Para probar la cometa tiramos de la cuerda en vez de usar caballos. El Maestro de Cometas nos vigilaba con gran atención. Cuando dio la señal emprendimos todos una veloz carrera arrastrando la cometa hasta que le cogió de lleno la corriente de aire que salía disparada por la falla de la roca y se elevó de pronto como un enorme pájaro. Los monjes que sostenían la cuerda tenían gran experiencia y fueron soltando cuerda poco a poco.
Mientras los demás la sostenían con firmeza, uno de los monjes, atándose la túnica a la cintura, trepó por la cuerda hasta una altura de tres metros para probarla. Le siguió otro y dejaron sitio para un tercero. El objeto de esta operación era probar la fuerza del aire, que resultó capaz de levantar a dos adultos y un niño, pero no a tres hombres, lo cual no satisfizo al Maestro de Cometas. Hubo que tirar de la cuerda procurando que la corneta fuera arrastrada por las corrientes de aire. Nos apartarnos todos de la zona de despegue, excepto los monjes encargados de sostener la cuerda y dos más que habían de mantener el equilibrio de la cometa cuando aterrizase. Por fin tocó tierra, pero parecía hacerlo a disgusto después de haber gozado de la libertad de los cielos. Con un suave chiiis, se quedó inmóvil cuando los monjes la sujetaron por los dos soportes extremos de las alas.
Siguiendo las instrucciones del Maestro de Cometas estiraron mejor la seda introduciendo pequeñas cuñas en los palos de la armazón. Quitaron las alas y las volvieron a colocar en un ángulo diferente. En la nueva prueba la corneta elevó con facilidad tres hombres mayores y casi pudo además con un niño. El Maestro dijo que ya estaba bien y que podíamos probar la corneta cargándola con una piedra que tuviera el peso de un hombre.
Repetimos la operación otra vez para hacer que la cometa pasara ante la corriente disparada por la falla. La cometa con su gran peso se elevó ágilmente, pero allá arriba empezó a balancearse con la turbulencia del aire.
Me mareaba con sólo pensar que yo pudiera estar tripulando la cometa allá arriba. De nuevo la hicieron bajar y la colocaron en el punto de donde debía despegar. Un lama muy experimentado se acercó a mí y me dijo:
– Ahora subiré yo y luego te tocará a ti. Fíjate bien en lo que hago. – Me señaló el palo que tocaba el suelo y añadió-: Mira cómo pongo el pie en este palo. Una vez montado en la cometa hay que abrazarse pasando hacia atrás los brazos a la barra transversal que queda a nuestra espalda.
Cuando se está allá arriba hay que bajar hasta la uve de la cuerda y sentarse en este travesaño que une los dos brazos. Al aterrizar, cuando ya estés a tres metros del suelo, es mejor que saltes. En fin, ahora volaré yo y tú me observas.
Esta vez habían atado unos caballos a la cuerda. Al dar la señal el lama, lanzaron al galope a los caballos. La cometa se deslizó rápida, fue arrastrada por la corriente y se elevó como disparada. Cuando estaba a unos treinta y cinco metros por encima de nosotros y por lo menos a novecientos metros por encima de las rocas del fondo, el lama volador se deslizó por la cuerda hasta el travesaño de la uve, donde se sentó balanceándose como en un columpio. Se elevaba sin cesar, mientras el grupo de monjes que sostenían la cuerda la iban soltando lentamente. Entonces el lama volador dio un tirón de la cuerda como señal y los de abajo empezaron a recoger. Poco a poco empezó a descender oscilando y retorciéndose como hacen todas las cometas. Por fin, cerca ya del suelo, el lama se soltó, y al caer dio una vuelta de campana y se puso en pie. Después de sacudirse el polvo de la túnica, se volvió a mí y me dijo:
– Ahora te toca a ti, Lobsang. A ver cómo lo haces.
