Su hábito rojo parecía una nubecilla saltarina.
Este accidente causó algún desconcierto entre nosotros, pero no lo bastante para interrumpir los vuelos. Examinaron la cometa para ver si se había averiado y luego me tocó a mí volver a subir en ella. Esta vez bajé al travesaño en cuanto estuvo la cometa a treinta metros de altura. Desde allí arriba vi como bajaban unos monjes por la falda de la montaña para recuperar el cadáver aplastado contra la roca. Miré hacia arriba y pensé que un hombre que estuviera de pie en la caja de la cometa podría imprimirle determinado rumbo. Recordé el incidente ocurrido cuando yo era más pequeño y fui a parar al tejado de una casa de campo y cómo había podido ganar altura tirando de la cuerda de la cometa. «Tengo que hablar de esto con mi Guía», pensé.
En aquel momento sentí una mareante sensación de caída tan rápida e inesperada que estuve a punto de soltarme. Los monjes tiraban frenéticamente de la cuerda. Era que al atardecer se habían enfriado las rocas, el viento disminuía su fuerza y la corriente que salía disparada por la falla casi se había interrumpido. Cuando salté, a tres metros del suelo, la cometa dio una última sacudida y se vino encima de mí. Yo quedé sentado en el suelo rocoso con la cabeza a través de la seda del fondo de la cometa y tan inmóvil que los otros creyeron que estaba herido. El lama Mingyar Dondup se precipitó hacia mí.
– Si pusiéramos otro palo transversal en el centro de la cometa -dije, por fin- podríamos quedarnos en pie dentro y gobernar el vuelo hacia cierto punto.
El Maestro de Cometas me había oído:
– Sí, jovencito; tienes razón; pero ¿quién va a hacer la prueba?
– Yo mismo -le respondí-, si mi Guía me lo permite.
Otro lama me dijo sonriente:
– Eres lama por derecho propio, Lobsang, y no tienes que pedirle permiso a nadie.
– No lo haría sin perrniso del lama Mingyar Dondup, a quien debo cuanto he aprendido y que siempre me está enseñando nuevas cosas. El lo decidirá.
El Maestro de Cometas dirigió la retirada de la cometa y me llevó con él a su habitación. Allí tenía pequeñas maquetas de varios tipos de cometas.
Una era alargada y tenía forma de pájaro.
– Empujamos la que tenía esta misma forma por encima del precip icio hace muchos años. Iba un hombre dentro. Voló por espacio de unos treinta kilómetros y luego chocó contra una montaña. Desde entonces no hemos vuelto a lanzar ninguna de este tipo. Y esta otra que ves aquí serviría muy bien para lo que deseas. Lleva un apoyo especial, además de la barrera delantera. Tenemos ya hecha una, es decir, su armazón. Está en el almacén, al otro extremo del edificio. No he logrado que nadie se decidiera a montar en ella y yo peso ya demasiado.
En efecto, el Maestro era decididamente obeso. Durante la conversación había entrado el lama Mingyar Dondup, que dijo:
– Esta noche haremos un horóscopo, Lobsang, y veremos lo que dicen las estrellas.
Los tambores nos despertaron para el servicio religioso de medianoche.
Una enorme figura se puso a mi lado surgiendo de entre las nubes de incienso como una gran bola de carne. Era el Maestro de Cometas.
– ¿Vas a hacerlo? -murmuró.
– Sí -le respondí-. Podré volar en ella pasado mañana.
– Muy bien; la tendremos preparada.
Allí en el templo, con la luz danzarina de las lamparillas y las sagradas imágenes adosadas a los muros, era difícil acordarse del imprudente monje que se había marchado tan inesperadamente de esta vida. Pero su jactancia hizo que se me ocurriese la idea de dominar el movimiento de la corneta desde dentro.
