Ernest Hemingway - ¿Por Quién Doblan Las Campanas?
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- Todos se han dado cuenta. Todos han visto los preparativos que hacías. ¿Por qué no le mataste?
- Pensé que podría molestar a los otros o a la mujer.
- ¡Qué va! La mujer estaba esperando como una puta que caiga un pájaro de cuenta. Eres más joven de lo que aparentas.
- Es posible.
- Mátale ahora -acució el gitano.
- Eso sería asesinar.
- Mejor que mejor -dijo el gitano, bajando la voz-. Correrías menos peligro. Vamos, mátale ahora mismo.
- No puedo hacerlo; sería repugnante y no es así como tenemos que trabajar por la causa.
- Provócale entonces -dijo el gitano-; pero tienes que matarle. No hay más remedio.
Mientras hablaban, una lechuza revoloteó entre los árboles, sin romper la dulzura de la noche, descendió más allá, y se elevó de nuevo batiendo las alas con rapidez, pero sin hacer el ruido de plumas que hace un pájaro cuando caza.
- Mira ese bicho -dijo el gitano en la oscuridad-. Así debieran moverse los hombres.
- Y de día estar ciega en un árbol, con los cuervos alrededor -dijo Jordan.
- Eso ocurre rara vez -dijo el gitano-. Y por casualidad. Mátale -insistió-. No le dejes que acarree más dificultades.
- Ha pasado el momento.
- Provócale -insistió el gitano-. O aprovéchate de la calma.
La manta que tapaba la puerta de la cueva se levantó y un rayo de luz salió del interior. Alguien se adelantaba hacia ellos en la oscuridad.
- Es una hermosa noche -dijo el hombre, con voz gruesa y tranquila-. Vamos a tener buen tiempo.
Era Pablo.
Estaba fumando uno de los cigarrillos rusos, y al resplandor del cigarrillo en los momentos en que aspiraba, aparecía dibujada su cara redonda. Podía distinguirse a la luz de las estrellas su cuerpo pesado de largos brazos.
- No hagas caso de la mujer -dijo, dirigiéndose a Jordan.
En la oscuridad, el cigarrillo era un punto brillante que descendía según bajaba la mano.
- A veces nos da que hacer. Pero es una buena mujer; muy leal a la República.
La punta del cigarrillo brillaba con más fuerza al hablar. Debía de estar hablando ahora con el cigarrillo en la comisura de los labios, pensó Jordan.
- No debemos tener diferencias; tenemos que estar de acuerdo. Me alegro de que hayas venido. -El cigarrillo volvió a brillar con más fuerza.- No hagas caso de las disputas -dijo-; te doy la bienvenida. Perdóname ahora -añadió-; tengo que ir a ver si están atados los caballos.
Y cruzó entre los árboles, bordeando el prado. Oyeron a un caballo relinchar más abajo.
- ¿Has visto? -preguntó el gitano-. ¿Has visto? Ha conseguido escaparse otra vez.
Robert Jordan no contestó.
- Me voy abajo -dijo el gitano, irritado.
- ¿Vas a hacer algo?
- ¡Qué va! Pero al menos puedo impedirle que se escape.
- ¿Puede escaparse con un caballo desde ahí abajo?
- No.
- Entonces, ve al lugar desde donde puedas impedírselo.
- Agustín está allí.
- Ve, entonces, y habla con Agustín. Cuéntale lo que ha sucedido.
- Agustín le mataría de buena gana.
- Menos mal -dijo Jordan-. Ve y dile lo que ha pasado.
- ¿Y después?
- Yo voy ahora mismo al prado.
- Bueno, hombre, bueno. -No podía ver la cara de Rafael en la oscuridad, pero se dio cuenta de que sonreía.- Ahora te has ajustado los machos -dijo el gitano, satisfecho.
- Ve a ver a Agustín -dijo Jordan.
- Sí, hombre, sí -dijo el gitano.
Robert Jordan cruzó a tientas entre los pinos, yendo de un árbol en otro, hasta llegar a la linde de la pradera, en donde el fulgor de las estrellas hacía la sombra menos densa. Recorrió la pradera con la mirada y vio entre el torrente y él la masa sombría de los caballos atados a las estacas. Los contó. Había cinco. Jordan se sentó al pie de un pino, con los ojos fijos en la pradera.
