Carlos Fuentes - Cambio De Piel

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El Domingo de Ramos de 1965 cuatro personajes inician un viaje hacia Veracruz y se detienen en Cholula, ciudad de las pirámides aztecas. En el laberinto de sus galerías se internarán las dos parejas, como en un descenso a los infiernos, que concluirá con una tragedia ritual inesperada. `Ficción total` en palabras del propio autor, `Cambio de piel` indaga en el mito del México prehispánico y en el holocausto europeo a través de la memoria de sus protagonistas para decirnos que, en definitiva, todas las violencias son la misma violencia. Un retrato del hombre de nuestro siglo, atormentado por las dudas sobre el presente, la carga del pasado y el miedo del porvenir.

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– No tienes derecho…

Ofelia trató de cerrar la boca y apartarse de Javier.

– Me has humillado, me has mentido, eres indecente… Javier apartó a Ofelia para levantar la mano y sentir su palma abierta contra la carne seca y quebrada, ligeramente grasosa: las líneas de la mano encontraron esas arrugas y esas bolsas donde la crema facial se había enterrado poco a poco, como en un surco fofo, sin tensión. Se alejó aún más; se hincó a recoger la carta para evitar la mirada de su madre, pero Ofelia -no vio su cara; no escuchó si lloraba- lo tomó de las manos y lo obligó a levantarse y lo apretó contra su busto flojo debajo de la bata y apoyó la cabeza de Javier contra su hombro y le acarició la nuca y le dijo, entonces, o después, al morir, no sé, que la mujer, ella, debía obediencia, sólo deseaba obedecer, y que algo se rompía en el mundo cuando el hombre no entendía esto, no sabía mandar o no quería mandar. En brazos de Ofelia, sintiendo la presión de los pezones excitados contra su pecho liso y esbelto Javier le dijo por fin que era inútil, que ellos -Ofelia y Raúl- jamás le dirían a él quién era; le parecía inútil; admitió que no estaba listo para aceptar el dolor o la alegría ajenos y que se negaba a compadecer a nadie; le dijo que desde ahora le avisaba que quería irse, abandonarla, apenas tuviera los medios y ella sólo asentía una vez y otra y otra, afirmaba con esa cabeza de niña vieja, respingadilla, blanca, y acariciaba la nuca de su hijo apoyado contra el hombro y le decía cosas que nada tenían que ver con esto, primero recíbete, necesitas una carrera, tú no vas a vender enchufes, Javier, tú no vas a hablar de dinero todo el día, ¿verdad, Javier? Y él, que no tenía otra agarradera a ese recuerdo, revisaba, leía los libros de cuentas de Raúl, ese memorial de una vida de sumas y restas, de debes y haberes, de un pedido de cafeteras eléctricas por valor de 99 dólares 45 centavos, de correspondencia con la Montgomery Ward, de nombres para andar por el mundo, corredores libres, comisionistas, factores, viajantes, dependientes, de esa literatura fantástica, foliada y cosida como un evangelio: el Diario y el Mayor, el libro de Inventarios y Balances y las sanciones de Yavé: quiebra culpable, quiebra fraudulenta. ¿Por eso, mamá, fue por eso? ¿No sabes? ¿Nunca me vas a contar?

