Ernest Hemingway - ¿Por Quién Doblan Las Campanas?

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¿Por Quién Doblan Las Campanas?: краткое содержание, описание и аннотация

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- Sí, María. Sí, conejito mío.

Ella se apretó más contra él y él buscó sus labios, los encontró y se besaron, y él la sintió fresca, nueva, suave, joven y adorable, con aquella frescura cálida, devoradora e increíble; porque era increíble encontrársela allí, en su saco de noche, que era tan familiar para él como sus propias ropas, sus zapatos o su trabajo, y, por último, ella dijo, asustada:

- Y ahora hagamos en seguida todo lo que tenemos que hacer, para que desaparezca todo lo demás.

- ¿Lo deseas de verdad?

- Sí -dijo ella casi con fiereza-. Sí. Sí. Sí.

Capítulo octavo

La noche estaba fría. Robert Jordan dormía profundamente. Se despertó una vez y, al estirarse, notó la presencia de la muchacha, acurrucada, dentro del saco, respirando ligera y regularmente. El cielo estaba duro, esmaltado de estrellas, el aire frío le empapaba las narices; metió la cabeza en la tibieza del saco y besó la suave espalda de la muchacha. La chica no se despertó y Jordan se volvió de lado, despegándose suavemente y, sacando otra vez la cabeza del saco, se quedó en vela un instante, paladeando la voluptuosidad que le originaba su fatiga; luego, el deleite suave, táctil, de los dos cuerpos rozándose; por último, estiró las piernas hasta el fondo del saco y se dejó caer a plomo en el más profundo sueño.

Se despertó al rayar el día. La muchacha se había marchado. Lo supo al despertarse, extender el brazo y notar el saco todavía tibio en el lugar donde ella había reposado. Miró hacia la entrada de la cueva, donde se hallaba la manta, bordeada de escarcha, y vio una débil columna gris de humo, que se escapaba de una hendidura entre las rocas, cosa que quería decir que el fuego de la cocina había sido encendido.

Un hombre salió de entre los árboles con una manta sobre la cabeza a la manera de poncho; era Pablo. Iba fumando un cigarrillo. «Ha debido de ir a llevar los caballos al cercado», pensó.

Pablo levantó la manta y entró en la cueva sin mirar hacia donde se hallaba Jordan.

Robert Jordan palpó con la mano la ligera escarcha que se había depositado sobre la seda, delgada, ajada y manchada, de la funda que, desde hacía cinco años, le servía para guardar su saco de noche; luego volvió a deslizarse dentro. «Bueno -dijo, sintiendo la caricia familiar del forro de franela sobre sus piernas extendidas; las encogió y se volvió de lado, de forma que su cabeza no quedara en la dirección de donde; él sabía que saldría el sol-. ¿Qué más da? Puedo dormir todavía un rato.»

Y durmió hasta que un ruido de motores de aviones le despertó.

Tumbado boca arriba, vio los aviones que pasaban, una patrulla enemiga de tres «Fiat», minúsculos y brillantes, moviéndose rápidamente a través del alto cielo de la sierra, volando en la dirección por donde Anselmo y él habían llegado la víspera. No habían hecho más que desaparecer cuando, tras ellos, pasaron nueve más volando a más altura, en formaciones precisas de tres en tres.

Pablo y el gitano estaban parados a la entrada de la cueva en la sombra, mirando al cielo, mientras Robert Jordan seguía tumbado sin moverse. El cielo se había llenado del mugido martilleante de los motores. Hubo un nuevo zumbido y tres nuevos aviones aparecieron, esta vez a menos de trescientos metros por encima de la pradera. Eran «Heinkel 111», bimotores de bombardeo.

Robert Jordan, con la cabeza a la sombra de las rocas, sabía que no le veían y que, aunque le viesen, no tenía tampoco mucha importancia. Sabía que podrían ver los caballos en el cercado si iban a la busca de alguna señal en aquellas montañas; pero, aunque los vieran, a menos de estar advertidos, los tomarían seguramente por caballería propia. Luego se oyó un zumbido más fuerte. Tres «Heinkel 111» aparecieron, se acercaron rápidamente volando todavía más bajo, en formación rígida con el sonoro zumbido aumentando, hasta hacerse algo ensordecedor y luego decreciendo, a medida que dejaban atrás la pradera.

