Carlos Fuentes - Cambio De Piel

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El Domingo de Ramos de 1965 cuatro personajes inician un viaje hacia Veracruz y se detienen en Cholula, ciudad de las pirámides aztecas. En el laberinto de sus galerías se internarán las dos parejas, como en un descenso a los infiernos, que concluirá con una tragedia ritual inesperada. `Ficción total` en palabras del propio autor, `Cambio de piel` indaga en el mito del México prehispánico y en el holocausto europeo a través de la memoria de sus protagonistas para decirnos que, en definitiva, todas las violencias son la misma violencia. Un retrato del hombre de nuestro siglo, atormentado por las dudas sobre el presente, la carga del pasado y el miedo del porvenir.

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– ¿Fuimos juntos a Grecia?

Rasgó la guitarra y acompañó el murmullo del Negro de parietales hundidos, esperó la respuesta de la Pálida que acababa de aprender las mañas de la tenebra azteca, que de seguro le estaba ofreciendo mordida al juez, que le guiñó el ojo a la Negra cuando atravesamos el solitario periférico. Eso nunca lo revelaré. Quiero tener mi secreto. Ahora no importa. Ahora daré testimonio real y fehaciente. La Negra besó la oreja de la Pálida: ¿La testigo jura que todo lo que ha dicho es verdad?

Venceremos, canta el Negro; la Pálida se refugia en los brazos de su juez.

– La verdad y nada más que la verdad. Dios mediante y Perry Mason.

– Ligeia, prometiste.

Algún día venceremos. Qué importaba ahora. Nunca entendiste que mis mentiras eran sólo una respuesta a las tuyas. Josué combatirá en Jericó y los niños duermen envueltos en periódicos junto al moderno, indispensable periférico que nos permite ir de nuestras residencias al centro en sólo quince minutos. Tú me amabas disfrazándome. Yo te correspondía de la misma manera. Nuestras dos mentiras son nuestra solitaria verdad.

– Prometiste, Ligeia.

Y los muros caerán. Juan Soriano dijo que su papá anduvo a caballo en la Revolución para que las familias decentes pudieran andar en Cadillac por el periférico.

– Podría haberte dicho que nací en México, de una familia de inmigrantes rusos. ¿Qué tiene de raro? Hay muchísimos, ¿sabes? Son banqueros y productores de cine y biólogos y matemáticos y dueños de almacenes. Nada mal. Que crecí en México y todo lo que he contado es, en cierto modo, falso.

Dijo los lugares, los nombres. Miré hacia el Jordán ¿y qué cosa vi? Las luces del restaurant de San Ángel Inn, cincuenta automóviles de lujo estacionados afuera. ¿Qué cosa escuché? Plata y cristal y mariachis bañados.

– Sí, mi madre era así, ¿pero en la colonia Hipódromo, no en el Bronx? Mi padre también, ¿pero en los puestos de mercado de La Merced, no en Nueva York? Y mi hermano murió en el Parque España y lo mataron unos pelados mexicanos, unos nacos hijos de la chingada, no unos negros.

Una banda de ángeles que venían por mí, que venían a llevarme a mi casa. Ella también huyó, estudió en ese colegio, allí lo conoció. Cree que eso es cierto.

¿Me creerías ahora si te dijera que ésa es la verdad?

Ese beso es una maldición. La Pálida le habla al Rosa, pero el Barbudo aparta a la Negra y besa en los labios a la Pálida para que yo los envidie y me diga que la cólera es la respuesta que la fatalidad requiere. Se besan dos jóvenes frente a la cerca de nopales que rodea mi casa y por un momento pierdo mi virginal distancia, mi helada compostura, soy Javier, Elizabeth y Franz: en nombre de ellos retengo la cólera de mi destino, para siempre alejado de esa posibilidad, de ese beso maldito. Tampoco ellos podrán, nunca más, besarse así, en la calle, jóvenes, con maldición abierta, expuesta a perder la libertad en el amor, sin una cólera que hemos aprendido a disfrazar con la incuriosidad blasée del tedio que es miedo que es conciencia de haber pasado la raya. Estar de vuelta de todo es no haber ido a ningún lado. Salvo a esta barrera de nopales podridos cuyas salidas y entradas creo conocer: suave hogar. Edén subvertido por tus hijos descastados que prefieren salir al mundo con una quijada de burro para no pudrirse encerrados y regresan con la pródiga herida abierta de la Malinche, madre traidora que se dejó fornicar para que tú y yo naciéramos. ¿O de veras cree alguien que hubiera sido mejor derrotar a los españoles y continuar sometidos al fascismo azteca? Cuauhtémoc era el Baldur von Schirach de Tenochtitlán. Más sabias que él, las mujeres indias se dejaron hacer. Cólera eterna para la eterna fatalidad: hemos regresado.

