Dueñas, María - El tiempo entre costuras
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–A ver si acaba todo esto de una puñetera vez…
Le saqué de su reflexión; no pude contener la incertidumbre un segundo más.
–Pero ¿voy a poder marcharme o no?
Mi pregunta inoportuna le hizo volver a la realidad. Tajante.
–No. De ninguna manera. No va a poder ir usted a ningún sitio, y mucho menos a Madrid. Allí se mantiene de momento el gobierno de la República: el pueblo lo apoya y se está preparando para resistir lo que haga falta.
–Pero yo tengo que regresar -insistí con flojedad-. Allí está mi madre, mi casa…
Habló de nuevo esforzándose por mantener su paciencia a raya. Mi insistencia le estaba resultando cada vez más molesta, aunque intentaba no contrariarme, habida cuenta de mi condición clínica. En otras circunstancias posiblemente me habría tratado con muchas menos contemplaciones.
–Mire, yo no sé de qué pie cojea usted, si estará con el gobierno o a favor del alzamiento. – Su voz era de nuevo templada; había recuperado todo su vigor tras un breve instante de decaimiento; probablemente el cansancio y la tensión de los días convulsos le hubiera pasado una momentánea factura-. Si le soy sincero, después de todo lo que he tenido que ver en estas últimas semanas, su posición me importa más bien poco; es más, prefiero no enterarme. Yo me limito a seguir con mi trabajo intentando mantener las cuestiones políticas al margen; ya hay gente de sobra ocupándose, por desgracia, de ellas. Pero irónicamente la suerte, por una vez y aunque le cueste creerlo, ha caído de su lado. Aquí, en Tetuán, centro de la sublevación, estará del todo segura porque nadie excepto yo se va a preocupar de sus asuntos con la ley y, créame, son bastante turbios. Lo suficiente como para, en condiciones normales, mantenerla una buena temporada encarcelada.
Traté de protestar, alarmada y llena de pánico. No me dejó; frenó mis intenciones alzando una mano y prosiguió hablando.
–Imagino que en Madrid se pararán la mayoría de los trámites policiales y todos los procesos judiciales que no sean políticos o de envergadura mayor: con lo que allí les ha caído, no creo que nadie tenga interés en andar persiguiendo por Marruecos a una presunta estafadora de una firma de máquinas de escribir y supuesta ladrona del patrimonio de su padre denunciada por su propio hermano. Hace unas semanas se trataría de asuntos medianamente serios pero, a día de hoy, son sólo una cuestión insignificante en comparación con lo que en la capital se les viene encima.
–¿Entonces? – pregunté indecisa.
–Entonces lo que usted va a hacer es no moverse; no realizar el menor intento para salir de Tetuán y poner todo de su parte para no causarme el más mínimo problema. Mi cometido es velar por la vigilancia y seguridad de la zona del Protectorado y no creo que usted sea una grave amenaza para la misma. Pero, por si acaso, no quiero perderla de vista. Así que va a quedarse aquí una temporada y se va a mantener al margen de cualquier tipo de líos. Y no entienda esto como un consejo o una sugerencia, sino como una orden en toda regla. Será como una detención un tanto particular: no la meto en el calabozo ni la confino a un arresto domiciliario, así que gozará de una relativa libertad de movimientos. Pero queda terminantemente desautorizada para abandonar la ciudad sin mi previo consentimiento, ¿está claro?
–¿Hasta cuándo? – pregunté sin corroborar lo que me pedía. La idea de quedarme sola de forma indefinida en aquella ciudad desconocida se me presentaba ante los ojos como la peor de las opciones.
–Hasta que la situación se calme en España y veamos cómo se resuelven las cosas. Entonces decidiré qué hacer con usted; ahora mismo no tengo ni tiempo ni manera de encargarme de sus asuntos. Con inmediatez, sólo tendrá que hacer frente a un problema: la deuda con el hotel de Tánger.
–Pero yo no tengo con qué pagar esa cantidad… -aclaré de nuevo al borde de las lágrimas.
