Dueñas, María - El tiempo entre costuras

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–Tenemos que hablar, niña. Tú y yo tenemos que hablar muy en serio -dijo en voz baja sentándose a mi lado-. Vamos a ver: ¿tú estás dispuesta a montar un taller? ¿Tú estás dispuesta a ser la mejor modista de Tetuán, a coser la ropa que aquí nunca nadie ha cosido?

–Dispuesta claro que estoy, Candelaria, pero…

–No hay peros que valgan. Ahora escúchame bien y no me interrumpas. Verás tú: después del encuentro con la alemana en la peluquería de mi comadre, me he estado informando por ahí y resulta que en los últimos tiempos contamos en Tetuán con gente que antes no vivía aquí. Igual que te ha pasado a ti, o a las raspas de las hermanas, a Paquito y la gorda de su madre, y a Matías el de los crecepelos: que con lo del alzamiento os habéis quedado todos aquí, atrapados como ratas, sin poder cruzar el Estrecho para volver a vuestras casas. Bien, pues hay otras personas a las que les ha pasado más o menos lo mismo, pero en vez de ser un hatajo de muertos de hambre como los que a mí me habéis caído en suerte, resulta que son gentes de posibles que antes no estaban y ahora sí están, ¿entiendes lo que te digo, niña? Hay una actriz muy famosa que vino con su compañía y se tuvo que quedar. Hay un buen puñado de extranjeras, sobre todo alemanas de las que, según dicen por ahí, algo han tenido que ver con sus maridos en ayudar al ejército a sacar las tropas de Franco para la Península. Y así, unas cuantas: no muchas, la verdad, pero sí las suficientes como para poderte dar trabajo una buena temporada si las consigues como clientas, porque ten en cuenta que ellas no le guardan fidelidad a ninguna modista porque no son de aquí. Y, además, y esto es lo más importante, tienen buenos duros y, al ser extranjeras, esta guerra les trae al pairo, o sea, que tienen cuerpo de jarana y no van a pasarse lo que dure el follón vistiendo de trapillo y atormentándose por quién gana cada batalla, ¿me sigues, mi alma?

–La sigo, Candelaria, claro que la sigo, pero…

–¡Sssssssshhhh! ¡Que he dicho que no quiero peros hasta que yo termine de hablar! Vamos a ver: lo que tú ahora necesitas, ahora mismito, ya, de hoy a mañana, es un local de campanillas donde ofrecer a la clientela lo mejor de lo mejor. Por mis muertos te juro que no he visto a nadie coser como tú en toda mi vida, así que hay que ponerse manos a la obra inmediatamente. Y sí, ya sé que no tienes ni un real, pero para eso está la Candelaria.

–Pero si usted no tiene una perra tampoco; si está todo el día quejándose de que no le llega ni para darnos de comer.

–Ando canina, talmente: las cosas han estado muy dificilísimas en los últimos tiempos para conseguir mercancía. En los puestos fronterizos han colocado destacamentos con soldados armados hasta las cejas, y no hay manera humana de traspasarlos para llegar a Tánger en busca de género si no es con cincuenta mil salvoconductos que a mi menda nadie le va a dar. Y alcanzar Gibraltar está aún más complicado, con el tráfico del Estrecho cerrado y los aviones de guerra en vuelo raso dispuestos a bombardear todo lo que por allí se mueva. Pero tengo algo con lo que podemos conseguir los cuartos que necesitamos para montar el negocio; algo que, por primera vez en toda mi puñetera vida, ha venido a mí sin que yo lo buscara y para lo que no he necesitado salir de mi casa siquiera. Ven para acá que te lo enseñe.

Se dirigió entonces a la esquina de la habitación donde se acumulaba el montón de trastos inútiles.

–Date antes un garbeo por el pasillo y comprueba que las hermanas siguen con la radio puesta -ordenó en un susurro.

Cuando volví con la confirmación de que así era, ya había retirado de su sitio las jaulas, el canasto, los orinales y las palanganas. Delante de ella sólo quedaba el baúl.