No vale la pena. Ese hombre se ve viejo y cansado. Se sienta sobre una banca de fierro en la Alameda. Los pasantes -esta misma tarde bochornosa y precipitada- no voltean a mirarlo. Sin embargo, él no se parece a nadie. Quizá su pelo crespo y canoso no sea singular. Pero allí, entre el ceño y los párpados, hay un signo que ningún observador casual descubriría. Son negros sus ojos, pero los cubre un velo gris, semejante a la atmósfera del polvo reseco de hoy. Cerca de ellos, se pensaría -nunca se diría- que está soñando de pie, soñando serenamente su pesadilla privada: una pesadilla de todos. Por eso tiene los ojos abiertos. Nadie le ha preguntado por su sueño. Acaso él no se lo diría a nadie. Pero también es cierto que ha aguardado, como esta tarde en la Alameda, a que alguien, sin más ayuda que la de la propia mirada, descubra la suya. Quizás por eso está sentado allí. La red de arrugas que rodea sus ojos es tan fina y perseverante, que a fuerza de ahondar en la carne se desvanece. No así las comisuras de los labios, las dos rayas nerviosas que le atraviesan las mejillas y se anudan en el mentón. Y todo es máscara; el cuerpo está escondido por un traje barato, sin descripción ni forma: gris también, abultado en los hombros y en las solapas; viejo, pero poco usado; demasiado grande para el cuerpo enjuto. Un traje de domingo, de viejos domingos, de pocos domingos. Se lleva un dedo al cuello de la camisa de cuadros rojos. No usa corbata. Se siente sofocado, en silencio y sin necesidad. Cerca de él, gotea una fuente y los árboles se enlazan en la altura. El polvo puede más. Su espejo vertical esfuma las aristas del parque y de los edificios que lo rodean. Está sentado mirando hacia la avenida Hidalgo: hacia las cúpulas y las fachadas de piedra rojiza, hacia las altas torres de San Hipólito y hacia la Plaza Morelos, refrescada por una fuente de ranas, querubes y tritones, hacia el mercado de las coronas y ofrendas funerales, hacia las herraduras de flores blancas y moradas, hacia el abanico de piedra que guarece a los santos de San Juan de Dios, hacia la inclinada portada de tezontle de la Santa Veracruz. Después, baja la mirada a sus zapatos. Y junto a los zapatos, la misma maleta de cartón de los antiguos viajes en tren. Quiere cerrar los ojos. Hay trinos y murmullos líquidos que, en la oscuridad voluntaria, logran atravesar la lámina polvosa. ¿Y si en el momento de cerrarlos pasase la persona capaz de advertir lo que quiere decir su mirada? Su mirada se carga de intensidad. Su sueño se ofrece; hace el gesto, involuntario, de implorar. Busca afanosamente los objetos que su mirada debe recoger: bronces de la fuente, fierro pintado de la banca, pelusa seca, velo negro de la vieja cámara ambulante, talles sepia de la arboleda, plano fugaz de las alas. Sus ojos recorren los costados de la Alameda y luego, fatigados, se cierran. Javier se detiene, de lejos. Si el viejo sólo abriese los ojos. No, es otro pobre de la ciudad, nada más. Quién sabe qué historia sórdida y melodramática traiga a cuestas; qué fastidio. Pero la maleta. No. Y no abre los ojos. Y Javier camina hacia la calle de Bolívar a comprar el boleto de tren que lo llevará a Nueva York, fuera del mundo plano y oscuro e incomprensible de su casa, de esta ciudad que, intuye, sólo permite que se le quiera de lejos o se lo sacrifique de cerca.

Y tú, quizás, ya esperabas que él llegara cuando escuchabas que las tarjetas sonaban secas al caer sobre el sendero pavimentado. Jake sonreía al arrojarlas y verlas caer de cara; murmuraba, “Oh shucks”, cuando, en cambio, mostraban el dorso impreso con la relación de un antiguo guerrero o jefe indio. Pero cuando sobre el pavimento y mirando al cielo quedaba el rostro de Powhathan, Gerónimo o Sitting Bull, reía y le decía al contrincante:

– Gané. Dame la tarjeta de Crazy Horse.

Tú leías, sentada en una banca cerca de la silla de ruedas de tu hermano; preparabas los exámenes del primer año en el City College y de tarde en tarde levantabas la mirada y veías a Jake jugando con los otros muchachos que le hacían el favor de recoger las tarjetas que venían en la envoltura de un bubblegum que los chicos mascaban mientras jugaban para completar sus colecciones. También había tarjetas de jugadores de béisbol, de boxeadores y de aeroplanos, pero las de jefes indios eran las más codiciadas: eran más grandes, más duras, más brillantes.

– Me falta la de Rain-in-the-Face -dijo Jake- y me sobran dos Thundercloud.

– Oh, recógelas tú mismo -dijo el muchacho perdidoso y se fue caminando por el parque con un juego de hombros irritado y despreciativo.

Tú cerraste el libro y corriste a recoger las tarjetas, hincada frente a Jake, y se las pasaste una a una. Él las barajó y te repitió:

– Me sigue faltando Rain-in-the-Face.

– Ya jugaste bastante, Jake.

– Está bien.

Jake se quedó admirando las tarjetas que ganó ese sábado en la tarde y tú regresaste a la banca y seguiste leyendo sin entender las palabras. No había sucedido lo que temías cada vez que empujabas la silla de ruedas y traías a tu hermano a jugar al parque. Nadie había gritado. Tenía sus tarjetas completas y al regresar a la casa se sentaría en el suelo y las extendería sobre el sofá de la sala para admirarlas durante horas, arreglarlas cronológicamente y leer algunos datos con el rostro serio. Y tú le preguntaste:

– ¿Quieres ir al City College cuando seas grande? -y te sentiste mal en seguida, porque Jake ya había perdido un año de escuela, desde que se enfermó y al encogerse de hombros y decir

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