Carlos Fuentes - Cambio De Piel

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El Domingo de Ramos de 1965 cuatro personajes inician un viaje hacia Veracruz y se detienen en Cholula, ciudad de las pirámides aztecas. En el laberinto de sus galerías se internarán las dos parejas, como en un descenso a los infiernos, que concluirá con una tragedia ritual inesperada. `Ficción total` en palabras del propio autor, `Cambio de piel` indaga en el mito del México prehispánico y en el holocausto europeo a través de la memoria de sus protagonistas para decirnos que, en definitiva, todas las violencias son la misma violencia. Un retrato del hombre de nuestro siglo, atormentado por las dudas sobre el presente, la carga del pasado y el miedo del porvenir.

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Y si me escuchas, me niegas. Lux Aeterna luceat eis, Domine, cum Sanctis tuis in aeternum.

Isabel se detuvo ante el puesto de ropa en el mercado de Cholula. Los montones de faldas, blusas y rebozos tendidos bajo una manta remendada, sostenida al frente por dos palos clavados en la tierra y amarrada a una argolla de piedra, parte del muro, que en otra época debió haber servido para anudar las correas de los caballos y las mulas a lugar seguro. La vendedora, una india de frente estrecha y pómulos anchos, ofrecía en silencio los rebozos: abriendo los brazos y luego extendiéndolos para que el sol iluminara claramente los detalles del tejido, destacara la labor amorosa y lenta que los hizo, hilo por hilo, en las remotas chozas de las tejedoras ancianas preparadas desde la infancia para pasar la vida ante el telar, uniendo pacientemente los hilos rojos, azules, negros, amarillos y esfumando su textura hasta convertir cada prenda en una malla indisoluble, ligeramente brillante bajo el sol, retenedora de la luz en la oscuridad, donde los rebozos brillan más, con el más leve movimiento, que la cabeza y los brazos que cubren, dueños de una opacidad tenaz.

La mujer no hablaba. Morena, pequeña, con esa vejez indeterminada de los indios, arrugada pero joven en el pelo negro lustroso, los dientes blancos que masticaban una tortilla mientras ella ofrecía, en silencio, las prendas.

– ¡Mira! El amarillo -exclamó Isabel y adelantó los brazos hacia el que le ofrecía, sin mover un músculo del rostro, la vendedora.

Isabel tomó el rebozo, lo colocó sobre sus espaldas y lo cruzó sobre sus pechos; lo levantó para que le cubriera la cabeza. Tú, Elizabeth, la miraba;;.

– ¿Qué te parece?

– Muy hermoso -dijiste-. Pero un gasto inútil.

– ¿Por qué?

Te quitaste el rebozo negro y te detuviste con él entre las manos. Lo observaste con la mano izquierda mientras le ibas quitando a Isabel el suyo con la derecha.

– Porque yo te regalo el mío.

– Pero, Betty, yo…

– Por favor. Acéptalo. Es un regalo que quiero hacerte. La vieja indígena miraba sin mirar, con los brazos siempre extendidos, mostrando un rebozo tras otro. Y sin mirarla, ocupada siempre en su trabajo, le dijo a Isabel:

– Mejor cómprame uno nuevo.

– ¿Perdón?

– Tómalo, Isabel. Quiero que tú lo tengas.

La anciana afirmó varias veces con la cabeza. Isabel se cubrió con tu rebozo negro. Franz y Javier caminaban entre los puestos del mercado y al detenerse en el puesto de carnitas Javier miró a Isabel con el rebozo tuyo, a Isabel casi sin rostro.

