Dueñas, María - El tiempo entre costuras

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Y entonces sucedió lo inesperado. Nunca habría podido imaginar que la sensación de volver a tener una aguja entre los dedos llegara a resultar tan gratificante. Aquellas colchas ásperas y aquellas sábanas de basto lienzo nada tenían que ver con las sedas y muselinas del taller de doña Manuela, y los remiendos de sus desperfectos distaban un mundo de los pespuntes delicados que en otro tiempo me dediqué a hacer para componer las prendas de las grandes señoras de Madrid. Tampoco el humilde comedor de Candelaria se asemejaba al taller de doña Manuela, ni la presencia de la muchachita mora y el trasiego incesante del resto de los belicosos huéspedes se correspondían con las figuras de mis antiguas compañeras de faena y la exquisitez de nuestras clientas. Pero el movimiento de la muñeca era el mismo, y la aguja volvía a correr veloz ante los ojos, y mis dedos se afanaban por dar con la puntada certera igual que durante años lo había hecho, día a día, en otro sitio y con otros destinos. La satisfacción de coser de nuevo fue tan grata que durante un par de horas me devolvió a tiempos más felices y logró disolver temporalmente el peso de plomo de mis propias miserias. Era como estar de vuelta en casa.

La tarde caía y apenas quedaba luz cuando regresó Candelaria de una de sus constantes salidas. Me encontró rodeada de pilas de ropa recién remendada y con la penúltima toalla entre las manos.

–No me digas, niña, que sabes coser.

Mi réplica a tal saludo fue, por primera vez en mucho tiempo, una sonrisa afirmativa, casi triunfal. Y entonces la patrona, aliviada por haber encontrado al fin alguna utilidad en aquel lastre en que mi presencia se estaba convirtiendo, me llevó hasta su dormitorio y se dispuso a volcar sobre la cama el contenido entero de su armario.

–A este vestido le bajas la bastilla, a este abrigo le vuelves el cuello. A esta blusa le arreglas las costuras y a esta falda le sacas un par de dedos de cadera, que últimamente me he echado unos kilillos encima y no hay manera de que me entre en el cuerpo.

Y así hasta un montón enorme de viejas prendas que apenas me cabían entre los brazos. Sólo me llevó una mañana resolver los desperfectos de su ajado vestuario. Satisfecha con mi eficacia y decidida a calibrar en pleno el potencial de mi productividad, Candelaria volvió aquella tarde con un corte de cheviot para un chaquetón.

–Lana inglesa, de la mejor. La traíamos de Gibraltar antes de que empezara el jaleo, ahora se está poniendo muy dificilísimo dar con ella. ¿Te atreves?

–Consígame un buen par de tijeras, dos metros de forro, media docena de botones de carey y un carrete de hilo marrón. Ahora mismo le tomo medidas y mañana por la mañana se lo tengo listo.

Con aquellos parcos medios y la mesa de comedor como base de operaciones, a la hora de la cena tenía el encargo preparado para prueba. Antes del desayuno estaba terminado. Apenas abrió el ojo, con las legañas aún pegadas y el pelo cogido bajo una redecilla, Candelaria se ajustó la prenda sobre el camisón y examinó con incredulidad su efecto ante el espejo. Las hombreras se asentaban impecables sobre su osamenta y las solapas se abrían a los lados en perfecta simetría, disimulando lo excesivo de su perímetro pectoral. El talle se marcaba grácil con un amplio cinturón, el corte acertado de la caída disimulaba la opulencia de sus caderas de yegua. Las vueltas anchas y elegantes de las mangas remataban mi obra y sus brazos. El resultado no podía ser más satisfactorio. Se contempló de frente y perfil, de espalda y medio lado. Una vez, otra; ahora abrochado, ahora abierto, el cuello subido, el cuello bajado. Con su locuacidad contenida, concentrada en valorar con precisión el producto. Otra vez de frente, otra vez de lado. Y, al final, el juicio.

