Julio Cortazar - Rayuela

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Considerada un clásico de la literatura moderna en lengua castellana, Rayuela (1963) es una de las obras más innovadoras de las últimas décadas. La clave de su ruptura con el orden clásico del relato radica en la postulación de una estructura inorgánica: el libro puede leerse en forma normal del capítulo 1 al 56 y terminar ahí, después están los capítulos?prescindibles?, del 57 al 155. Estos se leen alternadamente según un orden que el autor va dando, mezclados con los primeros. De esa manera la novela comienza en el Nº 73. Entre estos artículos prescindibles, algunos de difícil lectura, hay cosas que tienen que ver con la trama principal, pero también aparecen otros personajes, lugares y reflexiones. El capítulo 62, por ejemplo, dio luego origen a otra novela de Cortázar: 62/Modelo para armar. Amor, ternura, amistad, humor, geografía urbana, música, constituyen algunos de sus temas recurrentes, en un ámbito de de exploración estética que recuerda a la improvisación de los grandes maestros del jazz.

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– Empezando por ti -dijo Perico detrás de un diccionario-. Aquí has venido siguiendo el molde de todos tus connacionales que se largaban a París para hacer su educación sentimental. Por lo menos en España eso se aprende en el burdel y en los toros, coño.

– Y en la condesa de Pardo Bazán -dijo Oliveira, bostezando de nuevo-. Por lo demás tenés bastante razón, pibe. Yo en realidad donde debería estar es jugando al truco con Traveler. Verdad que no lo conocés. No conocés nada de todo eso. ¿Para qué hablar?

(-115)

14

Salió del rincón donde estaba metido, puso un pie en una porción del piso después de examinarlo como si fuera necesario escoger exactamente el lugar para poner el pie, después adelantó el otro con la misma cautela, y a dos metros de Ronald y Babs empezó a encogerse hasta quedar impecablemente instalado en el suelo.

– Llueve -dijo Wong, mostrando con el dedo el tragaluz de la bohardilla.

Disolviendo la nube de humo con una lenta mano, Oliveira contempló a Wong desde un amistoso contento. -Menos mal que alguien se decide a situarse al nivel del mar, no se ven más que zapatos y rodillas por todos lados. ¿Dónde está su vaso, che?

– Por ahí -dijo Wong.

A la larga resultó que el vaso estaba lleno y a tiro. Se pusieron a beber, apreciativos, y Ronald les soltó un John Coltrane que hizo bufar a Perico. Y después un Sidney Bechet época París merengue, un poco como tomada de pelo a las fijaciones hispánicas.

– ¿Es cierto que usted prepara un libro sobre la tortura?

– Oh, no es exactamente eso dijo Wong.

– ¿Qué es, entonces?

– En China se tenía un concepto distinto del arte.

– Ya lo sé, todos hemos leído al chino Mirbeau. ¿Es cierto que usted tiene fotos de torturas, tomadas en Pekín en mil novecientos veinte o algo así?

– Oh, no dijo Wong, sonriendo-. Están muy borrosas, no vale la pena mostrarlas.

– ¿Es cierto que siempre lleva la peor en la cartera? -Oh, no -dijo Wong.

– ¿Y que la ha mostrado a unas mujeres en un café? -Insistían tanto dijo Wong-. Lo peor es que no comprendieron nada.

– A ver -dijo Oliveira, estirando la mano.

