Aunque la mayoría de los cristianos modernos impugnen acremente la idea de que la verdad de la reencarnación formó siempre parte de la doctrina, y prefieran considerarla como una enseñanza «paganizada», es innegable que los escrupulosos exégetas libres de prejuicios hallarán en los escritos de los Padres de la Iglesia cristiana irrefutables pruebas de que la verdad de la reencarnación se creía y enseñaba en los círculos esotéricos de la primitiva Iglesia.
La doctrina de la reencarnación formó incuestionablemente parte de los misterios cristianos, pero fue cayendo en relativa oscuridad a medida que se debilitaba la espiritualidad de la Iglesia, hasta que hoy día ya no se atreven a mantenerla los teólogos vulgares, quienes tildan de bárbara y pagana aquella parte de las enseñanzas originariamente comunicadas por los primitivos Padres de la Iglesia.
Los primeros cristianos estaban algún tanto divididos respecto a los pormenores de la reencarnación. Creían unos que el alma humana era eterna y procedía del Padre, y que había muchos grados y clases de almas, algunas de las cuales no han encarnado nunca en cuerpos humanos sino que viven en varios planos de existencia desconocidos de nosotros, y transitan de plano en plano y de mundo en mundo. En cambio otras almas quisieron tener la experiencia de la vida en el mundo terreno, y están pasando por todas las etapas de la vida física con sus penas y tristezas, sujetas a la ley de la reencarnación hasta que completen sus experiencias y salgan entonces del círculo de influencia del mundo físico y recobren su prístina libertad.
Otros cristianos sostenían de conformidad con la enseñanza oculta, que el alma evolucionaba gradualmente por repetidas encarnaciones en la tierra, pasando de lo inferior a lo superior, según expusimos en nuestras lecciones acerca del Gñani Yoga.
La diversidad de ambas enseñanzas deriva de los diferentes conceptos de los instructores, pues algunos estaban influidos por las ocultas enseñanzas judías que mantenían la primera de las dos doctrinas a que hemos aludido, mientras que la segunda era la enseñada por los místicos griegos y los ocultistas indios. Cada cual interpretaba las enseñanzas esotéricas a la luz de su precedente filiación. Así es que algunos de los primitivos escritos cristianos hablan de «preexistencia», mientras que otros aluden explícitamente al «renacimiento», pero el principio funda, mental es el mismo, y hasta cierto punto ambos criterios eran acertados, según saben bien los ocultistas de grado superior. Dicho principio fundamental es que del Padre emana un espíritu que se sume en limitadas envolturas materiales, y entonces se le llama alma, que pierde temporalmente su prístina pureza y va pasando por sucesivas encarnaciones para adquirir en cada una de ellas las necesarias experiencias que la muevan a evolucionar de lo inferior a lo superior en los mundos de probación, hasta que recibidas todas las experiencias de la vida recobre su primitivo esta, do de puro espíritu.
Los Padres de la Iglesia cristiana sostuvieron acerba controversia con los filósofos griegos y romanos acerca del concepto sostenido por alguno de estos últimos respecto a la transmigración del alma humana en el cuerpo de algún animal. Los Padres de la Iglesia impugnaron enérgicamente esta errónea enseñanza y en sus argumentos expusieron vigorosamente la distinción entre la enseñanza esotérica del renacimiento y la tergiversada en el error de la transmigración. Esta controversia motivó que se repudiaran inflexiblemente las enseñanzas de las escuelas de Pitágoras y Platón, que sostenían la tergiversada doctrina de que un alma humana podía degenerar en el estado de animal.
Entre otros pasajes citados por Orígenes y san Jerónimo en prueba de la preexistencia del alma, figura el de la profecía de Jeremías que dice: «Antes de que salieses de la matriz te santifiqué, te di por profeta a las gentes» (Jeremías 1,5). Sostienen los primitivos escritores que este pasaje corrobora su parecer sobre la preexistencia del alma y la posesión de ciertas características y cualidades adquiridas en vidas anteriores, pues argayen que sería injusticia que antes de su nacimiento fuese dotado un hombre de cualidades morales que únicamente pueden ser en justicia el resultado de las buenas obras y rectitud de conducta. También se apoyan en la profecía de Malaquías (4-5) sobre la vuelta a la tierra del profeta Elías, así como en el pasaje del libro no canónico de La Sabiduría de Salomón, que dice: «Yo era ingenioso niño que tenía buen espíritu, y tomé un cuerpo puro».