Cruzaremos el baldío con sus volcanes de basura y sus lagos de lodo, llegaremos al falso castillo, el sitio levantado para sitiarnos y situarnos, pirámide, fortaleza, basílica; subiremos por la escalera de caracol -oreja de la casa, centinela y escucha- a la gran sala vacía y oscura, la sal de los petates y las vasijas de barro, que espera nuestros gestos para gestar su propio decorado cambiante.

¿Qué hacemos allí al entrar, todos de pie e inmóviles, como si hubiéramos renunciado a esas actitudes que precipitan la normalidad adecuada? ¿Dónde está la persona que normalmente encienda las velas, fume, tosa, chifle, tome asiento, pida una copa, se pinte los labios, se rasque los güevos, se mire a un espejo en la oscuridad? ¿Quién es este sacerdote vestido como estudiante del Ivy League que abre un cartapacio negro, de litigante o agente viajero, y saca una bolsa de papel, la abre, la ofrece? ¿Quiénes son estos seres que canturrean una nueva letanía mientras toman con la mano lo que la bolsa contiene, se lo meten a la boca, mascan, canturrean con una sola voz, yo soy la verdad extraviada, yo soy la multitud solitaria, yo soy el escándalo sacro, yo soy la paloma negra, yo soy el niño desfigurado, yo soy la corona de hierba, yo soy la arena que espera, yo soy la tierra extraña, para que Jakob quede en el centro del círculo y pueda proclamar por encima del murmullo de la letanía:

– Yo, nacido en el año cero, ¿condeno a Franz Jellinek, nacido hace dos mil años?

Pero soy yo, el dueño de esta casa ocupada sin compraventa, quien debe impedir el contagio de esa alucinación naciente en el grito y la letanía y el lento, ruidoso masticar de los seis Monjes: soy yo el que debe negar que este enorme vacío de mi habitación sin luz se convierte, de noche, en cuatro muros húmedos y una trenza de alta tensión, que en los rincones de mi recámara hay montañas de pelo y dentaduras y anteojos y cepillos de dientes, que del piso asciende el olor de excrementos, que toda mi casa es un vasto laberinto de celdas, ropa húmeda, vasijas de agua salada, tinas de madera, tubos de goma, perreras y candados, los escucho, somos los pajes andróginos, somos la inocencia querúbica, somos los hechiceros vírgenes, somos el oficio y el sacrificio, somos la promesa y la nostalgia, no somos hombres ni mujeres, buenos ni malos, cuerpo ni espíritu, esencia ni accidente, reales ni ideales, conscientes ni instintivos: mascan los hongos y la tentación de la metamorfosis pasa de sus dedos entrelazados a mis ojos que quisieran rescatarme de este ritmo sin comparaciones, desconocido de sí mismo, lleno de signos para los demás y de insensibilidad para sí, y refugiarse en lo ya visto, en la reminiscencia repetida de los tristes y comunes hogares, de Becky y Gerson, de Raúl y Ofelia; ésta es mi casa y recuerdo a los padres para saber si ya vivieron en nuestro nombre, si podemos dejar de repetir lo que ellos ya hicieron: pero la casa y los padres de mis seis visitantes son otros, son lo otro: lo que nunca se repitió porque aún no se da en la naturaleza. No quiero mirarlos, mientras ellos se columpian sobre las plantas de los pies, porque sé que me quedaré frío; que esos gemidos son los de la Medusa pugnando por renacer; que esa letanía es la de las Furias pariendo ríos de sangre y cosechas de hueso; que los seis Monjes se están fecundando a sí mismos para decirnos que existe otra historia donde la nuestra es apenas una pesadilla reservada para el largo sueño de la muerte.

Con sus bocas llenas de hongos, no me arrebatarán el derecho de nivelar sus poderes, salvar mis palabras y oponerles los hechos nimios de mi unidad laboriosa, la que ellos quisieran destruir con una sola intuición incandescente. ¿Enloqueció Becky para que la locura de Elizabeth mereciera el nombre de razón? ¿Desapareció Raúl para que la fuga de Javier mereciera el nombre de encuentro? Debo pensar esto mientras me arrastro al rincón, me sustraigo a las succiones de los seis oficiantes para alcanzar mi respuesta, mi propio objeto, el que no quería mostrar, arrinconado, viejo, con las etiquetas de hoteles y vapores desleídas y arañadas.

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