Ernest Hemingway - ¿Por Quién Doblan Las Campanas?
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- ¿Crees que habrán visto los caballos? -preguntó Pablo.
- Esos no van en busca de caballos -dijo Robert Jordan.
- Pero ¿crees que los habrán visto?
- No -contestó Jordan-, a menos que el sol estuviese por encima de los árboles.
- Es muy temprano -dijo Pablo apesadumbrado.
- Creo que llevan otra idea que la de buscar tus caballos -dijo Jordan.
Habían pasado ocho minutos desde que puso en marcha el resorte del reloj. No se oía ningún ruido de bombardeo.
- ¿Qué es lo que haces con el reloj? -preguntó la mujer.
- Escucho, para averiguar adonde han ido.
- ¡Oh!-dijo ella.
Al cabo de diez minutos Jordan dejó de mirar el reloj, sabiendo que estarían demasiado lejos para oírlos descargar, incluso descontando un minuto para el viaje del sonido, y dijo a Anselmo:
- Quisiera hablarle.
Anselmo salió de la cueva. Los dos hombres dieron algunos pasos, alejándose, y se detuvieron bajo un pino.
- ¿Qué tal? -preguntó Robert Jordan-. ¿Cómo van las cosas?
- Muy bien.
- ¿Ha comido usted?
- No, nadie ha comido todavía.
- Entonces, coma y llévese algo para el mediodía. Quiero que vaya a vigilar la carretera. Anote todo lo que pase, arriba y abajo, en los dos sentidos.
- No sé escribir.
- Tampoco hace falta -dijo Jordan, y, arrancando dos páginas de su cuaderno, cortó un pedazo de su propio lápiz con el cuchillo-. Tome esto y por cada tanque que pase, haga una señal aquí -y dibujó el contorno de un tanque-. Una raya para cada uno, y cuando tenga usted cuatro, al pasar el quinto, la tacha con una raya atravesada.
- Nosotros también contamos así.
- Bien. Haremos otro dibujo. Así; una caja y cuatro ruédas, para los camiones, que marcará con un círculo si van vacíos y con una raya si van llenos de tropas. Los cañones grandes, de esta forma; los chicos, de esta otra. Los automóviles, de esta manera; las ambulancias, así, dos ruedas con una caja que lleva una cruz. Las tropas que pasen en formación de compañías, a pie, las marcamos de este modo: un cuadradito y una raya al lado. La caballería la marcamos así, ¿ve usted?, como si fuera un caballo. Una caja con cuatro patas. Esto es un escuadrón de veinte caballos, ¿comprende? Cada escuadrón, una señal.
- Sí, es muy sencillo.
- Ahora -y Robert Jordan dibujó dos grandes ruedas metidas en un círculo, con una línea corta, indicando un cañón-, éstos son antitanques. Tienen neumáticos. Una señal también para ellos, ¿comprende? ¿Ha visto cañones como éstos?
- Sí -contestó Anselmo-; naturalmente. Está muy claro.
- Llévese al gitano con usted, para que sepa dónde está usted situado y pueda relevarle. Escoja un lugar seguro, no demasiado cerca, desde donde pueda ver bien y cómodamente. Quédese allí hasta que le releven.
- Entendido.
- Bien, y que sepa yo, cuando usted vuelva, todo lo que ha pasado por la carretera. Hay una hoja para todo lo que va carretera arriba y otra para lo que vaya carretera abajo.
Volvieron a la cueva.
- Envíeme a Rafael -dijo Robert Jordan, y esperó cerca de un árbol. Vio a Anselmo entrar en la cueva y caer la manta tras de él. El gitano salió indolentemente, limpiándose la boca con el dorso de la mano.
- ¿Qué tal? -preguntó el gitano-. ¿Te has divertido esta noche?
- He dormido.
- Bueno -dijo el gitano, y sonrió haciendo un guiño-. ¿Tienes un cigarrillo?
- Escucha -dijo Robert Jordan, palpando su bolsillo en busca de cigarrillos-, quisiera que fueses con Anselmo hasta el lugar desde donde vigilará la carretera. Le dejas allí, tomando nota del lugar, para que puedas guiarme a mí o al que le releve más tarde. Después irás a observar el aserradero y te fijarás si ha habido cambios en la guardia.
- ¿Qué cambios?
- ¿Cuántos hombres hay ahora por allí?