En el templo, con sus paredes cubiertas con pinturas de asuntos sagrados, de brillante colorido, permanecíamos sentados en la actitud del loto, cada uno de nosotros como una estatua viva de Buda. Por asiento teníamos dos almohadones cuadrados cada uno que nos elevaban a unos treinta centímetros del suelo. Como siempre, formábamos filas dobles cara a cara los de una fila con los de otra. Al comenzar el servicio normal, el Conductor de los Cantos, elegido por sus conocimientos musicales y su voz profunda, cantó los primeros pasajes, al final de cada cual bajaba la voz cada vez más hasta que se le vaciaban de aire los pulmones. Respondíamos con un profundo murmullo, mientras los tambores acentuaban ciertos trozos de estas respuestas. También sonaban de vez en cuando nuestras campanillas de plata. Debíamos poner gran cuidado en articular bien las palabras, pues solía juzgarse la disciplina de una lamasería por la claridad de sus cantos y la perfección de su música. La notación de la música tibetana resulta difícil de entender para un occidental: se escribe con curvas. Dibujamos la elevación y el desceso de la voz con lo que llamamos curva básica. Los que deseen improvisar añaden sus «mejoras» en forma de curvas más pequeñas dentro de las grandes. Al terminar el servicio ordinario, nos permitieron un descanso de diez minutos antes de comenzar el servicio funerario por el monje que se había marchado de este mundo aquel día.
Al darse la señal nos reunimos de nuevo. El Conductor, desde su elevado trono, entonó un pasaje del Bardo Thódol, que es el Libro de los Muertos tibetano.
“Oh, errante espíritu del monje Kuniphel-la, que en el día de hoy salió de este mundo. No vagues entre nosotros, ya que te has marchado. Oh, errante espíritu del monje Kumphel-la, quemamos esta barra de incienso para que encuentres tu camino por las Tierras Pez y llegues fácilmente a la Gran Realidad.» Salmodiamos llamadas al espíritu del monje desaparecido para que escuchase nuestros orientadores consejos. Se mezclaban las agudas voces de nosotros, los muchachos, con los bajos profundos de los monjes mayores.
Los motijes y los lamas, sentados en fila cara a cara, cumplían con el antiquísimo ritual, lleno de símbolos religiosos. Las voces subían y bajaban rítrnicamente:
«Oh, espíritu errante, ven con nosotros para que te guiemos. No ves nuestro rostro ni hueles nuestro incienso; por tanto, estás muerto. Ven para que te guiemos» La orquesta de trompetas de madera, caracolas y timb ales rellenaba nuestras pausas. Llenamos con agua roja una calavera humana invertida para simbolizar la sangre y nos la pasaban a todos para que la tocásemos.
«Tu sangre ha salpicado la tierra, oh monje que sólo eras un fantasma errante. Ven para que te liberemos.» Lanzábamos en dirección a los cuatro puntos cardinales granos de arroz teñidos de un color azafrán brillante.
«dónde vaga el fantasma ¿Por el este? ¿ por el norte? ¿por el oeste o por el sur? Arrojamos el alimento de los dioses a los cuatro rincones de la tierra y tú no lo comes porque estás muerto. Ven, ¡oh, errante espíritu!, para que te liberemos y te guiemos.» El tambor de profundo sonido latía con el ritmo de la propia vida. Parecía un corazón. Otros instrumentos imitaban los diferentes sonidos del cuerpo: el apagado fluir de la sangre por las venas y las arterias, el débil murmullo de la respiración de los pulmones, el casi inaudible gorgotear de los fluidos corporales, de los varios crujidos y sordos ruidos del cuerpo que constituyen la música de la vida humana. Al final la extraña sinfonía terminaba con un golpe seco. De repente se detenían todos los ruidos y murmullos:
era el violento final de una vida. «Oh, monje, que existías y que ahora eres un errante fantasma, nuestros telépatas te guiarán. No tengas miedo.
Preséntanos tu mente desnuda. Escucha nuestras enseñanzas que te pueden liberar. No existe la muerte, errante espíritu, sino sólo la vida interminable.
La muerte es el nacimiento y estamos rezando para abrirte el camino hacia una nueva vida.» Durante varios siglos hemos perfeccionado los tibetanos la ciencia de los sonidos. Conocemos todos los sonidos del cuerpo y podemos reproducirlos con toda claridad. Una vez que se oyen nunca más se olvidan. Es seguro que usted, lector, habrá oído el latir de su corazón y la respiración de sus pulmones resonando en la almohada en el umbral del sueño. En la lamasería del Oráculo del Estado ponen en trance a un médium utilizando alguno de estos sonidos y entonces le habita un espíritu. El jefe de las fuerzas británicas que invadieron Lhasa en 1904, comprobó el poder de estos sonidos y el hecho de que el Oráculo cambiaba de aspecto cuando entraba en trance.
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