–Cierra bien la puerta, echa el pestillo, enciende la luz y acércate -requirió imperiosa sin levantar la voz más de lo justo.

La bombilla pelada del techo llenó de pronto la estancia de luminosidad mortecina. Llegué a su lado cuando acababa de levantar la tapa. En el fondo del baúl sólo había un trozo de manta arrugado y mugriento. Lo alzó con cuidado, casi con esmero.

–Asómate bien.

Lo que vi me dejó sin habla; casi sin pulso, casi sin vida. Un montón de pistolas oscuras, diez, doce, tal vez quince, quizá veinte, ocupaban la base de madera en desorden, cada cañón apuntando a un lado, como un pelotón dormido de asesinos.

–¿Las has visto? – bisbisó-. Pues cierro. Dame los trastos, que los ponga encima, y vuelve a apagar la luz.

La voz de Candelaria, aun queda, era la de siempre; la mía nunca lo supe porque el impacto de lo que acababa de contemplar me impidió formular palabra alguna en un buen rato. Volvimos a la cama y ella al cuchicheo.

–Habrá quien aún piense que lo del alzamiento se hizo por sorpresa, pero eso es mentira cochina. Quien más y quien menos sabía que algo fuerte se estaba cociendo. La cosa llevaba ya un tiempo preparándose, y no sólo en los cuarteles y en el Llano Amarillo. Cuentan que hasta en el Casino Español había un arsenal entero escondido detrás de la barra, vete tú a saber si es verdad o no. En las primeras semanas de julio tuve alojado en este cuarto a un agente de aduanas pendiente de destino, o eso al menos decía él. La cosa me olía rara, para qué te voy a engañar, porque para mí que aquel hombre ni era agente de aduanas ni nada que se le parezca pero, en fin, como yo nunca pregunto porque a mí tampoco me gusta que nadie se meta en mis chalaneos, le arreglé su cuarto, le puse un plato caliente en la mesa y santas pascuas. A partir del 18 de julio no le volví a ver más. Igual se unió al alzamiento, que salió por piernas por las cabilas hacia la zona francesa, que se lo llevaron para el Monte Hacho y lo fusilaron al amanecer: ni tengo la menor idea de lo que fue de él, ni he querido hacer averiguaciones. El caso es que, a los cuatro o cinco días, me mandaron a un tenientillo a por sus pertenencias. Yo le entregué sin preguntar lo poco que había en su armario, le dije vaya usted con Dios y di el asunto del agente por terminado. Pero al limpiar la Jamila el cuarto para el siguiente huésped y ponerse a barrer debajo de la cama, la oí de pronto pegar un grito como si hubiera visto al mismísimo demonio con el pincho en la mano o lo que lleve el demonio de los musulmanes, que a saber qué será. El caso es que ahí, en la esquina, al fondo, le había arreado un escobazo al montón de pistolas.

–¿Y usted entonces las descubrió y se las quedó? – pregunté con un hilo de voz.

–¿Y qué iba a hacer si no? ¿Me iba a ir en busca del teniente a su tabor, con la que está cayendo?

–Se las podía haber entregado al comisario.

–¿A don Claudio? ¡Tú estás trastornada, muchacha!

Esta vez fui yo quien con un sonoro «sssssssshhhhhh» requerí silencio y discreción.

–¿Cómo le voy a dar yo a don Claudio las pistolas? ¿Qué quieres, que me encierre de por vida, con lo enfilada que me tiene? Me las quedé porque en mi casa estaban y, además, el agente de aduanas se quitó de en medio dejándome a deber quince días, de manera que las armas eran más o menos su pago en especias. Esto vale un dineral, niña, y más ahora, con los tiempos que corren, así que las pistolas son mías y con ellas puedo hacer lo que se me antoje.

–¿Y piensa venderlas? Puede ser muy peligroso.

–Nos ha jodido, claro que es peligroso, pero necesitamos el parné para montar tu negocio.

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