Wong se puso a mirarle la mano, sonriendo. Oliveira estaba demasiado borracho para insistir. Bebió más vodka y cambió de postura. Le pusieron una hoja de papel doblada en cuatro en la mano. En lugar de Wong había una sonrisa de gato de Cheshire y una especie de reverencia entre el humo. El poste debía medir unos dos metros, pero había ocho postes solamente que era el mismo poste repetido ocho veces en cuatro series de dos fotos cada una, que se miraban de izquierda a derecha y de arriba abajo, el poste era exactamente el mismo a pesar de ligeras diferencias de enfoque, lo único que iba cambiando era el condenado sujeto al poste, las caras de los asistentes (había una mujer a la izquierda) y la posición del verdugo, siempre un poco a la izquierda por gentileza hacia el fotógrafo, algún etnólogo norteamericano o danés con buen pulso pero una Kodak año veinte, instantáneas bastante malas, de manera que aparte de la segunda foto, cuando la suerte de los cuchillos había decidido oreja derecha y el resto del cuerpo desnudo se veía perfectamente nítido, las otras fotos, entre la sangre que iba cubriendo el cuerpo y la mala calidad de la película o del revelado, eran bastante decepcionantes sobre todo a partir de la cuarta, en que el condenado no era más qué una masa negruzca de la que sobresalía la boca abierta y un brazo muy blanco, las tres últimas fotos eran prácticamente idénticas salvo la actitud del verdugo, en la sexta foto agachado junto a la bolsa de los cuchillos, sacando la suerte (pero debía trampear, porque si empezaban por los cortes más profundos…), y mirando mejor se alcanzaba a ver que el torturado estaba vivo porque un pie se desviaba hacia afuera a pesar de la presión de las sogas, y la cabeza estaba echada hacia atrás; la boca siempre abierta, en el suelo la gentileza china debía haber amontonado abundante aserrín porque el charco no aumentaba, hacía un óvalo casi perfecto en torno al poste. «La séptima es la crítica», la voz de Wong venía desde muy atrás del vodka y el humo, había que mirar con atención porque la sangre chorreaba desde los dos medallones de las tetillas profundamente cercenadas (entre la segunda y tercera foto), pero se veía que en la séptima había salido un cuchillo decisivo porque la forma de los muslos ligeramente abiertos hacia afuera parecía cambiar, y acercándose bastante la foto a la cara se veía que el cambio no era en los muslos sino entre las ingles, en lugar de la mancha borrosa de la primera foto había como un agujero chorreado, una especie de sexo de niña violada de donde saltaba la sangre en hilos que resbalaban por los muslos. Y si Wong desdeñaba la octava foto debía tener razón porque el condenado ya no podía estar vivo, nadie deja caer en esa forma la cabeza de costado. «Según mis informes la operación total duraba una hora y media», observó ceremoniosamente Wong. La hoja de papel se plegó en cuatro, una billetera de cuero negro se abrió como un caimancito para comérsela entre el humo. «Por supuesto, Pekín ya no es el de antes. Lamento haberle mostrado algo bastante primitivo, pero otros documentos no se pueden llevar en el bolsillo, hacen falta explicaciones, una iniciación…» La voz llegaba de tan lejos que parecía una prolongación de las imágenes, una glosa de letrado ceremonioso. Por encima o por debajo Big Bill Broonzy empezó a salmodiar See, see, rider, como siempre todo convergía desde dimensiones inconciliables, un grotesco collage que había que ajustar con vodka y categorías kantianas, esos tranquilizantes contra cualquier coagulación demasiado brusca de la realidad. O, como casi siempre, cerrar los ojos y volverse atrás, al mundo algodonoso de cualquier otra noche escogida atentamente de entre la baraja abierta’. See, see, rider, cantaba Big Bill, otro muerto, see what you have done.

(-114)

15

Entonces era tan natural que se acordara de la noche en el canal Saint-Martin, la propuesta que le habían hecho (mil francos) para ver una película en la casa de un médico suizo. Nada, un operador del Eje que se las había arreglado para filmar un ahorcamiento con todos los detalles. En total dos rollos, eso sí mudos. Pero una fotografía admirable, se lo garantizaban. Podía pagar a la salida.

En el minuto necesario para resolverse a decir que no y mandarse mudar del café con la negra haitiana amiga del amigo del médico suizo, había tenido tiempo de imaginar la escena y situarse, cuándo no, del lado de la víctima. Que ahorcaran a alguien era-lo-que-era, sobraban las palabras, pero si ese alguien había sabido (y el refinamiento podía haber estado en decírselo) que una cámara iba a registrar cada instante de sus muecas y sus retorcimientos para deleite de diletantes del futuro… «Por más que me pese nunca seré un indiferente como Etienne», pensó Oliveira. «Lo que pasa es que me obstino en la inaudita idea de que el hombre ha sido creado para otra cosa. Entonces, claro… Qué pobres herramientas para encontrarle una salida a este agujero.» Lo peor era que había mirado fríamente las fotos de Wong, tan sólo porque el torturado no era su padre, aparte de que ya hacía cuarenta años de la operación pekinesa.

– Mirá -le dijo Oliveira a Babs, que se había vuelto con él después de pelearse con Ronald que insistía en escuchar a Ma Rainey y se despectivaba contra Fats Waller-, es increíble cómo se puede ser de canalla. ¿Qué pensaba Cristo en la cama antes de dormirse, che? Dé golpe, en la mitad de una sonrisa la boca se te convierte en una araña peluda.

– Oh -dijo Babs-. Delirium tremens no, eh. A esta hora.

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