Por otra parte aluden dichos autores cristianos al libro del historiador Josefo titulado Historia antigua de los judíos, en que se lee el siguiente pasaje: «Dicen que todas las almas son incorruptibles; pero las de los buenos pasan a otros cuerpos, y las de los malos quedan sujetas a castigo eterno».
Durante la guerra de los judíos contra los romanos, en el sitio de la fortaleza de Jatapota, buscó Josefo abrigo en una cueva donde estaban algunos soldados discutiendo si se suicidarían para no caer prisioneros de los romanos, y Josefo les dijo:
«¿No recordáis que todos los espíritus puros que obedecen a la divina ley viven en la serenidad de los lugares celestes y con el tiempo van a habitar cuerpos sin mácula; pero que las almas que han suicidado sus cuerpos están condenadas a una tenebrosa región del mundo inferior?» Algunos autores modernos sostienen que este pasaje demuestra que Josefo aceptaba por su parte la doctrina de la reencarnación, como también demuestra que debía de ser familiar a los soldados judíos.
Parece que no cabe duda respecto de la familiaridad del pueblo judío de aquel tiempo con las generales enseñanzas de la reencarnación. Filo afirma positivamente que esta doctrina formaba parte de las enseñanzas de la escuela judía alejandrina; y además, la pregunta que le dirigieron a Jesús sobre «el pecado del ciego de nacimiento» denota cuán familiarizado estaba el pueblo con dicha enseñanza en general.
Así es que Jesús no necesitó recalcar su doctrina en este punto frente al vulgo, sino que la reservó para las instrucciones esotéricas a sus escogidos discípulos respecto de los pormenores del renacimiento. Pero el mismo asunto está mencionado en varios pasajes del Nuevo Testamento, según vamos a ver.
Jesús afirmó positivamente que Juan el Bautista era «Elías» cuya vuelta había profetizado Malaquías (4,5). Dos veces lo afirmó explícitamente, a saber: «Y si queréis recibido, él es aquel Elías que había de venir» (Mateo 11, 14). Y en otro pasaje: «Mas os digo que Elías ya vino, y no le conocieron, antes hicieron con él todo lo que quisieron… Entonces los discípulos comprendieron que les había hablado de Juan el Bautista» (Mateo 17, 12-13). Los místicos exponen que Jesús vio claramente que Juan era la reencarnación de Elías, aunque Juan lo había negado a causa de no recordar su pasada encarnación. Jesús el Maestro vio claramente lo que Juan el Precursor no había percibido respecto de sí mismo. Las evidencias características de Elías reproducidas en Juan el Bautista corroboraron la doble afirmación positiva del Maestro, de que Juan el Bautista era Elías reencarnado.
Esta autoridad es suficiente para que los cristianos acepten que la doctrina de la reencarnación formó parte de las enseñanzas de la Iglesia. Pero todavía los teólogos ortodoxos arguyen que Jesús quiso decir otra cosa. No hay peor ciego que el que no quiere ver.
Otro notable ejemplo de que Jesús y sus discípulos reconocían la doctrina de la reencarnación nos lo ofrece el caso del ciego de nacimiento. Conviene transcribir el relato:
«Al pasar Jesús, vio a un hombre ciego de nacimiento. Y le preguntaron, diciéndole: Rabí, ¿quién pecó, éste o sus padres para que haya nacido ciego? Respondió Jesús: No es que pecó éste, ni sus padres" (Juan 9: 1,3).» Seguramente que no cabe error sobre el significado de la pregunta: «¿Quién pecó, éste o sus padres?»; porque ¿cómo podía pecar un hombre antes de nacer a menos que hubiese vivido en una pasada encarnación? Y la respuesta de Jesús afirma sencillamente que aquel hombre no nació ciego por pecados de pasada vida ni por los de sus padres sino por una tercera causa. Si la idea de la reencarnación hubiese sido contraria a las enseñanzas ¿no la hubiera condenado Jesús ante sus discípulos? La circunstancia de que los discípulos le hicieran aquella pregunta ¿no demuestra que tenían la costumbre de tratar con él los problemas de la reencarnación y el karma y recibir instrucciones y respuestas a las preguntas sobre el particular?
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