Ernest Hemingway - ¿Por Quién Doblan Las Campanas?
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- Es extraño -dijo la mujer- que el Sordo no haya venido. Debería haber llegado hace una hora.
- ¿Le avisó usted para que viniese?
- No; viene todas las noches.
- Quizás esté haciendo algo, algún trabajo.
- Es posible -dijo la mujer-; pero si no viene, tendrémos que ir a verle mañana.
- Ya. ¿Está muy lejos de aquí?
- No, pero será un buen paseo. Me hace falta ejercicio.
- ¿Puedo ir yo? -preguntó María-. ¿Podría ir yo también, Pilar?
- Sí, hermosa -contestó la mujer, volviendo hacia ella su cara maciza-. ¿Verdad que es guapa? -preguntó a Robert Jordan-. ¿Qué te parece? ¿Un poco delgada?
- A mí me parece muy bien -contestó Robert Jordan.
María le sirvió una taza de vino.
- Beba esto -le dijo-; le hará verme más guapa. Hay que beber mucho para verme guapa.
- Entonces vale más que no beba -dijo Jordan-. Me pareces ya guapa, y más que guapa -dijo tuteándola abiertamente.
- Así se habla -dijo la mujer-. Tú hablas como los buenos de verdad. ¿Qué más tienes que decir de ella?
- Que es inteligente -respondió Jordan, de una manera vacilante. María dejó escapar una risita y la mujer movió la cabeza lúgubremente.
- ¡Qué bien había usted empezado y qué mal acaba, don Roberto!
- No me llames don Roberto.
- Es una broma. Aquí decimos en broma don Pablo y decimos en broma señorita María.
- No me gusta esa clase de bromas -dijo Jordan-. Camarada es el modo como debiéramos llamarnos todos en esta guerra. Cuando se bromea tanto, las cosas comienzan a estropearse.
- Eres muy místico tú con tu política -dijo la mujer, burlándose de él-. ¿No te gustan las bromas?
- Sí, me gustan mucho, pero no con los nombres. El nombre es como una bandera.
- A mí me gusta reírme de las banderas. De cualquier bandera -dijo la mujer, echándose a reír-. Para mí, cualquiera puede bromear sobre cualquier cosa. A la vieja bandera roja y gualda la llamábamos pus y sangre. A la bandera de la República, con su franja morada, la llamábamos sangre, pus y permanganato. Y era una broma.
- El es comunista -aseguró María-, y los comunistas son gente muy seria.
- ¿Eres comunista?
- No. Yo soy antifascista.
- ¿Desde hace mucho tiempo?
- Desde que comprendí lo que era ser fascista.
- ¿Cuánto tiempo hace de eso?
- Cerca de diez años.
- Eso no es mucho tiempo -dijo la mujer-. Yo hace veinte años que soy republicana.
- Mi padre fue republicano de toda la vida -dijo María-. Por eso le mataron.
- Mi padre fue republicano toda la vida también. Y también lo fue mi abuelo -dijo Robert Jordan.
- ¿En dónde fue eso?
- En los Estados Unidos.
- ¿Mataron a tu padre? -preguntó la mujer.
- ¡Qué va! -dijo María-. Los Estados Unidos es un país de republicanos. Allí no matan a nadie por ser republicano.
- De todos modos, es una cosa buena tener un abuelo republicano -dijo la mujer-. Es señal de buena casta.
- Mi abuelo formó parte del Comité Nacional Republicano -dijo Jordan. Su declaración impresionó hasta a María.
- ¿Y tu padre hace todavía algo por la República? -preguntó Pilar.
- No, mi padre murió.
- ¿Puede preguntarse cómo murió?
- Se pegó un tiro.
- ¿Para que no le torturasen? -preguntó la mujer.
- Sí -replicó Jordan-; para que no le torturasen.
María le miró con lágrimas en los ojos:
- Mi padre -dijo- no pudo conseguir ninguna arma. Pero me alegro mucho de que su padre tuviera la suerte de conseguir un arma.
- Sí, tuvo mucha suerte -dijo Jordan-. ¿Podríamos ahora hablar de otra cosa?
- Entonces, usted y yo somos iguales -dijo María. Puso una mano en su brazo y le miró a la cara. Jordan contempló la morena cara de la muchacha y vio que los ojos de ella eran por primera vez tan jóvenes como el resto de sus facciones, sólo que, además, se habían vuelto de repente ávidos, juveniles y ansiosos.
- Podríais ser hermano y hermana por la traza -opinó la mujer-. Pero creo que es una suerte que no lo seáis.