Ofelia abrió la puerta y salió al corredor del patio. Javier no levantó la mirada del libro y los mosquitos zumbaban alrededor del foco desnudo. La madre con el rostro de niña vieja se detuvo y Javier pensó y rogó que se retiraría, sólo para ser fiel a las normas: ella no saldría al patio porque amaba este juego secreto en el que las pisadas se anunciaban y después se perdían en los cuartos vacíos de la vieja casa. Javier las escucharía, desde su recámara, acercarse y alejarse. Escucharía la provocación: la llave y el candado desprendido y la puerta abierta lentamente en una habitación que siempre había estado cerrada. O la presencia de un perro en esta casa sin animales; los ladridos bajos que, al salir de su pieza a los pasillos, no podía localizar y Ofelia sola en la cocina, acentuando el ruido de los trastes y el quehacer. Y a cada paso normal de Javier por las estancias comunes de la casa, las habitadas aunque escasamente amuebladas en su penumbra ficticia, sentiría que tanto los rumores como los silencios eran creados, inexistentes; que esa tos no sería verdadera, como falsa su ausencia. Era como si una mano impalpable hubiese despojado de adornos esos pedestales de madera, esas herencias talladas sobre las cuales ya no estaban -nunca habían estado- los jarrones y las estatuas de otro tiempo, de otra familia, cuando Ofelia sola, Ofelia con Raúl, o los dos separados, fueron otra cosa que ahora no tenía cuerpo ni razón. Posiblemente ésta fue la casa de los abuelos y por eso Ofelia quería mantenerla hasta el fin; él nunca lo supo, porque así como discutir el presente, por serlo, fue prohibido, también el pasado, por no ser presente, fue objeto de una exclusión en esas conversaciones silenciosas de la infancia, cuando él apenas distinguía las voces de Ofelia y Raúl detrás de las puertas cerradas de una recámara o de un gabinete de tren. ¿Qué podría ser esta casa, con su fachada de piedra y sus mansardas inservibles en un país sin nieve? ¿De dónde vendría, quién y para quién la construyó? ¿Por qué, después de quince años de vivir en los trenes y las ciudades fronterizas, regresaron sus padres a ella y la mantuvieron, desmantelada, carcomida, en vez de venderla y mudarse a una casa nueva y pequeña de alguna colonia moderna? Después, cuando se enteró de todo lo que había pasado en los años de esta tierra, pudo imaginar las historias más violentas, pero no creer en ellas. Lávate los dientes. No andes con las manos en las bolsas. No empieces a comer antes que tu padre. No podía creer en una violencia real fuera de esa casa silenciosa donde a él sólo le hablaban de buenos modales; en todo caso, no de una violencia que destruyera fortunas o desplazara vidas; eso tenía que ser un cuento, un tema de corrido. La violencia, si lo era, sólo existiría en la litera baja de un coche de ferrocarril o en el patio escondido de una escuela religiosa y entonces no se haría evidente en la vida sólida de la casa, no se presentaría descubierta, proclamándose violencia, ante las miradas de todos: la violencia era el accidente secreto del encuentro de unos ojos inocentes y un acto privado al cual aquéllos no habían sido convocados: la violencia la creaba el inocente al irrumpir en un mundo que no lo había solicitado. El desgaste que le imponía esta persecución sin palabras de su madre, la batalla de las miradas escondidas, los pasos y toses y ladridos y nuevos silencios, era excesivo sólo por eso: porque Javier no comprendía si ella representaba el papel de una inocencia que, como la del niño al separar inconscientemente las cortinas de una litera, lo descubría a él en un acto que sólo se revelaría en el mal al ser visto por otros; o si, por el contrario, todo era una solicitud de gracia por parte de Ofelia, un deseo de que, al provocarlo y gastarlo, él se acercara a descubrirla, a implicarse en una culpa que ella querría compartir. Cómo saberlo. Y yo lo sé, Elizabeth, porque leí ese libro. El sueño. El primer libro de Javier. Yo puedo leerlo, ¿ves?, porque no soy su cómplice y no busco, como tú, mi propia imagen en esos versos, porque no me enamoré de él a través de su poesía, como tú, que creíste que estaba dedicada a ti aun antes de conocerte, como si Javier te hubiese adivinado desde su adolescencia, como si escribiendo cerca de las lluvias del verano en un patio oscuro de la ciudad de México, él ya se hubiera comunicado contigo en la sala pequeña y mal iluminada de una casa judía, en Nueva York.

Quizás… Porque ahora Ofelia se atreve a pasar el umbral y avanza hacia Javier en la noche del patio, avanza cerrándose la bata floreada y arreglando una horquilla suelta del pelo rojizo y le tiende la carta, el sobre rasgado:

– Toma. Te llegó esto.

Y si Javier primero toma el sobre rasgado y lee sin intención la carta del editor, ha sido aceptado El sueño, le felicitamos, pase a firmar el contrato a nuestras oficinas, sitas en la calle de Argentina, en seguida siente por primera vez la fiebre, dragona, ese temblor ilocalizable de una amígdala secreta que parte de allí para penetrar como un punzón las meninges desamparadas, abiertas a la nueva sensación que las ataca por primera vez y de allí al cuerpo entero, que no ha sido preparado para esto porque un cerebro ordenado y acondicionado sabe que no debe empezarse antes que el padre y que el cío sirve para enjuagarse los dedos después de comer camarones. Dejó caer la carta y tomó a Ofelia de los hombros y la miró con la fiebre y Ofelia permaneció con la boca abierta…

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