–Ya lo sé: he revisado de arriba abajo su equipaje y, aparte de ropa revuelta y algunos papeles, he comprobado que no lleva nada más. Pero, de momento, usted es la única responsable que tenemos y en ese asunto está igual de implicada que Arribas. Así que, ante la ausencia de él, será usted quien haya de responder a la demanda. Y, de ésta, me temo que no la voy a poder librar porque en Tánger saben que la tengo aquí, perfectamente localizada.
–Pero él se llevó mi dinero… -insistí con la voz rota de nuevo por el llanto.
–También lo sé, y deje de llorar de una maldita vez, haga el favor. En su escrito el mismo Arribas lo aclara todo: con sus propias palabras expresa abiertamente lo sinvergüenza que es y su intención de dejarla en la estacada y sin un céntimo, llevándose todos sus bienes. Y con un embarazo a rastras que acabó perdiendo nada más pisar Tetuán, apenas bajó del autobús.
El desconcierto de mi rostro, mezclado con las lágrimas, mezclado con el dolor y la frustración, le obligó a enunciar una pregunta.
–¿No se acuerda? Fui yo quien la estaba esperando allí. Habíamos recibido un aviso de la gendarmería de Tánger alertando sobre su llegada. Al parecer, un botones del hotel comentó algo con el gerente sobre su marcha precipitada, le pareció que iba en un estado bastante alterado y saltó la alarma. Descubrieron entonces que habían abandonado la habitación con intención de no volver más. Como el importe que debían era considerable, alertaron a la policía, localizaron al taxista que la llevó hasta La Valenciana y averiguaron que se dirigía hacia aquí. En condiciones normales habría mandado a alguno de mis hombres en su busca, pero, según están las cosas de convulsas en los últimos tiempos, ahora prefiero supervisarlo todo directamente para evitar sorpresas desagradables, así que decidí acudir yo mismo en su busca. Apenas bajó del autobús se desmayó en mis brazos; yo mismo la traje hasta aquí.
En mi memoria empezaron entonces a cobrar forma algunos recuerdos borrosos. El calor asfixiante de aquel autobús al que todo el mundo, efectivamente, llamaba La Valenciana. El griterío en su interior, las cestas con pollos vivos, el sudor y los olores que desprendían los cuerpos y los bultos que los pasajeros, moros y españoles, acarreaban con ellos. La sensación de una humedad viscosa entre los muslos. La debilidad extrema al descender una vez llegados a Tetuán, el espanto al notar que una sustancia caliente me chorreaba por las piernas. El reguero negro y espeso que iba dejando a mi paso y, nada más tocar el asfalto de la nueva ciudad, una voz de hombre proveniente de una cara medio tapada por la sombra del ala de un sombrero. «¿Sira Quiroga? Policía. Acompáñeme, por favor.» En aquel momento me sobrevino una flojedad infinita y noté cómo la mente se me nublaba y las piernas dejaban de sostenerme. Perdí la consciencia y ahora, semanas después, volvía a tener frente a mí aquel rostro que aún no sabía si pertenecía a mi verdugo o mi redentor.
–La hermana Virtudes se ha encargado de irme transmitiendo informes de su evolución. Llevo días intentando hablar con usted, pero me han negado el acceso hasta ahora. Me han dicho que tiene anemia perniciosa y unas cuantas cosas más. Pero, en fin, parece que ya se encuentra mejor, por eso me han autorizado a verla hoy y van a darle el alta en los próximos días.
–Y ¿adónde voy a ir? – Mi angustia era tan inmensa como mi temor. Me sentía incapaz de enfrentarme por mí misma a una realidad desconocida. Nunca había hecho nada sin ayuda, siempre había tenido a alguien que marcara mis pasos: mi madre, Ignacio, Ramiro. Me sentía inútil, inepta para enfrentarme sola a la vida y sus envites. Incapaz de sobrevivir sin una mano que me llevara agarrada con fuerza, sin una cabeza decidiendo por mí. Sin una presencia cercana en la que confiar y de la que depender.
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