Carlos Fuentes - Cambio De Piel

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El Domingo de Ramos de 1965 cuatro personajes inician un viaje hacia Veracruz y se detienen en Cholula, ciudad de las pirámides aztecas. En el laberinto de sus galerías se internarán las dos parejas, como en un descenso a los infiernos, que concluirá con una tragedia ritual inesperada. `Ficción total` en palabras del propio autor, `Cambio de piel` indaga en el mito del México prehispánico y en el holocausto europeo a través de la memoria de sus protagonistas para decirnos que, en definitiva, todas las violencias son la misma violencia. Un retrato del hombre de nuestro siglo, atormentado por las dudas sobre el presente, la carga del pasado y el miedo del porvenir.

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– A noventa por hora, cuando menos. No se haga el inocente…

– No, no me hago. No soy inocente.

– Ah, entonces admite…

– Admito todo.

– Mire que me va a obligar a llevarlo a la delegación.

– Lléveme. Confesaré todo.

– Mire que me los voy a jalar a toditos.

– Tome nota, agente. No tengo nada que ocultar.

– Mire que hasta las señoritas van a ir…

– No importa. Acepto mi responsabilidad. Pero en realidad no quería encontrarla. Tenía miedo.

– Pues luego. ¿Quieren pasar la noche en el bote?

– Y además, ella estaba segura, dijeron que los músicos estaban a salvo, que no los iban a tocar…

– Es peligroso, joven, se lo advierto.

– Le digo que no corría peligro. No era necesario que yo hiciera algo. El peligro hubiera sido acercarse a ella, ¿verdad?, ése hubiera sido el peligro…

– En la preventiva no respetan a nadie, se lo advierto.

– En esos lugares es mejor ser invisible. Si la busco, la marco. La señalo. Ellos se habrían fijado en ella, ¿ve usted oficial?

– Yo nomás le advierto que ese lugar es más frío que una tumba. No le recomiendo pasar una noche en la peni, joven, palabra que no.

– Si la reconozco, la marco. Fue un favor que le hice al no buscarla, al verla sólo de lejos. ¿No me cree?

– Creo que encima de todo está usted alcohólico, joven, pedo, con perdón de los presentes. Hasta le tiemblan las manos. ¿A ver ese aliento?

– Y si la busco, yo mismo me delato, me… Está bien. Lo acepto, ¿ve? Habría perdido la confianza de mis superiores, quizás el puesto mismo, ¿no se da cuenta? Era mi primera obra, yo estudié para eso, para construir, y en medio de la destrucción tuve la suerte de poder edificar… ¿qué más podía decir?

– No me agote la paciencia.

– Y ella, un día, me vio. Allí, entre dos bloques de la prisión. Y ella no me reconoció. O no quiso reconocerme. Vio mi uniforme. Me dijo: “Déjeme pasar”.

– Hay cada maricón y drogadicto pasando la noche allí.

– ¿Y si ella me odiaba, oficial? ¿Si ella me rechazaba? ¿No fue mejor, para los dos, no volver a hablarnos y recordar de lejos, recordar Praga, el puente, los conciertos en los jardines, el réquiem, la esperanza y la promesa que fuimos, oficial…?

– Se meten de a feo con los detenidos. Es gente que no sabe de maneras finas, ¿me entiende?

– ¿Una fuga? ¿Preparar una fuga?

– Inténtelo, joven. Nomás inténtelo. No hay quien haya podido.

– ¿Y acabar los dos electrocutados en la barrera de Terezin, devorados por los perros del Hundenkommando, fusilados en el patio de la muerte, enviados a los hornos de Auschwitz?

– No me hable en chino. Más respeto a la autoridad.

– No había salida, oficial, se lo juro. Lo mejor para todos era aceptar las cosas. Verla de lejos. Esperar. Ella estaba a salvo con los músicos. ¿Para qué exponernos? La guerra iba a terminar un día.

– Mucha labia, ¿no?

– Y ella estaba preñada.

– El perico no sirve. Ustedes dicen…

Ella no fue fiel. Ella prometió esperarme. Yo no tuve la culpa, oficial, yo no declaré la guerra, yo no…

– Mire que me estoy cansando. No hay que ser. ¿No hay ningún mexicano aquí que me entienda?

– Lo pensé, sí, se lo juro, en mi cabeza lo preparé todo, hice planes, pensé cómo salvarla, debía esperar, el niño debía nacer, en su estado era difícil fugarse, quizás se podía dejar con alguien al niño y huir fácilmente, ella y yo, quizás la guerra terminaría antes y todo se olvidaría y todo se perdonaría…

– Usted que parece del páis, usted el de los bigotes, hágale entender al gringo éste…

– Pero tuvieron que cantar. No supieron protegerse a sí mismos. Tuvieron que retar a los fuertes. No se contentaron con irla pasando, los imbéciles. Tuvieron que dar ese paso de más, hacia adelante, gritando, gritando…

– Usted sabe, como quien no quiere la cosa, caray, nos ayudamos unos a otros, ¿que no?, haga que se calle su amigo, nomás enreda las cosas, ¿quién sale perdiendo?, uno tiene la autoridad de su lado, usted me entiende, ¿quihubo?

