Julio Cortazar - Rayuela

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Considerada un clásico de la literatura moderna en lengua castellana, Rayuela (1963) es una de las obras más innovadoras de las últimas décadas. La clave de su ruptura con el orden clásico del relato radica en la postulación de una estructura inorgánica: el libro puede leerse en forma normal del capítulo 1 al 56 y terminar ahí, después están los capítulos?prescindibles?, del 57 al 155. Estos se leen alternadamente según un orden que el autor va dando, mezclados con los primeros. De esa manera la novela comienza en el Nº 73. Entre estos artículos prescindibles, algunos de difícil lectura, hay cosas que tienen que ver con la trama principal, pero también aparecen otros personajes, lugares y reflexiones. El capítulo 62, por ejemplo, dio luego origen a otra novela de Cortázar: 62/Modelo para armar. Amor, ternura, amistad, humor, geografía urbana, música, constituyen algunos de sus temas recurrentes, en un ámbito de de exploración estética que recuerda a la improvisación de los grandes maestros del jazz.

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A Gregorovius siempre le habían gustado las reuniones del Club, porque en realidad eso no era en absoluto un club y respondía así a su más alto concepto del género. Le gustaba Ronald por su anarquía, por Babs, por la forma en que se estaban matando minuciosamente sin importárseles nada, entregados a la lectura de Carson McCullers, de Miller, de Raymond Queneau, al jazz como un modesto ejercicio de liberación, al reconocimiento sin ambages de que los dos habían fracasado en las artes. Le gustaba, por así decirlo, Horacio Oliveira, con el que tenía una especie de relación persecutoria, es decir que a Gregorovius lo exasperaba la presencia de Oliveira en el mismo momento en que se lo encontraba, después de haberlo estado buscando sin confesárselo, y a Horacio le hacían gracia los misterios baratos con que Gregorovius envolvía sus orígenes y sus modos de vida, lo divertía que Gregorovius estuviera enamorado de la Maga y creyera que él no lo sabía, y los dos se admitían y se rechazaban en el mismo momento, con una especie de torear ceñido que era al fin y al cabo uno de los tantos ejercicios que justificaban las reuniones del Club. Jugaban mucho a hacerse los inteligentes, a organizar series de alusiones que desesperaban a la Maga y ponían furiosa a Babs, les bastaba mencionar de paso cualquier cosa, como ahora que Gregorovius pensaba que verdaderamente entre él y Horacio había una especie de persecución desilusionada, y de inmediato uno de ellos citaba al mastín del cielo, I fled Him, etc., y mientras la Maga los miraba con una especie de humilde desesperación, ya el otro estaba en el volé tan alto, tan alto que a la caza le di alcance, y acababan riéndose de ellos mismos pero ya era tarde, porque a Horacio le daba asco ese exhibicionismo de la memoria asociativa, y Gregorovius se sentía aludido por ese asco que ayudaba a suscitar, y entre los dos se instalaba como un resentimiento de cómplices, y dos minutos después reincidían, y eso, entre otras cosas, eran las sesiones del Club.

– Pocas veces se ha tomado aquí un vodka tan malo -dijo Gregorovius llenando el vaso-. Lucía, usted me estaba por contar de su niñez. No es que me cueste imaginármela a orillas del río, con trenzas y un color rosado en las mejillas, como mis compatriotas de Transilvania, antes de que se le fueran poniendo pálidas con este maldito clima luteciano.

– ¿Luteciano? -preguntó la Maga.

Gregorovius suspiró. Se puso a explicarle y la Maga lo escuchaba humildemente y aprendiendo, cosa que siempre hacía con gran intensidad hasta que la distracción venía a salvarla. Ahora Ronald había puesto un viejo disco de Hawkins, y la Maga parecía resentida por esas explicaciones que le estropeaban la música y no eran lo que ella esperaba siempre de una explicación, una cosquilla en la piel, una necesidad de respirar hondo como debía respirar Hawkins antes de atacar otra vez la melodía y como a veces respiraba ella cuando Horacio se dignaba explicarle de veras un verso oscuro, agregándole esa otra oscuridad fabulosa donde ahora, si él le hubiese estado explicando lo de los lutecianos en vez de Gregorovius, todo se hubiera fundido en una misma felicidad, la música de Hawkins, los lutecianos, la luz de las velas verdes, la cosquilla, la profunda respiración que era su única certidumbre irrefutable, algo sólo comparable a Rocamadour o la boca de Horacio o a veces un adagio de Mozart que ya casi río se podía escuchar de puro arruinado que estaba el disco.

– No sea así -dijo humildemente Gregorovius-. Lo que yo quería era entender un poco mejor su vida, eso que es usted y que tiene tantas facetas.