- Ocho, según las últimas noticias.
- Fíjate en cuántos hay ahora. Mira a qué intervalos se cambia la guardia del puente.
- ¿Intervalos?
- Cuántas horas está la guardia y a qué hora se hace el cambio.
- No tengo reloj.
- Toma el mío -y se lo soltó de la muñeca.
- ¡Vaya un reloj! -dijo Rafael, admirado-. Mira qué complicaciones tiene. Un reloj como éste debería saber leer y escribir solo. Mira qué enredo de números. Es un reloj que deja tamañitos a todos los demás.
- No juegues con él -dijo Robert Jordan-. ¿Sabes leer la hora?
- ¿Y cómo no? Ahora verás: a las doce del mediodía: hambre. A las doce de la noche: sueño. A las seis de la mañana: hambre. A las seis de la tarde: borrachera. Con un poco de suerte, al menos. A las diez de la noche…
- Basta -dijo Jordan-. No tienes ninguna necesidad de hacer el indio ahora. Quiero que vigiles la guardia del puente grande y el puesto de la carretera, más abajo, de la misma manera que el puesto y la guardia del aserradero y del puente pequeño.
- Eso es mucho trabajo -dijo el gitano, sonriendo-. ¿No sería mejor que enviaras a otro?
- No, Rafael, es importante que ese trabajo lo hagas tú. Tienes que hacerlo con mucho cuidado y andar listo para que no te descubran.
- De eso ya tendré buen cuidado -dijo el gitano-. ¿Crees que hace falta advertirme que me esconda bien? ¿Crees que tengo ganas de que me peguen un tiro?
- Toma las cosas más en serio -dijo Robert Jordan-. Este es un trabajo serio.
- ¿Y eres tú quien me dice que tome las cosas en serio después de lo que has hecho esta noche? Tenías que haber matado a un hombre y, en lugar de eso, ¿qué has hecho? Tenías que haber matado a un hombre y no hacer uno. Cuando estamos viendo llegar por el aire tantos aviones como para matarnos a todos juntos, contando a nuestros abuelos por arriba y a nuestros nietos, que no han nacido todavía, por abajo, e incluyendo gatos, cabras y chinches, aviones que hacen un ruido como para cuajar la leche en los pechos de tu madre, que oscurecen el cielo y que rugen como leones, me pides que tome las cosas en serio. Ya las tomo demasiado en serio.
- Como quieras -dijo Robert Jordan, y, riendo, apoyó una mano en el hombro del gitano-. No las tomes, entonces, demasiado en serio. Hazme ese favor. Y ahora, acaba de comer y márchate.
- ¿Y tú? -preguntó el gitano-. ¿Qué es lo que haces tú, a todo esto?
- Voy a ver al Sordo.
- Después de esos aviones, es fácil que no encuentres a nadie en todas estas montañas -dijo el gitano-. Debe de haber mucha gente que ha sudado la gota gorda esta mañana cuando pasaron.
- Esos aviones tenían otra cosa que hacer que buscar guerrilleros.
- Ya -contestó el gitano, y movió la cabeza-; pero cuando se les meta en la cabeza hacer ese trabajo…
- ¡Qué va! -dijo Robert Jordan-. Son bombarderos ligeros alemanes, lo mejor que tienen. No se envían esos aparatos a buscar gitanos.
- ¿Sabes lo que te digo? -preguntó Rafael-. Que me ponen los pelos de punta. Sí, esos bichos me ponen los pelos de punta, como te lo digo.
- Van a bombardear un aeródromo -dijo Robert Jordan, entrando en la cueva-; estoy seguro de que iban con esa misión.
- ¿Qué es lo que dices? -preguntó la mujer de Pablo. Llenó una taza de café y le tendió un bote de leche condensada.
- ¿También hay leche? ¡Qué lujos!
- Tenemos de todo -dijo ella-, y desde que han pasado los aviones, tenemos mucho miedo. ¿Adonde dices que iban?
Robert Jordan derramó un poco de aquella leche espesa en su taza, a través de la hendidura del bote; limpió el bote con el borde de la taza y dio vueltas al líquido hasta que se puso claro.
- Van a bombardear un aeródromo, eso es lo que yo creo. Pero pueden ir también a El Escorial o a Colmenar. Quizá vayan a los tres lugares.
- Que se vayan muy lejos y que no vuelvan por aquí -dijo Pablo.
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