«Estoy cansado -pensó-, y quizá no tenga la cabeza despejada; pero mi misión es el puente, y para llevar a cabo esta misión no debo correr riesgos inútiles. Desde luego, a veces se corre un grave riesgo por no aprovechar el momento. Hasta ahora he intentado dejar que las cosas sigan su curso. Si es verdad, como dice el gitano, que esperaban que matase a Pablo, hubiera debido matarle. Pero nunca he creído que debía hacerlo. Para un extranjero, matar en donde tiene que asegurarse luego la colaboración de las gentes es mal asunto.
»Puede uno permitirse hacerlo en plena acción, cuando se apoya en una sólida disciplina. En este caso pienso que me hubiera equivocado. Sin embargo, la cosa era tentadora y parecía lo más sencillo y rápido. Pero no creo que nada sea rápido ni sencillo en este país, y, por mucha confianza que tenga en la mujer, no se puede averiguar cómo hubiera reaccionado ella ante un acto tan brutal. Ver morir a alguien en un lugar como éste puede ser algo feo, sucio y repugnante. Es imposible prever la reacción de esa mujer. Y sin ella aquí, no hay ni organización ni disciplina; y con ella todo puede marchar bien. Lo ideal sería que le matase ella, o el gitano pero no lo harán, o el centinela, Agustín. Anselmo le matará si se lo pido; pero dice que no le gusta. Anselmo detesta a Pablo, estoy convencido, y confía en mí; cree en mí como representante de las cosas en que cree. Sólo él y la mujer creen verdaderamente en la República, por lo que se me alcanza; pero es todavía demasiado pronto para estar seguro de ello.»
Como sus ojos empezaban a acostumbrarse a la luz de las estrellas, vio a Pablo de pie, junto a uno de los caballos. El caballo dejó de pastar, levantó la cabeza y la bajó luego, iracundo. Pablo estaba de pie junto al caballo, apoyado contra él, desplazándose con él todo lo que la cuerda permitía desplazarse al caballo y acariciándole el cuello. Al caballo le molestaban sus caricias mientras estaba pastando. Jordan no podía ver lo que hacía Pablo ni oír lo que decía al caballo; pero se daba cuenta de que no le había desatado ni ensillado. Así es que permaneció allí observando, con la intención de ver claramente el asunto.
«Mi caballo bonito», decía Pablo al animal en la oscuridad. Era a un gran semental al que hablaba. «Mi caballo bonito, mi caballito blanco, con el cuello arqueado, como el viaducto de mi pueblo.» Hizo una pausa. «Pero más arqueado y más hermoso.» El caballo juntaba el pasto inclinando la cabeza de un lado a otro para arrancar las matas, importunado por el hombre y por su charla. «Tú no eres una mujer ni un loco», decía Pablo al caballo bayo.
«Mi caballo bonito, mi caballo, tú no eres una mujer como un volcán ni una potra de chiquilla con la cabeza rapada; una potranca mamona. Tú no insultas ni mientes ni te niegas a comprender. Mi caballo, mi caballo bonito.»
Hubiera sido muy interesante para Robert Jordan poder oír lo que Pablo hablaba al caballo bayo; pero no le oía, y convencido de que Pablo no hacía más que cuidar de sus caballos y habiendo decidido que no era oportuno matarle, se levantó y se fue a la cueva. Pablo estuvo mucho tiempo en la pradera hablando a su caballo. El caballo no comprendía nada de lo que su amo le decía. Por el tono de la voz, barruntaba que eran cosas cariñosas. Había pasado todo el día en el cercado y tenía hambre. Pastaba impaciente dentro de los límites de la cuerda y el hombre le aburría. Pablo acabó por cambiar el piquete de sitio y estarse cerca del caballo sin hablar más. El caballo siguió paciendo, satisfecho de que el hombre no le molestara ya.
Capítulo sexto
Una vez dentro de la cueva, Robert Jordan se acomodó en uno de los asientos de piel sin curtir que había en un rincón, cerca del fuego, y se puso a conversar con la mujer, que estaba fregando los platos, mientras María, la chica, los secaba y los iba colocando, arrodillándose para hacerlo ante una hendidura del muro, la cual se usaba como alacena.
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