Debo confesar que en aquel momento me desapareció mi afición a las cometas. Pensé que era una estupidez exponerse a aquel peligro. ¡Qué tontería terminar así una carrera tan prometedora como la mía! Pero luego me consolé (aunque no mucho, en verdad sea dicho) al acordarme de las predicciones que se habían hecho acerca de mí. Si moría en aquella ocasión, se habrían equivocado los astrólogos, y la verdad es que nunca se equivocan tanto. Ya estaba colocada de nuevo la cometa en el punto de arranque y mientras la miraba me temblaban las piernas. A decir verdad tenía bastante miedo. Además, cuando dije “estoy dispuesto”, con los brazos ya aferrados por detrás a la barra, no me sonaba la voz muy firme. Nunca he estado más inseguro de mí mismo. El tiempo parecía inmóvil. Sentí que la cuerda se tensaba al iniciar los caballos el galope. Crujió levemente la armazón y de pronto una violenta sacudida estuvo a punto de arrojarme a gran distancia.
Pensé que había llegado mi último instante en la tierra y que de nada me servía preocuparme. Me sentía el estómago revuelto. ¡Mala salida para el mundo astral!, pensé. Abrí los ojos con cautela, pero la impresión recibida me hizo cerrarlos otra vez. Me hallaba a más de treinta metros sobre el suelo.
Nuevas protestas de mi estómago me hicieron temer inminentes trastor nos gástricos; así que volví a abrir los ojos para tomar precauciones para caso de necesidad. La vista era tan espléndida que olvidé el miedo y nunca he vuelto a tenerlo desde ese momento. La cometa oscilaba y no cesaba de ascender. Por encima de la montaña veía la tierra caqui resquebrajada por las heridas del tiempo, que nunca se cicatrizan. Más cerca estaban las mo ntañas con enormes hondonadas abiertas en la roca, medio ocultas algunas de ellas por el liquen. Mucho más allá, la luz del sol poniente se posaba sobre un lago y convertía sus aguas en oro líquido. La facilidad y la gracia con que se movía la cometa me hacía pensar en el juego de los dioses en el cielo, mientras nosotros, los pobres mortales, teníamos que sufrir y afanarnos para mantenernos vivos, aprender nuestras lecciones y marcharnos por último en paz.
Por primera vez miré hacia abajo. Unos puntitos de color castaño rojizo eran los monjes. Aumentaban de tamaño; y era que estaban tirando de la cometa. Unos centenares de metros más abajo, el arroyo del barranco seguía su curso. Por primera vez me había elevado a más de trescientos metros sobre la tierra. Aquel arroyuelo, al continuar su curso, iría creciendo hasta convertirse en uno de los afluentes que vertían sus aguas en la bahía de Bengala. Los peregrinos beberían sus aguas sagradas, pero yo, por lo pronto, me encontraba por encima de sus mismísimas fuentes y me sentía identificado con los dioses.
La cometa había empezado a agitarse alocadamente; de modo que los monjes tuvieron que tirar con más fuerza aún de la cuerda. Se me había olvidado deslizarme hasta la V de la cuerda. Todo el tiempo me lo había pasado en pie sobre el palo inferior del cajón. Empecé sentándome, después de haber soltado los brazos de la barra, me agarré bien con los brazos y las piernas a la cuerda y me dejé resbalar hasta el palo transversal que cruzaba la parte inferior de la V. En ese momento el suelo quedaba a unos siete metros.
Sin perder más tiempo, me agarré bien a la cuerda, y cuando la cometa estuvo a unos seis metros me dejé caer al suelo. Di una vuelta de campana y me puse en pie.
– Joven -me dijo el Maestro de Cometas-; lo has hecho muy bien.
Afortunadamente recordaste a tiempo que debías sentarte en el travesaño, pues, si no, te habrías partido las dos piernas. Ahora probarán otros y luego volverás a subir.
El siguiente que se elevó en la cometa, un joven monje, lo hizo mejor que yo, pues se instaló en el travesaño con más tiempo. Pero cuando el pobre aterrizó, cayó de bruces; tenía la cara verdosa. Estaba muy mareado. El tercer monje que voló era muy jactancioso, por lo cual se había hecho muy antipático. Había ido en aquella excursión tres años seguidos y se consideraba el mejor aviador. Se elevó quizás a ciento cincuenta metros. En vez de pasar al travesaño, se quedó en la caja, pero con el movimiento de la corneta se resbaló y salió por la parte de la cola, aunque logró agarrarse a tiempo al palo de atrás. Durante unos segundos le vimos manoteando con la mano libre sin lograr asirse. La cometa perdió el equilibrio y él se soltó y cayó a las rocas a novecientos metros de profundidad. Su cuerpo fue rebotando.
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