- Ahora ya sé por qué he sentido lo que he sentido -dijo María-. Ahora lo veo todo muy claro.
- ¡Qué va! -se opuso Robert Jordan e, inclinándose, le pasó la mano por la cabeza. Había estado deseando hacer eso todo el día, y haciéndolo, notaba que se le volvía a formar un nudo en su garganta. La chica movió la cabeza bajo su mano y sonrió. Y él sintió el cabello espeso, duro y sedoso doblarse bajo sus dedos. Luego, la mano se deslizó sola hasta su garganta, pero la dejó caer.
- Hazlo otra vez -dijo ella-. Quiero que lo hagas muchas veces.
- Luego -contestó Jordan, con voz ahogada.
- Muy bonito -saltó la mujer de Pablo, con voz atronadora-, ¿Y soy yo la que tiene que ver todo esto? ¿Tengo yo que ver todo esto sin que me importe un pimiento? No hay quien pueda soportarlo. A falta de alguna cosa mejor, tendré que agarrarme a Pablo.
María no le hizo caso, como no había hecho caso de los otros que jugaban a las cartas en la mesa, a la luz de una vela.
- ¿Quiere usted otra taza de vino, Roberto? -preguntó María.
- Sí-di jo él-; venga.
- Vas a tener un borracho como yo -dijo la mujer de Pablo-. Con esa cosa rara que ha bebido y todo lo demás. Escúchame, inglés.
- No soy inglés: soy americano.
- Escucha, entonces, americano. ¿Dónde piensas dormir?
- Afuera; tengo un saco de noche.
- Está bien -aprobó ella-. ¿Está la noche despejada?
- Sí, y muy fría.
- Afuera, entonces -dijo ella-; duerme afuera. Y tus cosas pueden dormir conmigo.
- Está bien -contestó Jordan.
- Déjanos un momento -dijo Jordan a la muchacha. Y le puso una mano en el hombro.
- ¿Por qué?
- Quiero hablar con Pilar.
- ¿Tengo que marcharme?
- Sí.
- ¿De qué se trata? -preguntó la mujer de Pablo cuando la muchacha se hubo alejado hacia la entrada de la cueva donde se quedó de pie, junto al pellejo de vino, mirando a los hombres que jugaban a las cartas.
- El gitano dijo que yo debería… -empezó a decir Jordan.
- No -le dijo la mujer-; está equivocado.
- Si fuera necesario que yo… -insinuó Jordan de manera tranquila, aunque premiosa.
- Eres muy capaz de hacerlo -dijo la mujer-. Lo creo. Pero no es necesario. He estado observándote. Tu comportamiento ha sido acertado.
- Pero si fuese necesario…
- No -insistió ella-. Ya te lo diré cuando sea necesario. El gitano tiene la cabeza a pájaros.
- Un hombre que se siente débil puede ser un gran peligro.
- No. No entiendes nada de esto. Ese está ya más allá del peligro.
- No lo entiendo.
- Eres muy joven todavía -afirmó ella-. Ya lo entenderás. -Luego llamó a la muchacha.- Ven, María. Ya hemos acabado de hablar.
La chica se acercó y Jordan extendió la mano y se la pasó por la cabeza. Ella se restregó bajo su mano como un gatito. Hubo un momento en que él creyó que incluso iba a llorar. Pero los labios de María volvieron a recuperar su gesto habitual, le miró a los ojos y sonrió.
- Harías bien yéndote a la cama -dijo la mujer a Robert Jordan-. Has trabajado demasiado.
- Bueno -dijo Jordan-; voy a buscar mis cosas.
Capítulo séptimo
Se quedó dormido en el saco de noche y al despertar creyó que había dormido mucho tiempo. El saco estaba extendido en el suelo, al socaire de los roquedales, más allá de la entrada de la cueva. Durmiendo, se había vuelto de lado y había ido a recostarse sobre la pistola, que tuvo buen cuidado de sujetar con una correa en torno a su muñeca y colocarla junto a él bajo el saco, cuando se puso a dormir; estaba tan cansado -le dolían los hombros y la espalda, le dolían las piernas, y los músculos se le habían quedado tan entumecidos que el suelo se le antojó blando-, que el mero estirarse bajo el saco, y el roce con el forro de lanilla le había producido una especie de voluptuosidad, esa voluptuosidad que sólo proporciona la fatiga. Al despertar se preguntó dónde estaba; recordó y buscó la pistola que había quedado debajo de su cuerpo y se estiró placenteramente, dispuesto a dormir de nuevo, con una mano apoyada en el lío de ropas enrolladas en torno de sus alpargatas que le servía de almohada, y el otro rodeando la improvisada almohada.
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