– Mi vida -dijo la Maga -. Ni borracha la contaría. Y no me va a entender mejor porque le cuente mi infancia, por ejemplo. No tuve infancia, además.

– Yo tampoco. En Herzegovina.

– Yo en Montevideo. Le voy a decir una cosa, a veces sueño con la escuela primaria, es tan horrible que me despierto gritando. Y los quince años, yo no sé si usted ha tenido alguna vez quince años.

– Creo que sí -dijo Gregorovius inseguro.

– Yo sí, en una casa con patio y macetas donde mi papá tomaba mate y leía revistas asquerosas. ¿A usted le vuelve su papá? Quiero decir el fantasma.

– No, en realidad más bien mi madre -dijo Gregorovius-. La de Glasgow, sobre todo. Mi madre en Glasgow a veces vuelve, pero no es un fantasma; un recuerdo demasiado mojado, eso es todo. Se va con alka seltzer, es fácil. ¿Entonces a usted…?

– Qué sé yo -dijo la Maga, impaciente-. Es esa música, esas velas verdes, Horacio ahí en ese rincón, como un indio. ¿Por qué le tengo que contar cómo vuelve? Pero hace unos días me había quedado en casa esperando a Horacio, ya había caído la noche, yo estaba sentada cerca de la cama y afuera llovía, un poco como en ese disco. Sí, era un poco así, yo miraba la cama esperando a Horacio, no sé cómo la colcha de la cama estaba puesta de una manera, de golpe vi a mi papá de espaldas y con la cara tapada como siempre que se emborrachaba y se iba a dormir. Se veían las piernas, la forma de una mano sobre el pecho. Sentí que se me paraba el pelo, quería gritar, en fin, eso que una siente, a lo mejor usted ha tenido miedo alguna vez… Quería salir corriendo, la puerta estaba tan lejos, en el fondo de pasillos y más pasillos, la puerta cada vez más lejos y se veía subir y bajar la colcha rosa, se oía el ronquido de mi papá, de un momento a otro iba a asomar una mano, los ojos, y después la nariz como un gancho, no, no vale la pena que le cuente todo eso, al final grité tanto que vino la vecina de abajo y me dio té, y después Horacio me trató de histérica.

Gregorovius le acarició el pelo, y la Maga agachó la cabeza. «Ya está», pensó Oliveira, renunciando a seguir los juegos de Dizzy Gillespie sin red en el trapecio más alto, «ya está, tenía que ser. Anda loco por esa mujer, y se lo dice así, con los diez dedos. Cómo se repiten los juegos. Calzamos en moldes más que usados, aprendemos como idiotas cada papel más que sabido. Pero si soy yo mismo acariciándole el pelo, y ella me está contando sagas rioplatenses, y le tenemos lástima, entonces hay que llevarla a casa, un poco bebidos todos, acostarla despacio acariciándola, soltándole la ropa, despacito, despacito cada botón, cada cierre relámpago, y ella no quiere, quiere, no quiere, se endereza, se tapa la cara, llora, nos abraza como para proponernos algo sublime, ayuda a bajarse el slip, suelta un zapato con un puntapié que nos parece una protesta y nos excita a los últimos arrebatos, ah, es innoble, innoble. Te voy a tener que romper la cara, Ossip Gregorovius, pobre amigo mío. Sin ganas, sin lástima, como eso que está soplando Dizzy, sin lástima, sin ganas, tan absolutamente sin ganas como eso que está soplando Dizzy».

– Un perfecto asco -dijo Oliveira-. Sacame esa porquería del plato. Yo no vengo más al Club si aquí hay que escuchar a ese mono sabio.

– Al señor no le gusta el bop -dijo Ronald, sarcástico-. Esperá un momento, en seguida te pondremos algo de Paul Whiteman.

– Solución de compromiso -dijo Etienne-. Coincidencia de todos los sufragios: oigamos a Bessie Smith, Ronald de mi alma, la paloma en la jaula de bronce.

Ronald y Babs se largaron a reír, no se veía bien por qué, y Ronald buscó en la pila de viejos discos. La púa crepitaba horriblemente, algo empezó a moverse en lo hondo como capas y capas de algodones entre la voz y los oídos, Bessie cantando con la cara vendada, metida en un canasto de ropa sucia, y la voz salía cada vez más ahogada, pegándose a los trapos salía y clamaba sin cólera ni limosna, I wanna be somebody’s baby doll, se replegaba a la espera, una voz de esquina y de casa atestada de abuelas, to be somebody’s baby doll, más caliente y anhelante, jadeando ya I wanna be somebody’s baby doll.

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