darle alojamiento: también que ayudarla. No conoce a nadie en Tetuán y trae a rastras una historia bastante fea, así que hágale un hueco en donde pueda porque aquí va a instalarse a partir de ahora mismo, ¿está claro?

Ella contestó sin el menor entusiasmo:

–Como el agua, señor mío; clarito como el agua.

–La dejo a su recaudo entonces. Si hay algún problema, ya sabe dónde encontrarme. No me hace ninguna gracia que se quede aquí: ya viene maleada y poco bueno va a aprender de usted, pero en fin…

Interrumpió entonces la patrona con un punto de sorna bajo pose de aparente inocencia.

–¿No sospechará usted de mí ahora, don Claudio?

No se dejó embaucar el comisario por la cadencia zumbona de la andaluza.

–Yo siempre sospecho de todo el mundo, Candelaria; para eso me pagan.

–Y si tan mala cree que soy, ¿a santo de qué me trae esta prenda a mi vera, mi comisario?

–Porque, como ya le he dicho, tal como están las cosas, no tengo otro sitio a donde llevarla, no se vaya a creer que lo hago por gusto. En cualquier caso, la dejo responsable de ella, vaya imaginando alguna manera de que se busque la vida: no creo que pueda regresar a España en una buena temporada y necesita conseguir dinero porque tiene por ahí un asunto pendiente que arreglar. A ver si consigue que la contraten de dependienta en algún comercio, o en una peluquería; en cualquier sitio decente, usted verá. Y haga el favor de dejar de llamarme «mi comisario», se lo he dicho ya quinientas veces.

Me observó ella entonces, prestándome atención por primera vez. De arriba abajo, con rapidez y sin curiosidad; como si simplemente estuviera tasando el volumen de la losa que acababa de caerle encima. Volvió después la vista a mi acompañante y, con resignación burlona, aceptó el cometido.

–Descuide, don Claudio, que la Candelaria se hace cargo. Ya veré en dónde la meto, pero quédese tranquilo, que ya sabe usted que conmigo va a estar en la gloria bendita.

Las promesas celestiales de la dueña de la pensión no parecieron sonar del todo convincentes al policía porque aún necesitó éste apretar un poco más la tuerca para terminar de negociar los términos de mi estancia. Con voz modulada y el dedo índice erguido en vertical a la altura de la nariz, formuló un último aviso que ya no admitió broma alguna por respuesta.

–Ándese con ojo, Candelaria, con ojo y con cuidado, que la cosa está muy revuelta y no quiero más problemas de los estrictamente necesarios. Y a ver si se le va a ocurrir meterla en ninguno de sus líos. No me fío un pelo de ninguna de las dos, así que voy a tenerlas vigiladas de cerca. Y como yo me entere de algún movimiento extraño, me las llevo a comisaría y de allí no las saca ni el sursum corda, ¿estamos?

Musitamos ambas un sentido «sí, señor».

–Pues lo dicho, a recuperarse y, en cuanto pueda, a empezar a trabajar.

Me miró a los ojos para despedirse y pareció dudar un instante entre tenderme o no la mano como despedida. Finalmente optó por no hacerlo y zanjó el encuentro con una recomendación y un pronóstico condensados en tres escuetas palabras: «Cuídese, ya hablaremos». Salió entonces de la vivienda y comenzó a descender los escalones con trote ágil mientras se ajustaba el sombrero agarrándolo con la mano abierta por la corona. Lo observamos en silencio desde la puerta hasta que desapareció de nuestra vista, y a punto estábamos de adentrarnos de nuevo en la vivienda cuando oímos sus pasos terminar el descenso y su voz retronar en el hueco de la escalera.

–¡Me las llevo a las dos al calabozo y de allí no las saca ni el Santo Niño del Remedio!

–Tus muertos, cabrón -fue lo primero que Candelaria dijo tras cerrar la puerta con un empujón propulsado por su voluminoso trasero. Después me miró y sonrió sin ganas, intentando apaciguar mi desconcierto-. Demonio de hombre, me lleva loca perdida; no sé cómo lo hace, pero no se le escapa una y lo tengo el día entero pegado a la chepa.

Suspiró entonces con tanta fuerza que su abultada pechera se hinchó y deshinchó como si tuviera un par de globos contenidos en las apreturas del vestido de percal.

–Anda, mi alma, pasa para adentro, que te voy a instalar en uno de los cuartos del fondo. ¡Ay, maldito alzamiento, que nos ha puesto todo patas arriba y está llenando de broncas las calles y de sangre los cuarteles! ¡A ver si acaba pronto este jaleo y volvemos a la vida de siempre! Ahora voy a salir, que tengo unos asuntillos de los que encargarme; tú te quedas aquí acomodándote y luego, cuando yo vuelva a la hora de comer, me lo cuentas todo despacito.

Y a gritos en árabe requirió la presencia de una muchachita mora de apenas quince años que llegó desde la cocina secándose las manos en un trapo. Ambas se dispusieron a despejar trastos y cambiar sábanas en el cuartucho diminuto y sin ventilación que a partir de aquella noche pasaría a convertirse en mi dormitorio. Y allí me instalé, sin tener la menor idea del tiempo que mi estancia duraría ni el cauce por el que avanzarían los derroteros de mi porvenir.

Candelaria Ballesteros, más conocida en Tetuán por Candelaria la matutera, tenía cuarenta y siete años y, como ella misma apuntaba, más tiros pegados que el cuartel de Regulares. Pasaba por viuda, pero ni siquiera ella sabía si su marido en verdad había muerto en una de sus múltiples visitas a España, o si la carta que siete años atrás había recibido desde Málaga anunciando el deceso por neumonía no era más que la patraña de un sinvergüenza para quitarse de en medio y que nadie le buscara. Huyendo de las miserias de los jornaleros en los olivares del campo andaluz, la pareja se instaló en el Protectorado tras la guerra del Rif, en el año 26. A partir de entonces, ambos dedicaron sus esfuerzos a los negocios más diversos, todos con una estrella más bien famélica cuyos parcos réditos había invertido él convenientemente en jarana, burdeles y copazos de Fundador. No habían tenido hijos y cuando su Francisco se evaporó y la dejó sola y sin los contactos con España para seguir trapicheando de matute con todo lo que caía en sus manos, decidió Candelaria alquilar una casa y montar en ella una modesta pensión. No por ello, sin embargo, cesó de esforzarse por comprar, vender, recomprar, revender, intercambiar, porfiar y canjear todo lo que caía en su mano. Monedas, pitilleras, sellos, estilográficas, medias, relojes, encendedores: todo de origen borroso, todo con destino incierto.

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