–La madre que te parió. Pero ¿cómo no me has avisado antes de la mano que tienes, mi alma?

Dos nuevas faldas, tres blusas, un vestido camisero, un par de trajes de chaqueta, un abrigo y una bata de invierno fueron acomodándose en las perchas de su armario a medida que ella se las iba arreglando para traer de la calle nuevos trozos de tela invirtiendo en ellos lo mínimo posible.

–Seda china, toca, toca; dos mecheros americanos me ha sacado por ella el indio del bazar de abajo, me cago en sus muelas. Menos mal que me quedaban un par de ellos del año pasado, porque ya sólo quiere duros hassani el muy cabrón; andan diciendo que van a retirar el dinero de la República y a cambiarlo por billetes de los nacionales, qué locura, muchacha -me decía acalorada a la vez que abría un paquete y ponía ante mis ojos un par de metros de tejido color fuego.

Una nueva salida trajo consigo media pieza de gabardina -de la buena, chiquilla, de la buena-. Un retazo de raso nacarado llegó al día siguiente acompañado por el correspondiente relato de los avatares de su consecución y menciones poco honrosas a la madre del hebreo que se lo había proporcionado. Un retal de lanilla color caramelo, un corte de alpaca, siete cuartas de satén estampado y así, entre canjes y cambalaches, alcanzamos casi la docena de tejidos que yo corté y cosí y ella se probó y alabó. Hasta que sus ingenios para obtener género se agotaron, o hasta que pensó que su nuevo guardarropa estaba por fin bien surtido, o hasta que decidió que ya iba siendo hora de concentrar la atención en otros menesteres.

–Con todo lo que me has hecho está saldada tu deuda conmigo hasta el día de hoy -anunció. Y sin darme tiempo siquiera para paladear mi alivio, prosiguió-: Ahora vamos a hablar del futuro. Tú tienes mucho talento, niña, y eso no se puede desperdiciar y menos ahora con la faltita que te hacen a ti unas buenas perras para salir de los follones en los que andas metida. Ya has visto que lo de encontrar una colocación está muy complicadísimo, así que a mí me parece que lo mejor que puedes hacer es dedicarte a coser para la calle. Pero tal como están las cosas, me temo que te va a ser difícil que la gente te abra las puertas de sus casas de par en par. Tendrás que tener tu sitio, montar tu propio taller y, aun así, no te va a ser fácil encontrar clientela. Tenemos que pensarlo bien.

Candelaria la matutera conocía a todo bicho viviente en Tetuán, pero para cerciorarse del estado de la costura y enfocar el asunto en su justo sitio, hubo de hacer unas cuantas salidas, unos contactos por aquí y por allá, y un estudio sesudo de la situación a pie de obra. Un par de días después del nacimiento de la idea ya teníamos una estampa cien por cien fiable del panorama. Supe entonces que había dos o tres creadoras de solera y prestigio a las que solían frecuentar las esposas e hijas de los jefes militares, de algunos médicos reputados y de los empresarios con solvencia. Un escalón por debajo, se encontraban cuatro o cinco modistas decentes para los trajes de calle y los abrigos de los domingos de las madres de familia del personal mejor acomodado de la administración. Y había finalmente varios puñados de costureras de poco fuste que hacían rondas por las casas, lo mismo cortando batas de percal que reconvirtiendo vestidos heredados, cogiendo bajos o remendando los tomates de los calcetines. El paisaje no se presentaba óptimo: la competencia era considerable, pero de alguna manera tendría que ingeniármelas para conseguir un resquicio por el que colarme. Aunque, según mi patrona, ninguna de aquellas profesionales de la costura era del todo deslumbrante y la mayor parte componía un elenco de figuras domésticas y casi familiares, no por ello habían de ser desestimadas: cuando trabajan bien, las modistas son capaces de ganar lealtades hasta la muerte.

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