– Liberame. Li-be-ra-me!

– Gracias, mi jefe. Usted nos entiende.

– Y entonces no había nada que hacer. Ellos mismos se condenaron. Ellos mismos provocaron a los jefes y pidieron el suplicio. He llegado a creer que lo deseaban. ¿Quien era yo para intervenir? ¿Yo, un arquitecto adscrito al campo, un pequeño funcionario, un sudete, quizás un hombre sin convicciones firmes, ni siquiera un alemán, apenas un hombre eficaz iba a pedir que no mandaran a Hanna Werner en un transporte a Auschwitz? ¿Yo? ¿Yo iba a impedir que ese niño saliera recién nacido a Treblinka? ¿Un niño que ni siquiera era mío? ¿No se mueren todos de la risa? ¿Yo iba a impedirlo? ¿Yo iba a levantar la voz o la mano sólo para condenarme a mí y a Hanna? ¿No es de risa loca imaginarlo? Apunte, oficial, apunte en su libreta…

Sin tentar, joven, sin tentar…

– Apunte bien. Cambié el curso de las estrellas y arrojé hacia atrás los tiempos del mar…

– Le digo que ya no hay problema. Quedamos amigos.

Y Jakov, inmutable al lado del Barbudo, miró al policía y pudo decir algo que no pudimos escuchar: el viento del valle de México, viento yugular, viento del palacio de los albinos, los jorobados y los pavorreales ciegos, secuestró las palabras de Jakob, y el policía ya no se interesó y regresó a la motocicleta con el billete de cincuenta pesos que le di y ahora sí era necesario descansar, una copa en mi casa, vamos de regreso, el Barbudo dejó caer la cabeza sobre el volante y Jakob descendió del auto, hizo a un lado al güero y tomó su lugar, arrancó y yo vi pasar las familias con sus coches de bebé y sus carros de mercado y me pregunté si no habría una terrible confusión, si acabarían dándole de mamar a las alcachofas e hirviendo en mantequilla a los niños. Porque vete enterando, dragónica, que en la mera Gringolandia la mitad de la población ya tiene veinticinco años o menos. ¿Qué se harán los unos a los otros? ¿Amarse? ¿Exterminarse? Gran volado, dragonácea. Óyelos.

La Negra Morgana le preguntó a la Pálida si recordaba a qué jugaban de sobremesa sus familias y el Rosa recordó que jugaban a la guerra. Dijo que se hacían preguntas, por ejemplo, sobre el tonelaje de los acorazados de bolsillo en la batalla del Río de la Plata. O se preguntaban quiénes habían sido Von Rundstedt y Timoshenko, Gamelin y Wavel. El Negro sacó un cartel y lo pegó con tela adhesiva contra uno de los vidrios del auto y el cartel decía

fate l’amore non la guerra

y luego el Rosa tiró una pasta dentífrica a la Avenida de la Paz, ahora que vamos subiendo hacia San Ángel, y la Negra le pasó otros tubos y frascos y el Rosa se rió:

– ¿Sigues usando eso? ¿Para qué sirve? Aquí todos andan como los niños, con todas las pertenencias en los bolsillos.

Y también tiró los mejunjes a la calle y todos cantaron cosas de moda, Goodness hides behind its gates, but even the President of the United States must sometimes stand naked. La dove c’era l’erba ora c’è una cittàààà, I need a place to hide away, y comentaron, Bob Dylan, Celentano, Il ragazzo della Via Gluck, It’s all right ma (I’m only bleeding).

– Yesterday -gritaron todos a coro, alegremente.

Hoy, el hoy que narraré, es una mañana que desconoce su nombre. La medianoche ha sonado y los grillos cantan más allá de la callejuela que conduce a mi casa. Jakob estacionará el Lincoln en una calle lateral del anillo periférico y todos bajaremos con desgano. El Negro cantará sin palabras, con ese zumbido dulce y ronco, con esa ternura-violencia de la gente que vive los extremos para que otros puedan gozar del dorado medio. El Barbudo abrirá la cajuela y sacará ese bulto inerte y volverá a esconderlo entre las solapas de su gran levita de héroe romántico: las ciudades son cabezas de Goliat, dijo Ezequiel; yo digo que David es el caballero andante de los pavimentos, de David Rastignac a David Herzog. Y la Negra Morgana nuestro juez y la Pálida mi amor caminarán tomadas de la cintura y el Rosa las seguirá, faldero, arrastrando la guitarra eléctrica.

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