Robert Jordan deshizo el lío de ropas que le servía de almohada y sacó su camisa; y estaba pasándosela ya por la cabeza cuando oyó llegar los aviones siguientes. Se puso el pantalón sin salir del saco y se tumbó, quedándose inmóvil al tiempo que aparecían tres nuevos bombarderos bimotores «Heinkel». Antes de que hubieran podido desaparecer tras la cresta de las montañas, Jordan se había ajustado la pistola, había enrollado el saco, disponiéndolo al pie de un muro, y estaba sentado en el suelo, atándose las alpargatas, cuando el zumbido de los aviones se convirtió en un estruendo más fuerte que nunca, y nueve bombarderos ligeros «Heinkel» llegaron en oleadas rasgando el cielo con su vibración.

Robert Jordan se deslizó a lo largo de las rocas hasta la entrada de la cueva, donde uno de los hermanos, Pablo, el gitano, Anselmo, Agustín y la mujer, estaban parados mirando a lo alto.

- ¿Han pasado otras veces aviones como éstos? -preguntó Jordan.

- Nunca -dijo Pablo-; entra, van a verte.

El sol no alumbraba aún la entrada de la cueva. Solamente iluminaba la pradera cercana al torrente. Jordan sabía que los aviones no podían verle en la oscuridad de la sombra matinal de la arboleda y que la sombra espesa proyectada por las rocas le ocultaba también. Sin embargo, entró en la cueva para no inquietar a sus compañeros.

- Son muchos -dijo la mujer.

- Y serán más -dijo Jordan.

- ¿Cómo lo sabes? -preguntó Pablo recelosamente.

- Estos que han pasado ahora, llevarán cazas detrás.

Justamente en aquel momento oyeron los cazas, con un zumbido más agudo, más alto, como un lamento, y, según pasaban, a unos mil doscientos metros de altura, Robert Jordan contó quince «Fiat», dispuestos como una bandada de ocas salvajes, en grupos de tres, en forma de V.

A la entrada de la cueva, todos tenían la cara larga, y Jordan preguntó:

- ¿No se habían visto nunca tantos aviones?

- Jamás -dijo Pablo.

- ¿No hay tantos en Segovia?

- Nunca ha habido tantos. Por lo general, se ven tres; algunas veces, seis cazas. A veces, tres «Junkers», de los grandes, de los de tres motores, acompañados de los cazas. Pero jamás habíamos visto tantos como ahora.

«Malo -se dijo Robert Jordan-. Malo, malo. Esta concentración de aviones es de mal augurio. Tengo que fijarme en dónde descargan. Pero no, todavía no han llevado las tropas para el ataque. Seguramente no las llevarán antes de esta noche o mañana por la noche. No las llevarán antes. Ninguna unidad puede estar en movimiento a estas horas.»

Podía oír todavía el zumbido de los aviones que se aminoraba. Miró su reloj. Debían de estar en esos momentos por encima de las líneas, al menos, los primeros. Apretó el resorte que ponía en su sitio la aguja del minutero y la vio girar. No, todavía no. Ahora. Sí. Ya debían de haber cruzado. Cuatrocientos kilómetros por hora deben de hacer los «111» en todo caso. Harían falta cinco minutos para llegar hasta allí. En aquellos momentos se hallarían al otro lado del puerto, volando sobre Castilla, amarilla y parda, bajo ellos, al sol de la mañana; con el amarillo surcado de las vetas blancas de la carretera y sembrado de pequeñas aldeas, las sombras de los «Heinkel» deslizándose sobre el campo como las sombras de los tiburones sobre un banco de arena en el fondo del océano…

No se oyó ningún bang, bang, bang, ningún estallido de bombas. Su reloj seguía haciendo tictac.

Deben de ir a Colmenar, a El Escorial o al aeródromo de Manzanares el Real, pensó, con el viejo castillo sobre el lago y los patos, que nadan entre los juncos, y el falso aeródromo, detrás del verdadero, con falsos aviones camuflados a medias y las hélices girando al viento. Tiene que ser allí adonde van. No pueden estar prevenidos para el ataque, se dijo; pero algo respondió en él: ¿Por qué no? Han sido advertidos en todas las ocasiones.

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