Dueñas, María - El tiempo entre costuras
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–Y ¿qué es lo que quiere que haga? – pregunté atemorizada.
–Llevar las armas a la estación del tren, entregarlas antes de las seis de la mañana y traerte de vuelta para acá los mil novecientos duros en los que tenía apalabrada la mercancía. Sabes dónde está la estación, ¿no? Cruzando la carretera de Ceuta, a los pies del Gorgues. Allí podrán recogerla los hombres sin tener que entrar en Tetuán. Bajarán desde el monte e irán a por ella directamente antes de que amanezca, sin necesidad de pisar la ciudad.
–Pero ¿por qué tengo que llevarla yo? – Me notaba de pronto despierta como un búho, el susto había conseguido cortar la somnolencia de raíz.
–Porque al volver de la Suica dando un rodeo y pergeñando la manera de arreglar lo de la estación, el hijo de puta del Palomares, que salía del bar El Andaluz cuando ya estaban cerrando, me ha echado el alto junto al portón de Intendencia y me ha dicho que igual le cuadra esta noche pasarse por la pensión a hacerme un registro.
–¿Quién es Palomares?
–El policía con más mala sangre de todo el Marruecos español.
–¿De los de don Claudio?
–Trabaja a sus órdenes, sí. Cuando lo tiene delante, le hace la rosca al jefe pero, en cuanto campa a sus anchas, saca el cabrón una chulería y una mala baba que tiene acobardado con echarle la perpetua a medio Tetuán.
–Y ¿por qué la ha parado a usted esta noche?
–Porque le ha dado la gana, porque es así de desgraciado y le gusta repartir estopa y asustar a la gente, sobre todo a las mujeres; lleva años haciéndolo y en estos tiempos, más todavía.
–Pero ¿ha sospechado algo de las pistolas?
–No, hija, no; por suerte no me ha pedido que le abra el bolso ni se ha atrevido a tocarme. Tan sólo me ha dicho con su voz asquerosa, dónde vas tan de noche, matutera, no estarás metida en alguno de tus chalaneos, cacho perra, y yo le he contestado, vengo de hacerle una visita a una comadre, don Alfredo, que anda mala de unas piedras en el riñón. No me fío de ti, matutera, que eres muy guarra y muy fullera, me ha dicho luego el berraco, y yo me he mordido la lengua para no contestarle, aunque a punto he estado de cagarme en todos sus muertos, así que, con el bolso bien firme debajo del sobaco, he apretado el paso encomendándome a María Santísima para que no se me movieran las pistolas del cuerpo, y cuando ya lo había dejado atrás, oigo otra vez su voz cochina a mi espalda, lo mismo me paso luego por la pensión y te hago un registro, zorra, a ver qué encuentro.
–¿Y usted cree que de verdad va a venir?
–Lo mismo sí y lo mismo no -respondió encogiéndose de hombros-. Si consigue por ahí a alguna pobre golfa que le haga un apaño y lo deje bien aliviado, igual se olvida de mí. Pero, como no se le enderece la noche, no me extrañaría que tocara a la puerta dentro de un rato, sacara a los huéspedes a la escalera y me pusiera la casa patas arriba sin miramientos. No sería la primera vez.
–Entonces, usted ya no puede moverse de la pensión en toda la madrugada, por si acaso -susurré con lentitud.
–Talmente, mi alma -corroboró.
–Y las pistolas tienen que desaparecer inmediatamente para que no las encuentre aquí Palomares -añadí.
–Ahí estamos, sí, señor.
–Y la entrega tiene que hacerse hoy a la fuerza porque los compradores están esperando las armas y se juegan la vida si tienen que entrar a por ellas a Tetuán.
–Más clarito no lo has podido decir, reina mía.
Nos quedamos unos segundos en silencio, mirándonos a los ojos, tensas y patéticas. Ella de pie medio desnuda, con las lorzas de carne saliéndole a borbotones por los confines de la faja y el sostén; yo sentada con las piernas dobladas, aún entre las sábanas, en camisón, con el pelo revuelto y el corazón en un puño. Y acompañándonos, las negras pistolas desparramadas.
Habló la patrona finalmente, poniendo palabras firmes a la certeza.
–Tienes que encargarte tú, Sira. No nos queda otra salida.
–Yo no puedo, yo no, yo no… -tartamudeé.
–Tienes que hacerlo, chiquilla -repitió con voz oscura-. Si no, lo perdemos todo.
–Pero acuérdese de lo que yo ya tengo encima, Candelaria: la deuda del hotel, las denuncias de la empresa y de mi medio hermano. Como me pillen en ésta, para mí va a ser el fin.
–El fin bueno lo vamos a tener si llega esta noche el Palomares y nos agarra con todo esto en casa -replicó volviendo la mirada hacia las armas.
–Pero Candelaria, escúcheme… -insistí.
– No, escúchame tú a mí, muchacha, escúchame bien tú a mí ahora -dijo imperiosa. Hablaba con un siseo potente y los ojos abiertos como platos. Se agachó hasta ponerse a mi altura, aún estaba yo en la cama. Me agarró los brazos con fuerza y me obligó a mirarla de frente-. Yo lo he intentado todo, me he dejado el pellejo en esto y la cosa no ha salido -dijo entonces-. Así de perra es la suerte: a veces te deja que ganes y otras veces te escupe en la cara y te obliga a perder. Y esta noche a mí me ha dicho ahí te pudras, matutera. Ya no me queda ningún cartucho, Sira, yo ya estoy quemada en esta historia. Pero tú no. Tú eres ahora la única que aún puede lograr que no nos hundamos, la única que puede sacar la mercancía y recoger el dinero. Si no fuera necesario, no te lo estaría pidiendo, bien lo sabe Dios. Pero no nos queda otra, criatura: tienes que empezar a moverte. Tú estás metida en esto igual que yo; es asunto de las dos y en ello nos va mucho. Nos va el futuro, niña, el futuro entero. Como no consigamos ese dinero, no levantamos cabeza. Y ahora todo está en tus manos. Y tienes que hacerlo. Por ti y por mí, Sira. Por las dos.
Quería seguir negándome; sabía que tenía motivos poderosos para decir no, ni hablar, de ninguna manera. Pero, a la vez, era consciente de que Candelaria tenía razón. Yo misma había aceptado entrar en aquel juego sombrío, nadie me había obligado. Formábamos un equipo en el que cada una tenía inicialmente un papel. El de Candelaria era negociar primero; el mío, trabajar después. Pero ambas éramos conscientes de que, a veces, los límites de las cosas son elásticos e imprecisos, que pueden moverse, desdibujarse o diluirse hasta desaparecer como la tinta en el agua. Ella había cumplido con su parte del trato y lo había intentado. La suerte le había dado la espalda y no lo había conseguido, pero aún no estaban reventadas todas las posibilidades. De justicia era que ahora me arriesgara yo.
Tardé unos segundos en hablar; antes necesité espantar de mi cabeza algunas imágenes que amenazaban con saltarme a la yugular: el comisario, su calabozo, el rostro desconocido del tal Palomares.
–¿Ha pensado cómo tendría que hacerlo? – pregunté por fin con un hilo de voz.
Resopló con estrépito Candelaria, recuperando aliviada el ánimo perdido.
–Muy facilísimamente, prenda. Espérate un momentillo, que ahora mismito te lo voy a contar.
Salió de la habitación aún medio desnuda y retornó en menos de un minuto con los brazos llenos de lo que me pareció un trozo enorme de lienzo blanco.
–Vas a vestirte de morita con un jaique -dijo mientras cerraba la puerta a su espalda-. Dentro de ellos cabe el universo entero.
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